Esto animó a Ferrandino a trazar planes para reunirse con sus fuerzas acampadas, al mando del capitán don Inaco d'Avalos en la isla de Ischia en la bahía de Nápoles. Ischia estaba a poca distancia de la costa de la ciudad, y permitiría al rey lanzar ataques a tierra firme.
Yo estaba decidida a ir con él, y Jofre no se atrevió a protestar. Mi optimismo era tal que esperaba estar de regreso en casa, triunfantes, en cuestión de días. Alfonso también decidió ir a Ischia, por si hacía falta su capacidad como soldado. Francisco y Federico decidieron permanecer en Sicilia hasta la liberación de Nápoles.
La noche anterior a que emprendiésemos el viaje, visité a donna Trusia. Nos sentamos juntas en su pequeña antecámara mientras mi padre permanecía en su silla en la oscuridad de su imaginaria sala del trono y miraba las luces que se reflejaban en las oscuras aguas de la bahía de Mesina.
– Ven con nosotros -la urgí-. Alfonso y yo te echamos de menos. Aquí ya no hay nada para ti; padre ni siquiera sabe quiénes lo rodean. Podemos contratar criados para que lo atiendan.
Con una expresión triste, sacudió la cabeza, y luego la agachó mientras miraba sus pálidas y gráciles manos, entrelazadas en su regazo.
– Yo también os he echado de menos. Pero no puedo dejarlo. Tú no lo comprendes, Sancha.
– Tienes razón -asentí. Estaba furiosa con mi padre, por el hechizo que ejercía sobre ella, por el hecho de que, incluso loco y al parecer indefenso, fuera capaz de hacer desdichada a una persona tan buena-. No lo entiendo. Ha traicionado a su familia y a su pueblo, sin embargo, tú permaneces leal a él. Tus hijos te adoran, y harían todo lo posible para hacerte feliz; él no puede provocarte más que dolor. -Titubeé y luego, con profunda emoción, formulé la pregunta que me había preocupado durante toda mi vida-: ¿Cómo has podido amar alguna vez a un hombre tan cruel?
Trusia alzó la barbilla al escucharme, y me miró fijamente; su voz tenía un rastro de indignación, y comprendí que la profundidad de su amor por mi padre trascendía todo lo demás.
– Hablas como si hubiese tenido otra alternativa -respondió.
Llegamos a Ischia en la plenitud de la primavera; la isla era redonda y escarpada, cubierta de olivos, fragantes viñedos y una multitud de flores que la había hecho merecedora del apodo de «la isla verde». El paisaje estaba dominado por el monte Epomeo que entraba en erupción cada pocos siglos, y mantenía la tierra oscura y fértil.
Jofre, Alfonso y yo nos quedamos con Ferrandino en la aislada fortaleza unida a la isla principal por un puente construido por mi bisabuelo, Alfonso el Magnánimo. Había poco que hacer mientras abril daba paso a mayo, y luego mayo a junio, salvo rezar (con poca fe) por nuestro ejército mientras hacían incursiones en tierra firme. Las campañas iban bien: nuestras bajas eran pocas, porque ahora teníamos el apoyo de los barones además del de la Santa Liga. Los franceses estaban desmoralizados.
Jofre y Alfonso no fueron llamados al combate; sospecho que para ellos supuso una gran desilusión, pero para mí fue un alivio. De nuevo los tres nos convertimos en inseparables; comíamos juntos, visitábamos las pequeñas ciudades -Ischia y Sant'Angelo- y las fuentes de aguas termales, que tenían la fama de ser beneficiosas para la salud.
Cada mañana, paseaba sola por la playa de arena fina y miraba a través de las tranquilas aguas de la bahía. En los días claros, se veía la costa curva de Nápoles; el Vesubio se alzaba como un faro, y alcanzaba a divisar el Castel dell'Ovo, como un pequeño punto oscuro. Me quedaba allí tanto tiempo que acabé bronceada; doña Esmeralda a menudo venía a buscarme, para reñirme y obligarme a que me tapase la cabeza con un chal.
En los días de niebla, también salía, y como mi padre, buscaba inútilmente un atisbo del Vesubio.
En Squillace había creído que sentía nostalgia; pero entonces, tenía un hogar seguro al que regresar. Ahora no sabía si el palacio donde había pasado mi niñez seguía en pie. Añoraba Santa Clara y la catedral como si fuesen seres queridos y temía por su seguridad. Pensaba en los hermosos barcos en la bahía con sus brillantes velas, en los jardines de los patios que -si no los habían destrozado- estarían ahora floridos, y me dolía el corazón.
Ferrandino se reunía a todas horas con sus consejeros militares. Apenas lo vimos hasta el mes de julio, cuando mi esposo, mi hermano y yo fuimos llamados a su despacho.
Estaba sentado a su mesa; a su lado se encontraba su capitán, don Inaco, y adiviné por las amplias y satisfechas sonrisas de sus rostros qué noticia estaba el rey a punto de compartir con nosotros.
Ferrandino apenas podía contenerse; incluso antes de acabar con los saludos, dijo, con el tono más alegre que jamás había escuchado:
– Preparad vuestros equipajes, altezas.
– El mío nunca lo deshice -respondí.
Verano de1495-finales de primaverade 1496
Capítulo 9
Nuestro viaje a través de la bahía de Nápoles fue rápido. Tardaron más tiempo los sirvientes en cargar las naves con nuestras pertenencias y provisiones que el que empleamos en navegar desde Ischia a la bahía de Santa Lucía.
El séquito real, formado por su majestad Ferrandino, su prometida, Juana, Jofre, Alfonso, y yo, subimos a bordo de muy buen humor. Mientras la nave zarpaba, Alfonso mandó traer vino y copas, y brindamos una y otra vez por el rey, la casa de Aragón y la ciudad a la que regresábamos. Aquellos fueron los momentos más felices de mi vida; creo que también lo fueron para Ferrandino, pues sus ojos nunca habían estado tan brillantes, ni su sonrisa tan amplia. En un impetuoso instante, sujetó a Juana por la cintura, la atrajo hacia él y la besó apasionadamente, para gran deleite de nuestra asamblea que los aplaudía.
Jofre se burló del predicador Savonarola y de sus negras predicciones acerca de que Carlos VIII traería el fin del mundo.
– Mi padre, Su Santidad, ha ordenado a Savonarola que vaya a Roma y defienda su visión del Apocalipsis, que parecía haber sido un tanto prematura. Savonarola, como el cobarde que es, alega estar enfermo y dice que no puede hacer el viaje.
Nos reímos a mandíbula batiente cuando Jofre propuso un nuevo brindis:
– Por que Savonarola continúe enfermo.
Me alegré de que Esmeralda estuviese bajo cubierta y no pudiera escuchar los insultos al sacerdote que tanto reverenciaba.
A medida que nos acercábamos a la costa napolitana, el silencio se apoderó de nosotros. El Vesubio, que durante nuestro exilio había llegado a representar para mí el faro de la esperanza, aún mantenía su vigilia sobre la ciudad; pero su oscuro púrpura era la única nota de color en el antaño verdeante paisaje que ahora estaba reducido a cenizas. Los campos, las laderas, todo lo que debería estar cubierto con flores, brillante con las cosechas maduras, era negro, como si la gran montaña hubiese entrado de nuevo en erupción.
Solo Ferrandino mantenía la sonrisa; había visto antes esa devastación, en las incursiones con sus capitanes.
– No os desesperéis -nos dijo-. Los franceses pueden haberse asegurado de que no tengamos cosechas esta estación, pero los incendios que han provocado enriquecerán el suelo, y darán con mayor abundancia el año próximo.
A pesar de sus palabras, el resto de nosotros permaneció callado e inquieto. Mientras fondeábamos en la bahía junto a los carbonizados esqueletos de las naves, el Castel dell'Ovo -con su sólida y vieja piedra sin marcas- era una visión reconfortante. Miré con ansia hacia la ciudad, más allá de los muros destrozados por la guerra, y sujeté esperanzada el brazo de Alfonso.