– Una vez dijiste que mi presencia te traía buena suerte -le dije-. ¿Aún lo crees?
Sonrió, y con un leve tono de burla en su voz, respondió:
– Así es.
– Entonces permite que mi marido y yo permanezcamos en Nápoles. Firma un decreto oficial por el que yo no pueda regresar a Squillace a menos que lo requiera una emergencia.
– Te lo dije una vez, Sancha -manifestó con expresión grave-. Puedes pedirme cualquier cosa y lo tendrás. Este es un favor muy pequeño y que te concederé sin vacilar.
– Gracias. -Besé su mano. Creí que por fin había acabado con la despiadada traición de mi padre, y que estaba en mi casa para quedarme.
Mi marido se mostró disgustado por la promesa que había conseguido de Ferrandino, pero carecía del coraje para protestar. Llegó el otoño y con él, según Jofre, una orden papal donde ordenaba al apocalíptico Savonarola que dejase de predicar, un escrito al que el predicador no hizo el menor caso. Llegó el invierno. Para Navidad el Castel Nuovo comenzaba a recuperar su aspecto anterior. Hacíamos lo posible para ayudar a los más castigados por la miseria y la hambruna provocadas por la destrucción ordenada por Carlos de la cosecha de aquel año; en cuanto a nosotros, la realeza, disfrutamos de nuestra primera fiesta para celebrar la Navidad.
Para entonces, doña Esmeralda y yo dormíamos en una cama de verdad, y las ventanas del palacio habían sido reparadas o cubiertas con gruesas telas para impedir el paso del aire helado. Adormilada después del banquete, había ido a acostarme cuando Esmeralda me llamó desde la antecámara.
– ¡Doña Sancha! ¡Donna Trusia está aquí!
– ¿Qué? -Me senté, atontada por el sueño. Por un momento, el anunció pareció muy naturaclass="underline" era Navidad, y mi madre había venido a visitar a sus hijos, como había hecho todas las fiestas. Me había olvidado de que se había marchado a Sicilia; incluso me había olvidado de la rebelión, y de los franceses-. ¿Qué? -repetí, esta vez sobresaltada, a medida que recuperaba la conciencia. Me cubrí los hombros con un chal y salí a la antecámara.
Instantes antes de ver a mi madre, confié que hubiese recuperado el sentido común y hubiera aceptado mi oferta de volver a vivir en Nápoles. Se me partía el corazón al pensar en ella, aislada del mundo, atrapada con un hombre que quizá la amaba a su torturada manera, pero que nunca había sabido cómo demostrar ese amor; ahora que se había vuelto loco, ni siquiera se daba cuenta de su presencia.
Una mirada a donna Trusia arrancó de mí una exclamación de horror. Esperaba ver a una sonriente y radiante belleza; en cambio, de pie junto a la puerta, acompañada por doña Esmeralda, había una vieja vestida de negro. Incluso sus cabellos dorados estaban cubiertos con un velo, como el sol tapado por nubes de tormenta. Se la veía frágil, consumida, con una palidez cenicienta y sombras grises debajo de los ojos. Era como si toda la desdicha y el dolor de mi padre se hubiesen transferido a ella, para robarle la alegría y la belleza que habían sido suyas.
Mi madre se dejó caer en la silla más cercana y habló a Esmeralda sin mirarnos a ninguna de las dos.
– Ve a buscar a mi hijo.
Aparte de eso, no dijo nada más; no necesitaba hacerlo, porque supe de inmediato qué había ocurrido. Acerqué una silla a la de ella, y le cogí la mano; ella agachó la cabeza, poco dispuesta a devolverme la mirada. Esperamos en silencio. Noté un dolor que me oprimía en la base de la garganta, pero no me permití llorar.
Al cabo de un rato, apareció Alfonso. El también miró a nuestra madre y comprendió en el acto qué había sucedido.
– ¿Ha muerto? -susurró.
Trusia asintió. Mi hermano se arrodilló ante ella y abrazó sus faldas, la cabeza apoyada en su regazo. Ella le acarició los cabellos; yo la miré, como a una extraña, porque mi mayor pena no era la muerte de mi padre, sino el sufrimiento que provocaba en las dos personas a las que más amaba.
Al cabo de unos minutos, Alfonso alzó la cabeza.
– ¿Estaba enfermo?
Mi madre se llevó la mano a la boca y sacudió la cabeza; por un largo momento, no pudo hablar. Cuando consiguió recuperarse un poco, apartó la mano, y con un tono que parecía ensayado, comenzó su relato:
– Fue hace tres semanas… parecía haber recuperado la cordura, a darse cuenta de lo ocurrido; pero entonces dejó de dormir y reapareció la locura peor que antes. Estaba furioso, inquieto, a menudo se paseaba como una fiera y gritaba, incluso cuando estaba solo en su habitación preferida. Recordaréis la habitación, aquella con la gran silla y el candelabro encima.
»Aquella noche -continuó, con creciente dificultad-, me despertó un fuerte sonido chirriante que llegaba de la habitación de Alfonso. Temí que se hubiese hecho daño, así que corrí a verlo de inmediato. Me llevé una vela, dado que él siempre estaba sentado en la oscuridad.
»Lo encontré empujando la silla a través de la habitación y cuando le pregunté por qué lo hacía, me respondió enojado: "Me he cansado de la vista". ¿Qué otra cosa podía hacer? -Hizo una pausa, dominada por un súbito remordimiento-. Los sirvientes estaban todos dormidos, así que dejé la vela y lo ayudé lo mejor que pude. Cuando se dio por satisfecho, lo dejé en la oscuridad.
»Me volví a la cama con una extraña agitación. No podía dormir, y solo unos momentos más tarde, escuché otro sonido; este no tan fuerte, pero había algo en… algo que me hizo saber de inmediato… -Se llevó las manos al rostro y agachó la cabeza bajo el peso del recuerdo.
A partir de aquel momento, ella solo pudo hablar a trompicones, así que este es un resumen de lo que relató.
Mi padre había llevado una segunda silla, mucho más liviana que la que utilizaba como un imaginario trono, y la colocó debajo del pesado candelabro de hierro forjado colgado del techo; entonces se subió al asiento. Se había hecho con un trozo de cuerda; la anudó el fajín real, donde llevaba las alhajas y las medallas conseguidas por sus victorias en Otranto.
Anudó la cuerda a un brazo del candelabro y se pasó el fajín alrededor del cuello.
El sonido que había oído mi madre era el de la silla más ligera que había caído.
A menudo, el corazón sabe cosas antes de que la mente las deduzca; el impacto de la madera contra el mármol provocó en Trusia tanta alarma que corrió, sin chal ni vela, a la habitación de mi padre.
Allí, a la débil luz de las estrellas y del faro de la bahía de Mesina, vio la sombra oscura del cuerpo de su amante, que se balanceaba lentamente colgado del fajín.
Sin expresión alguna, sin tono, mi madre afirmó:
– Ahora ya nunca tendré descanso, porque sé que sufre en el infierno. Está en el bosque de los Suicidas, donde moran las arpías, porque se colgó en su propia casa.
Todavía arrodillado delante de ella, Alfonso le sujetó las manos.
– Dante es pura alegoría, madre. En el peor de los casos, padre está en el purgatorio, porque no sabía lo que hacía. Ni siquiera sabía que estaba en Mesina cuando hablé con él. Ningún hombre podría condenar a otro por un acto inconsciente; y Dios es más compasivo y sabio que cualquier hombre.
Mi madre lo miró con una expresión de patética esperanza, y luego se volvió hacia mí.
– Sancha, ¿crees que es posible?
– Por supuesto -mentí. Pero si uno creía en Dante, el rey Alfonso II estaría ahora mismo en el séptimo círculo del Infierno, en el río de sangre donde hierven las almas de aquellos «tiranos que negocian en sangre y saqueo». Si había alguna justicia, estaría atrapado junto a su señor, Ferrante, torturador, creador del museo de los muertos.
Había otro lugar al que pertenecía; en los más profundos abismos del Infierno, en las fauces de Satanás, el lugar reservado para los grandes traidores. Porque él no había traicionado solo a su familia, sino a todo su pueblo. Allí no había azufre, fuego, ni calor; solo el más terrible de los fríos, cruel y amargo.
Frío como el corazón de mi padre, frío como la mirada que tan a menudo había visto en sus ojos.