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– ¡Mira! -grité-. ¡La iglesia de Santa Clara aún está en pie! ¡También la catedral! -Era verdad; a pesar de las llamas que había visto emerger de su interior, el exterior estaba casi limpio, excepto por algunas manchas de hollín. La catedral no parecía haber sufrido ningún daño.

Pero mientras nuestra pequeña familia íbamos en un carruaje, en dirección al Castel Nuovo, luché por ocultar mi dolor y mi odio; en eso no estaba sola. Incluso la expresión de Ferrandino se había vuelto grave; Juana luchaba por contener las lágrimas, y Alfonso mantenía el rostro vuelto hacia la ventanilla.

Desde la bahía hasta nuestro destino el viaje era corto; pero incluso aquella corta distancia nos permitió ver algo de la destrucción causada por los franceses. Palacio tras palacio, viviendas plebeyas, todo había sido incendiado o reducido a escombros a cañonazos. La armería, en otro tiempo colmada de cañones y soldados, protegida por un doble muro, no era más que un montón de piedras ennegrecidas rematadas con cadáveres que se pudrían entre las piedras.

Juana se tapó la nariz. Yo también noté que, junto con el habitual aroma de agua salada que tanto amaba, la bahía ahora desprendía un sutil pero espantoso hedor: el de la carne en descomposición. Por lo visto, era más fácil librarse de los muertos arrojándolos a las olas que sepultándolos en la tierra.

Los muros que rodeaban el Castel Nuovo mostraban la irregular y serrada sonrisa de un loco.

– No importa -dijo Ferrandino, y señaló a lo alto-. Mirad quién nos saluda.

Miré hacia lo alto, y por primera vez desde mi llegada a Nápoles, sonreí; el arco triunfal de Alfonso I se mantenía orgulloso y sin marcas, y nuestro carruaje pasó por debajo, ante los guardias que mantenían la reja abierta para nuestra entrada.

En el patio interior, ahora convertido en un montón de tierra pisoteada sin vegetación, un capitán dejó a su pelotón y salió a nuestro encuentro. Se apresuró a abrir la portezuela, y se inclinó.

– Bienvenido, majestad -saludó mientras ayudaba a bajar a Ferrandino-. Debemos disculparnos por el estado del palacio real. Habíamos confiado en tenerlo preparado para vuestra llegada, pero por desdicha, han matado a la mayoría de los sirvientes que trabajaban aquí. Nos hemos visto forzados a reclutar a plebeyos sin preparación y a nobles empobrecidos, y han sido lentos en reparar los daños.

– No tiene importancia -respondió Ferrandino-. Nos sentimos felices de encontrarnos en casa.

Pero la tímida felicidad que sentí tras pasar por las grandes puertas no tardó en desaparecer. El capitán nos llevó a la sala del trono, donde el senescal se reuniría con el rey para hablar de los planes de restauración del palacio y ocuparse de la hambruna del pueblo. Pasamos por pasillos marcados por los duelos a espada y oscurecidos por manchas de sangre. Los retratos de nuestros antepasados habían sido arrancados de sus marcos y destrozados; habían robado los marcos dorados, y los restos de las pinturas aparecían desparramados por los suelos. Las estatuas, las alfombras, los tapices, los candelabros; todas las cosas que había conocido desde la niñez, y creído permanentes, como eterno era el derecho de mi familia a la Corona, habían sido robadas. Caminábamos sobre suelos desnudos, pasábamos junto a paredes vacías.

– Se lo han llevado todo -se lamentó Juana, con profundo pesar-. Todo.

El tono de Ferrandino fue de una dureza sorprendente.

– Así es la guerra. No se puede hacer nada; quejarse es inútil.

Ella guardó silencio, pero el odio en sus ojos no disminuyó.

En la alcoba donde había matado al guardia traidor, la sangre aún manchaba el suelo y las paredes; las huellas de mi acto criminal no habían sido limpiadas.

Nuestra llegada a la sala del trono solo aumentó mi resentimiento. Las ventanas que daban a la bahía aparecían rotas; los afilados trozos de cristales estaban esparcidos por el suelo; había botellas de vino rotas en todos los rincones. Unas campesinas barrían los cristales a toda prisa.

– Su majestad, el rey Ferrandino -anunció el capitán.

Las mujeres detuvieron su trabajo, tan atónitas de ver al monarca con sus cortesanos que una de ellas se persignó en vez de inclinarse. Otra sirvienta arrodillada en el escalón superior que llevaba al trono, y que estaba frotando el asiento desnudo con un paño, se volvió desde la cintura y se inclinó lo mejor que pudo. La gran silla había sido golpeada con sables; profundas huellas marcaban los brazos y las patas.

El cojín del trono estaba a un lado en el suelo; lo habían rajado y manchado con un líquido oscuro que en un primer momento creí que era sangre. Me acerqué para ver qué era y retrocedí ante el olor de orina.

– Majestad, altezas -dijo la criada-. Perdonadme. Había tantas cosas que limpiar… los franceses cometieron actos horribles en todas partes del palacio antes de escapar. Incluso mancillaron el trono.

– El único modo de que los franceses hubiesen mancillado nuestro trono -repliqué en el acto-, hubiese sido que el rey Carlos hubiese sentado en él su asqueroso trasero.

Al escucharme, todos en nuestra compañía se rieron, aunque había poco humor en aquellas risas.

Las puertas del despacho del rey estaban abiertas; en el interior, la gran mesa de Ferrante se había convertido en una montaña de astillas, y los restos sin usar estaban apilados junto a la chimenea. Unas pocas sillas rústicas, confiscadas de la casa de un plebeyo, reemplazaban las finas piezas que una vez habían adornado la habitación. El senescal esperaba allí.

– Me disculpo por las condiciones, majestad. Pasará algún tiempo antes de que podamos importar el mobiliario adecuado.

– No tiene importancia -contestó Ferrandino; luego entró para mantener su reunión.

El resto de nosotros fuimos a nuestras viejas habitaciones donde ya habían llevado los equipajes; no tenía la menor esperanza de que quedasen los muebles. Me llevé una sorpresa al ver a doña Esmeralda -que había navegado en el mismo barco con nosotros, pero viajado en otro carruaje con las demás damas de compañía- sentada en el suelo de mi alcoba, con las faldas aplastadas a su alrededor y una expresión de odio en su rostro.

– Tu cama -dijo, furiosa-. Tu preciosa cama. Esos cabrones le prendieron fuego; todo el techo está manchado con humo.

Me quedé asombrada, porque nunca la había escuchado utilizar tal lenguaje. Pero a su marido lo habían matado mientras luchaba contra los angevinos; hombres de descendencia francesa, y sin duda a sus ojos en nada diferentes a aquellos que habían marchado con Carlos.

– No tiene importancia -manifesté como un eco de Ferrandino-. No tiene importancia, porque esos cabrones se han ido, y nosotros estamos aquí.

Me quedé en Nápoles. Los primeros meses fueron difíciles. La comida era escasa y, dado el coste de la reconstrucción, el senescal no nos permitía importar vino o comida; dependíamos en gran medida de los pocos cazadores y pescadores que habían sobrevivido a la guerra. Bebíamos agua, y teníamos que apañarnos sin nuestro habitual grupo de sirvientes; a menudo ayudaba a doña Esmeralda, mi única asistente, a realizar tareas serviles.

Sin embargo cada día traía mejoras, y nos sentíamos llenos de optimismo, sobre todo desde que Ferrandino tenía el apoyo de su pueblo.

Entonces, en un momento de frustración, Jofre, cansado de tantas privaciones, dijo que estaríamos mejor en Squillace. De inmediato solicité una audiencia con Ferrandino, y sin demora recibí permiso para verle.

Para aquel entonces, él ya tenía una mesa -aunque no era tan grande como la de su antecesor- y una silla adecuadas. Estaba de muy buen humor y ahora que el reino se había estabilizado y habían cesado los ocasionales combates, había fijado una fecha para la ceremonia de la coronación oficial y su boda con Juana.