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Ella se acercó en un caballo blanco, mientras todos los demás miembros de su larga comitiva montaban en caballos negros o alazanes. Sus asistentes vestían con brocado rojo y oro, y ella llevaba una túnica de resplandeciente satén blanco y un corsé de brocado de oro recamado con perlas. En la cabeza una redecilla de oro salpicada con diamantes, y alrededor de la garganta un collar hecho con un gran rubí rodeado por más diamantes.

Cabalgó hasta su hermano. Los tres -Jofre, Lucrecia y yo- desmontamos, y ella le dedicó una sonrisa y le dio un beso de bienvenida. Luego se volvió hacia mí.

Según me había contado Jofre la habían escogido para recibirnos porque ocupaba un lugar especial en los corazones del pueblo de Roma. Para ellos, era como la Virgen María: gentil y pura, imbuida con un amor especial por sus súbditos. Incluso su nombre simbolizaba castidad y honor: había sido bautizada con el nombre de aquella Lucrecia de la antigua Roma que, después de haber sido violada por los enemigos de su esposo, escogió el suicidio para no tener que vivir con la vergüenza como única compañera.

Detrás de los pálidos labios curvados hacia arriba, detrás de la gentileza que desprendía la mirada de Lucrecia, vi en el acto celos ocultos, y una poderosa inteligencia. De inmediato creí todas las historias que había oído acerca de la astucia y la malicia del papa Alejandro, porque allí estaban, reflejadas en su hija.

Su físico desmentía su reputación: no era ninguna belleza; aunque su porte mostraba tal orgullo y confianza que la hacía parecer atractiva desde la distancia. El rostro era vulgar como el de Jofre, con la barbilla débil y una gran papada; los ojos grandes y de un tono gris desvaído. El pelo, como el de su hermano menor, era de un dorado cobrizo claro, y para la ocasión lo llevaba peinado con mucho esmero en rizos que caían sueltos sobre sus hombros y por su espalda, al estilo de las mujeres solteras.

Bien podría haberlo sido. Jofre había compartido conmigo los cotilleos familiares: el marido de Lucrecia, el conde Giovanni Sforza de Milán, había aprovechado todas las oportunidades posibles desde el matrimonio para eludir a su esposa. En ese momento, estaba atrincherado en su finca de Pesaro, y se negaba a contestar todas las llamadas del Papa para que regresara junto a su esposa, para gran vergüenza de Lucrecia. Eso me asombró; y cuando le pregunté a Jofre: «¿Por qué no quiere vivir con ella?», mi esposo -por lo general muy ingenuo y directo en otros asuntos- solo respondió: «Tiene miedo».

Yo supuse que era miedo a la ira del papa Alejandro. Milán, ciudad del ducado Sforza, había llegado a un acuerdo con los franceses para protegerse: los gobernantes de la región no eran amigos de Nápoles. El miedo de Sforza sin duda respondía a un justo castigo político.

Sin embargo, cuando lo pensé mejor, recordé que Sforza había abandonado a Lucrecia mucho antes de que el rey Carlos hubiese soñado con poner pie en Italia. Por lo tanto, ¿acaso despreciaba a su esposa?

Aquella mañana en la plaza, la expresión de Lucrecia, cauta, agradable y apropiada para la ocasión, no ofrecía ninguna pista.

– Hermana -dijo, lo bastante alto para que la escuchase la multitud, pero con la suavidad suficiente para ser considerada discreta-, bienvenida a tu casa.

Nos abrazamos con toda solemnidad, nos besamos en las mejillas la una a la otra, y me cogió de los brazos de una manera que me mantenía firme en mi lugar, e impedía que me acercase demasiado a ella. En el mismo instante en que se apartó, capté un destello del más intenso odio.

Lucrecia, la querida señora de Roma, nos llevó a través de la plaza y al interior del Vaticano hasta la magnífica sala donde el papa Alejandro estaba sentado en su trono dorado, con los más poderosos cardenales de Italia a su alrededor. El parecido de Lucrecia con él era notable: tenía la barbilla débil, la piel floja formaba pliegues por debajo (porque había entrado en la sexta década de su vida), y los ojos eran de la misma forma y tamaño, pero de color castaño. La nariz era más prominente, y el pelo gris, estaba afeitado en la tonsura del monje; la zona calva de su cabeza estaba cubierta con un capelo blanco, y una gran cruz de oro, resplandeciente con diamantes, colgaba alrededor de su cuello y descansaba justo por encima de la barriga; en el dedo llevaba el anillo de rubí de Pedro. Proyectaba una aureola de poder físico, porque su pecho y sus hombros eran anchos y musculosos, el rostro brillante de vida.

Cuando entramos, gritó como un novio enamorado:

– ¡Jofre, hijo mío! ¡Sancha, hija mía! ¡Así que es verdad, eres tan bella como las cartas de Jofre afirmaban! ¡Eres mucho más hermosa de lo que las pobres palabras pueden transmitir! ¡Mirad! -Le hizo un gesto a la asamblea-. ¡Sus ojos son verdes como las esmeraldas!

No vacilé. Estaba acostumbrada a los jefes de Estado, no me acobardaba el protocolo. Me adelanté sin esperar a mi marido y subí la escalera hasta el trono, donde me arrodillé y besé el pie del pontífice calzado con una zapatilla de satén, como exigía el ritual. Algunos segundos más tarde, advertí que Jofre se arrodillaba a mi lado.

Alejandro se mostró complacido por mi abierta muestra de reverencia, mi falta de timidez. Apoyó una mano grande y fresca sobre mi cabeza para bendecirme, y luego señaló un cojín de terciopelo rojo colocado en el escalón de mármol a la izquierda de su trono.

Capítulo 11

Después de la recepción oficial, Jofre y yo, junto con nuestro séquito y equipaje, fuimos llevados al palacio de Santa María en Pórtico, junto al Vaticano. Era una grácil estructura con grandes ventanas en arco que dejaban entrar el sol romano, y que había sido construida para servir de alojamiento al séquito femenino del papa Alejandro. En la planta principal había una logia que daba a los vastos jardines; Alejandro no había reparado en gastos para sus mujeres. Lucrecia vivía allí, y también la joven amante de Alejandro, Julia Orsini, y su madura sobrina, Adriana, que le procuraba sus amantes. Otras bellezas que captaban el interés de Su Santidad se alojaban allí de vez en cuando; mi corazón no me daba respiro al ver que me conducían a ese edificio, a sabiendas de su reputación, incluso si Jofre me acompañaba.

Me sentí todavía más preocupada al descubrir que el dormitorio de mi marido se hallaba en otra ala del palacio, más cerca de las habitaciones de Lucrecia y de Julia. En circunstancias normales, una esposa no se hubiese preocupado tanto al verse alojada cerca de otras de su mismo sexo; excepto por el hecho de que Alejandro parecía tener una peculiar afición por las mujeres casadas. Incluso la muy hermosa Julia Farnese no despertó en él la pasión suficiente para llevarla al Vaticano; hasta que la casó con el hijo de su sobrina Adriana, el desdichado y redundantemente llamado Orsino Orsini. Su Santidad sentía un placer especial al violar la santidad de los matrimonios de otros hombres.

Por consiguiente, cuando Jofre y yo nos separamos para ir cada uno a nuestras respectivas habitaciones, me detuve y apoyé una mano en su todavía suave mejilla de adolescente. Él me miró, con una amplia sonrisa, sonrojado por la excitación de su gran regreso a su ciudad natal. Tenía quince años, ahora era de mi misma estatura, con el pelo largo y rizado; mientras apoyaba mi mano en su cálida mejilla, me juré que nunca permitiría que su padre lo convirtiese en un cornudo.

Al mismo tiempo, recé para no volver a ver nunca más a aquel sorprendente joven cardenal cuya mirada había despertado semejante ola de pasión en mí.

Como todas las demás, fue una súplica a la que Dios no quiso atender.

Descansamos un rato después de nuestro viaje. Lo intenté pero no pude dormir, aunque la cama, con sus cojines de brocado y terciopelo, sus sábanas de hilo y las mantas de pieles era suntuosa, mucho mejor que la cama que había tenido en el Castel Nuovo. Los Borgia no eran tímidos a la hora de exhibir su riqueza. Mientras mis damas deshacían el equipaje y colocaban mis pertenencias en la habitación, vi un pequeño libro encuadernado en cuero en la mano de doña Esmeralda. Antes de que pudiese dejarlo, se lo arrebaté, me senté en un cojín y comencé a leer.