Esto no me preocupó; las costumbres variaban en cada casa real. Pero entonces trajeron una silla para Julia, para que se sentara junto al Papa; él la vio, se le acercó y, delante de toda la gente, la besó sin modestia y luego la invitó a sentarse.
Me sentí un tanto escandalizada. Mi madre era la amante de un príncipe, pero mi padre nunca se habría sentado a su lado o la hubiese besado en un acto público; y allí estábamos, después de todo, en el Vaticano. Me pareció también repugnante que solo unas pocas horas antes, las manos que ahora acariciaban a Julia me hubiesen buscado a mí. Sin embargo, no me permití ninguna reacción; Jofre era mi guía. Él aceptaba el comportamiento de su padre como algo muy natural, así que yo también intenté hacerlo.
Mientras tanto, corría el vino. Tomé el mío mezclado con agua, y solo un par de copas.
– He estado en Nápoles, y conozco algo del lugar -me comentó Lucrecia, muy amable-, pero nunca en Squillace. Dime cómo es. -Como yo, había tenido cuidado con el vino; necesitaba la mente despejada para juzgarme y evaluar la rivalidad entre nosotras.
– Squillace es muy hermoso a su manera. Está en la costa del mar Jónico, y aunque la costa no es panorámica como Nápoles (después de todo, no tiene un Vesubio) la bahía es encantadora. La ciudad tiene muchos artistas, muchos artesanos conocidos por su alfarería y la cerámica.
– ¿No es grande como Nápoles?
– No, desde luego. -Jofre soltó una risita.
César, hasta ese momento silencioso, se sumó a la conversación.
– Pero es igualmente encantador, según me han dicho. El tamaño y la belleza no siempre están relacionados.
Lucrecia ladeó la cabeza; entrecerró un poco los párpados.
– Ah. Hay momentos en que añoro la simplicidad de las provincias; Roma es enorme, y las exigencias de nuestro tiempo tan grandes, que puede ser abrumador. Aun así, tenemos la responsabilidad de impresionar al populacho en todos los actos sociales. Aquí, me temo que a diferencia de Squillace, la gente siempre espera más.
Alcé la barbilla ante el sutil insulto: ¿se refería a mi atuendo, que intencionadamente había elegido discreto, para que ella pudiese destacar más en nuestro primer encuentro? Si era así, no volvería a cometer el mismo error.
– ¡Lucrecia! -llamó el Papa, bastante borracho de tanto vino-. ¡Baila para nosotros! ¡Baila con Sancha! -Tenía un brazo alrededor de Julia; ella se rió cuando Alejandro la atrajo hacia él, hasta quedar nariz contra nariz, y la besó.
Lucrecia me dedicó otra de sus miradas de soslayo un tanto burlonas.
– Por supuesto conocerás la moda española… ¿o no la enseñan en el sur?
– Soy una princesa de la casa de Aragón -respondí, en un tono seco.
Unimos las manos y mientras el Papa palmeaba de vez en cuando con deleite y los músicos interpretaban, realizamos los pasos de una antigua danza castellana.
En aquel momento, me alegré de haber sido criada por mi padre, haber aprendido que los hombres y las mujeres podían comportarse con aparente cortesía, y al mismo tiempo poseer un talento para la duplicidad; intuí que Lucrecia era una de esas personas. Así que, mientras hablábamos cortésmente durante nuestro baile, mantuve mi cerebro alerta. Al final llegó el instante en que Lucrecia erró adrede un paso de la danza, y tendió el pie para que yo tropezase y quedara en ridículo.
Estaba preparada. Quizá tendría que haber sido amable, evitar la traba y fingir que había hecho un movimiento no intencionado; pero la ira y la altivez de mi padre crecieron en mí. Con toda intención descargué mi pie sobre el suyo.
Ella soltó un pequeño grito y se volvió hacia mí con viveza; aunque continuamos con los movimientos, nos miramos como dos oponentes en un duelo.
– ¿Cómo jugaremos a esto, madonna? -pregunté, siempre amable, aunque mi mirada era dura-. No he venido a Roma por mi voluntad; desde luego no para ganarme una enemiga. No deseo otra cosa que ser una buena hermana para ti.
Atenta a aquellos que observaban, sonrió; fue la expresión más fría y aterradora que había visto.
– Tú no eres mi hermana, y nunca serás mi igual. Tenlo en cuenta.
Guardé silencio, sin saber cómo disminuir sus celos.
Durante nuestro baile, aparecieron sirvientes con bandejas de golosinas. Alejandro hizo todo un espectáculo al darle de comer uno a Julia en la boca; luego, ella hizo lo mismo. En el momento en el que acababa nuestro baile y el público aplaudía, Alejandro -con una amplia sonrisa infantil- lanzó una golosina que golpeó a César.
El joven cardenal vestido con la sotana oscura reaccionó con consumada gracia; sonrió sin sorprenderse, la recogió y se la comió con un placer que complació a su risueño padre. Luego Alejandro, con un gesto exagerado, dejó caer otra en el escote de Julia.
Por un instante, la consternación cruzó el rostro de la muchacha. No quería ver estropeado su caro vestido.
Capté la aguda mirada que le dirigió Adriana Mila: era una advertencia, una amenaza.
De inmediato, Julia sonrió, luego se rió con una sinceridad que solo un hombre cegado por el amor hubiese creído. El Papa también se rió, como un colegial travieso, y metió la mano profundamente entre sus níveos pechos; se tomó un tiempo inusitado y movió las cejas con una expresión de deleite calculada para divertir a la multitud.
Los reunidos se desternillaron.
De pronto, Adriana se acercó a Alejandro y le susurró algo al oído; él asintió, luego se volvió hacia Julia y, sujetando su precioso rostro entre sus grandes manos, la besó en los labios y le murmuró algo. Sospeché que se había arreglado una cita, y me pregunté si el rumor que había escuchado era verdad: que el Papa había mandado construir un pasaje entre el palacio de Santa María y el Vaticano, de forma que pudiera visitar en secreto a sus mujeres cada vez que lo deseaba.
Julia asintió, con el rostro brillante, y se marchó con el desdichado Orsino, ambos precedidos por Adriana.
Esa fue una señal para los invitados que no comprendí: de inmediato, una fila de cardenales se formó ante Su Santidad, que se despidieron. La mayoría de los nobles los imitaron.
La noche aún era temprana, pero ahora la fiesta se había reducido a la familia íntima y a las desconocidas mujeres sin compañía, vestidas de forma extravagante.
Putas, comprendí con una súbita incomodidad, incluso antes de que Su Santidad lanzase otra golosina, que penetró en el corpiño de la mujer con más pecho. La puta se rió. Era una joven atractiva, de cabellos dorados, pero había dureza en sus ojos a pesar de la ebriedad. Se inclinó hacia delante para mostrar mejor sus pechos, y medio corrió, con paso tambaleante, hacia Alejandro.
Él la esperaba. En el momento en que los pechos cubiertos de brocado aparecieron ante él, hundió su rostro entre ellos y comenzó a buscar la golosina oculta como un perro que busca un mendrugo caído de la mesa de su amo.
La mujer soltó una risa aguda y lo apretó contra ella con una mano apoyada en su nuca. Por fin, él se apartó, triunfante, con el rostro manchado y la golosina entre sus labios.
La expresión de César era reservada, sin compromiso, mientras miraba su copa. Resultaba obvio que eso era algo a lo que estaba acostumbrado, aunque no lo aprobase.
Miré de inmediato a Jofre; mi joven marido se reía, bastante borracho, y llamó a un sirviente para que le trajese una bandeja de golosinas. Me olvidé de mí misma: fui incapaz de esconder mi desagrado.
Lucrecia lo advirtió en el acto.
– Ah, doña Sancha, eres provinciana. -Para demostrarme que ese no era su caso, cuando trajeron la bandeja, dejó caer una entre sus pechos.
César, con una habilidad que carecía de cualquier indicio de impropiedad, cogió la golosina de inmediato con dos dedos, y la dejó en la bandeja.
– Debes dar tiempo a nuestra nueva hermana -dijo en voz baja, sin ningún reproche- para que nos conozca, y así no se sienta tan sorprendida por nuestras maneras romanas.