El Papa me dejó escapar con una risita.
– Eres tímida, querida. No importa; disfruto de la cacería.
– Santidad, por favor -dije con la mayor sinceridad-. Solo deseo ser la fiel esposa de vuestro hijo. No deseo ser una favorita; y vos podéis escoger entre tantas mujeres…
– Ah, pero ninguna tan hermosa.
– Me siento halagada -repliqué-, pero por favor, dejad que solo sea vuestra leal nuera.
El sonrió con una expresión relamida y asintió, aunque eso no pareció cambiar sus planes para mí. Hizo un amplio gesto.
– Como desees. Continuemos con el recorrido.
Pasamos por las diversas habitaciones, cada una tan gloriosa como la primera, cada una con un tema diferente: la Sala del Credo, la Sala de la Fe, con un gran mural donde aparecía la adoración de los Magos, la Sala de las Sibilas, con pinturas de los profetas del Antiguo Testamento que anunciaban la ira de Dios, acompañados por severas sibilas, las videntes paganas. Nunca había visto tal exhibición de magnificencia y riqueza; en realidad me alegró haber visitado las demás habitaciones antes de ir a cenar, porque así evitaría contemplar mi entorno como una pasmada campesina.
Su Santidad no hizo ningún otro intento de seducirme, y por fin nos reunimos con los demás para la cena en la Sala de las Artes Liberales. Debajo de una pintura de La Aritmética -una mujer rubia vestida con terciopelo verde que sostenía un tomo dorado- el Papa me señaló.
– Tú te sentarás a mi lado.
Mientras me llevaba hacia la larga mesa, cubierta con candelabros y un extraordinario banquete -aves, venado y cordero asados, vino, uvas, quesos y panes-, pasé junto a varios cardenales, todos ellos Borgia, vestidos con las tradicionales túnicas rojas. Observé sus rostros y no encontré a mi apuesto hombre entre ellos.
En la cabecera de la mesa estaba la silla del Papa, más alta y más ornada que las demás; a su derecha se sentaba Lucrecia. La saludé y ella me dedicó un recatado gesto de asentimiento, con sus finos y pequeños labios muy apretados, los ojos entrecerrados para conseguir, con gran astucia, transmitirme solo a mí la intensidad de su desprecio. Jofre no vio estas sutilezas; besó a su hermana y se sentó a su lado.
Mi silla vacía esperaba a la izquierda del Papa; una vez más, me habían colocado en oposición directa a Lucrecia. Me dispuse a ocuparla pero fui detenida en el acto por la mano del Papa, firme y a un tiempo afectuosa, sobre mi hombro.
– ¡Espera! ¡Nuestra querida doña Sancha aún no ha conocido a su nuevo hermano!
Mi mirada siguió el gesto del Papa hacia la silla que estaba junto a la mía. El joven sentado en ella ya se había levantado: un hombre de mi edad. Un hombre extraordinariamente apuesto, con una clásica nariz recta y una fuerte barbilla, cubierta por una espesa barba.
– ¡César! ¡César, besa a tu nueva hermana, Sancha!
Tenía las facciones de su madre y el pelo negro azabache, así que no lo había reconocido como un Borgia. A diferencia de los demás cardenales, se había vestido con la sotana negra de un sacerdote; una de un diseño sencillo pero elegante. La mirada que intercambiamos no fue menos poderosa que la de aquella mañana, cuando le había mirado desde mi asiento junto al trono papal.
Sabía que Jofre tenía un hermano mayor, César, cardenal de Valencia, llamado por algunos Valentino. Sin embargo no había establecido la relación durante la audiencia papal, cuando Jofre había ido a colocarse a su lado.
Nos volvimos el uno hacia el otro y nos dimos el cortés pero familiar abrazo, cada uno sujetó los brazos del otro por encima de los codos. Le ofrecí la mejilla, y me sorprendí cuando él se inclinó para darme un firme y único beso en la frente. La barba era espesa y abundante, la de un hombre, y temblé cuando rozó mi piel.
– Debéis escuchar mi confesión, santidad -dijo, sin desviar la mirada-. Envidio a mi hermano; ha conseguido a una mujer de una notable belleza. -Las corteses risas de los demás celebraron el comentario.
– Eres demasiado amable -murmuré.
Alejandro se sentó -cosa que permitió que todos los demás lo imitasen- y con una sonrisa señaló a César.
– ¿No es ingenioso? -preguntó con sincero amor y orgullo-. Estoy bendecido con los más hermosos e inteligentes hijos de toda la cristiandad; doy gracias a Dios porque cada uno de vosotros esté ahora aquí conmigo y a salvo.
Me había sentido repelida por la incapacidad del Papa de controlar su lujuria; pero ahora vi cómo sus hijos y su hija florecían con sus sentidas alabanzas. Resultaba obvio que Alejandro era un hombre de generosas emociones, a pesar de sus fallos, y me pregunté con una clara nostalgia cómo hubiese sido tener a un padre dotado de tanto afecto y bondad.
Dije y comí poco durante la cena, aunque los demás rieron y hablaron a placer; dediqué mi tiempo a escuchar a César. Recuerdo poco de lo que dijo, pero su voz, sus modales, eran como el terciopelo.
El banquete estaba limitado a la familia, que era muy numerosa; había muchos nombres que retener en la memoria. Yo ya conocía al cardenal Borgia de Monreale, que había sido testigo de la consumación de mi matrimonio con Jofre.
Mucho después de haber salido la luna, el Papa apoyó sus enormes manos sobre la mesa y se levantó; cosa que obligó a todos los demás a hacer lo mismo.
– A la recepción -anunció, con la voz ronca por el vino.
Salimos para ir a la habitación más grande de los aposentos, donde esperaba una pequeña multitud. Al vernos, los músicos comenzaron a tocar los laúdes y las flautas. Aunque no me la habían presentado, identifiqué en el acto a aquella que Roma llamaba La Bella; la infame Julia, con las facciones tan delicadas y blancas como una estatua de mármol, y con los cabellos castaños claros trenzados, recogidos y cubiertos con una redecilla de oro, excepto por los finos rizos que enmarcaban su rostro. Vestía una túnica de seda rosa pálido, con tantos pliegues y de un material tan vaporoso que susurraban con cada movimiento. Sus ojos eran grandes y de párpados gruesos; delataban una extraña vergüenza y timidez para alguien que había conquistado el corazón de un hombre tan poderoso. No advertí ninguna malicia en ella, ninguna pretensión. Había recibido el favor de Su Santidad sin ningún esfuerzo o manipulación de su parte; parecía una niña abrumada por un juguete demasiado magnífico.
Con ella estaba su marido, Orsino Orsini, que era tuerto, porque había perdido un ojo unos años atrás. Orsino era bajo, fornido, de expresión huraña y una actitud resignada. Él y su esposa eran observados con atención por su madre, la sobrina del Papa, Adriana Mila, una robusta matrona con una mirada astuta y el entrecejo siempre fruncido. Adriana era una estratega experta; se había ganado el favor del Papa no solo al procurarle a Julia, sino también al encargarse de criar a Lucrecia en la casa del Papa. Sin duda, nadie criado por esa mujer podía aprender el arte de la confianza.
Había más gente: nobles y sus esposas, miembros de la corte papal, más cardenales y mujeres solas a las que no fui presentada. La fiesta era informal, no era en absoluto a lo que estaba acostumbrada en Nápoles o Squillace, donde Jofre y yo ocupábamos nuestros tronos y a los nobles y sus familias se les asignaban los lugares y se les servía de acuerdo al rango. Trajeron un trono para Su Santidad y lo colocaron donde mejor podía ver el desarrollo de la fiesta, pero por lo demás, todos se movían con total libertad; de vez en cuando se sentaban en un cojín o en una silla cada vez que lo deseaban y los dejaban con la misma tranquilidad, para que lo ocupase otro.