Mi abuelo ni se levantó ni se arrodilló en presencia de semejante maravilla. Permaneció sentado en el trono y obligó al obispo a llevar el relicario hasta él. Solo entonces, Ferrante cedió a la antigua costumbre y apretó sus labios contra el cristal, detrás del cual estaba la sangre sagrada.
El obispo volvió al altar. Entonces los varones reales se acercaron uno a uno, mi padre en primer lugar, y besaron la sagrada reliquia por turnos. Las mujeres y los niños los seguimos; yo y mi hermano todavía íbamos sujetos el uno al otro. Apoyé mis labios en el cristal, tibio por el aliento de mis parientes, y miré el líquido oscuro en el interior. Había oído hablar de los milagros, pero nunca había visto uno; estaba asombrada. Permanecí junto a Alfonso mientras él lo besaba; después, volvimos a los lugares que teníamos asignados.
El obispo devolvió el relicario al sacerdote e hizo la señal de la bendición: dos dedos de su mano derecha trazaron una cruz en el aire; primero sobre mi abuelo, después sobre la familia real.
El coro comenzó a cantar. El viejo rey se levantó, un tanto envarado. Los guardias dejaron sus posiciones alrededor del trono y lo precedieron a la salida de la iglesia, donde esperaban los carruajes. Como siempre, nosotros lo seguimos.
La costumbre requería que toda la congregación, incluida la realeza, permaneciera en su lugar durante la ceremonia, mientras que cada miembro se adelantaba para besar la reliquia; pero Ferrante era demasiado impaciente para esperar a los plebeyos.
Regresamos sin más al Castel Nuovo, el edificio de ladrillo de forma trapezoidal que mandó construir doscientos años atrás Carlos de Anjou para convertirlo en su palacio. Primero había retirado los restos de un convento franciscano dedicado a la Virgen María. Carlos valoraba más la protección que la elegancia: cada esquina del castillo que él llamó Maschio Angiono, el Alcázar Angevino, estaba reforzado por grandes torres cilíndricas, y sus dentadas almenas se recortaban en el cielo.
El palacio se levantaba delante mismo de la bahía, tan cerca de la costa que, en mi infancia, a menudo sacaba un brazo por la ventana e imaginaba que acariciaba el mar. Aquella mañana, la brisa soplaba desde el mar, y mientras iba en el carruaje abierto entre Alfonso e Isabel, respiré con placer el aroma salobre. No se podía vivir en Nápoles sin gozar constantemente de la vista del agua, sin llegar a amarla. Los antiguos griegos habían dado a la ciudad el nombre de Parténope por la antigua sirena, mitad mujer, mitad pájaro, que por el amor no correspondido de Ulises se lanzó al mar. Según la leyenda, su cuerpo había acabado en la costa de Nápoles; incluso siendo una niña, sabía que no había sido por el amor de un hombre que se había sentido atraída a lanzarse a las olas.
Aparté el velo para disfrutar mejor del aire. Para ver mejor -la media luna de la costa, con el Vesubio violeta oscuro al este y la fortaleza oval, Castel dell'Ovo, al oeste-, me levanté en el carruaje y me volví. Isabel me obligó a sentarme en el acto con un fuerte tirón, aunque su expresión permaneció compuesta y regia, ante la multitud.
Nuestro carruaje cruzó la entrada principal del castillo, flanqueada por la torre de guardia y la torre media. Ambas estaban conectadas por el arco triunfal de mármol blanco de Alfonso el Magnánimo, erigido por mi bisabuelo para conmemorar su victoriosa entrada en Nápoles como su nuevo gobernante. Marcó la primera cié las muchas renovaciones que hizo en el ruinoso palacio, y en cuanto el arco estuvo acabado, rebautizó su nueva residencia con el nombre de Castel Nuovo.
Pasé por debajo del menor de los dos arcos, y miré el bajorrelieve que formaba Alfonso en su carruaje, acompañado por los nobles que le daban la bienvenida. Mucho más arriba, su mano se extendía hacia las torres, una enorme estatua de Alfonso señalaba hacia el cielo. Yo también me sentía exultante. Estaba en Nápoles, con el sol, el mar y mi hermano, y era feliz.
No podía imaginar que alguien pudiese jamás arrebatarme tanta alegría.
Una vez en el patio interior con la puerta principal cerrada, bajamos de los carruajes y entramos en la gran sala. Allí, sobre la mesa más larga que yo había visto, había un festín: cuencos de aceitunas y frutas, toda clase de panes, dos jabalíes asados con las mandíbulas abiertas con naranjas, aves asadas rellenas y mariscos, incluidos los suculentos cangrejos. También había mucho vino: el Lachrima Christi, las lágrimas de Cristo, hecho con uvas griegas cultivadas en las fértiles laderas del Vesubio. Alfonso y yo bebimos el nuestro mezclado con agua. La sala estaba adornada con infinidad de flores; las grandes columnas de mármol envueltas con brocado de oro y ribetes de terciopelo azul, a los que estaban sujetos ramos de rosas color sangre.
Nuestra madre, donna Trusia, estaba allí para saludarnos; corrimos hacia ella. Al viejo Ferrante le gustaba y no le importaba un ardite que ella le hubiese dado dos hijos a mi padre sin haber contraído matrimonio. Como siempre, nos saludó a cada uno con un beso en los labios y un afectuoso abrazo; yo creía que era la mujer más hermosa de todas las allí presentes. Resplandecía; una inocente diosa de cabellos dorados en medio de una bandada de cuervos. Como su hijo, era buena por naturaleza, y pasaba sus días sin que le preocuparan las ventajas políticas que podía conseguir; solo le interesaba el amor y el consuelo que podía dar. Se sentó entre Alfonso y yo, mientras Isabel se sentaba a mi derecha.
Ferrante presidía el festín desde la cabecera. A lo lejos detrás de él se alzaba la gran arcada que conducía a la sala del trono, y después a sus aposentos privados. Sobre el trono colgaba un enorme tapiz con la insignia real de Nápoles: lirios dorados sobre un fondo azul oscuro, un legado de la flor de lis de los tiempos del gobierno angevino.
Aquel día, aquella arcada despertó en mí una fascinación especial; aquella arcada sería mi pasaje al descubrimiento.
Cuando acabó el banquete, entraron los músicos y comenzó el baile, que el viejo rey siguió desde un trono. Sin siquiera dirigirnos una mirada de reojo, mi padre cogió la mano de mi madre y se la llevó a bailar. Aproveché esa distracción para escaloparme de la poco atenta mirada de Isabel y le hice una confesión a mi hermano.
– Voy a buscar a los muertos de Ferrante -le dije.
Pretendía entrar en los aposentos privados del rey sin su permiso, una imperdonable violación del protocolo incluso para un miembro de la familia. Para un extraño, sería considerado como una traición.
Por encima de su copa, Alfonso me miró con los ojos muy abiertos.
– Sancha, no lo hagas. Si te atrapan, quién sabe lo que padre hará.
Pero yo había estado luchando contra una curiosidad insoportable durante días, y ya no podía seguir reprimiéndola. Había oído cómo una de las criadas decía a doña Esmeralda, mi niñera y ávida coleccionista de chismes sobre la realeza, que era verdad: el viejo tenía una «cámara de los muertos» secreta, que visitaba con regularidad. La criada había recibido la orden de quitar el polvo de los cuerpos y barrer el suelo. Hasta entonces había creído, junto con el resto de la familia, que se trataba de un rumor propagado por los enemigos de mi abuelo.
Yo era conocida por mi atrevimiento. A diferencia de mi hermano menor, que solo deseaba complacer a sus mayores, yo había cometido numerosas travesuras infantiles. En una ocasión trepé a un árbol para espiar a unos parientes mientras realizaban el acto marital; la consumación de ese noble matrimonio al que asistían el rey y el obispo, y ambos me vieron mirando a través de la ventana. En otra ocasión llevé sapos escondidos en el corpiño y los solté en la mesa durante un banquete real. Y una vez, en represalia por un castigo, robé una jarra de aceite de oliva de la cocina y vacié el contenido en el umbral del dormitorio de mi padre. Lo que preocupó a mis padres no fue tanto el aceite de oliva sino que, a la edad de diez años, utilizara mis mejores joyas para sobornar al guardia y hacer que se marchase.