En respuesta, Lucrecia se sonrojó hasta las cejas. Dejó su copa sobre la bandeja, cogió la golosina a medio derretir y se la colocó de nuevo entre los pechos.
Sin decir palabra, fue hasta el trono de su padre y le hizo un gesto a la puta -que ahora estaba sentada en el regazo del pontífice y movía las caderas de forma lasciva- para que se marchase.
La mujer lo hizo, tras despedirse del Papa con voz dulce, aunque era claro que lamentaba la intrusión. Lucrecia ocupó su lugar.
Se sentó sobre las rodillas de su padre y apretó su rostro contra sus pequeños pechos; para entonces, Alejandro estaba borracho, pero no tanto como para no advertir que la mujer había cambiado. Mientras él buscaba la golosina con los labios y la lengua, Lucrecia volvió su rostro hacia mí, con los ojos entrecerrados y una expresión de desafío y triunfo.
Me volví con un susurro de faldas y me marché.
Capítulo 12
Esmeralda y un trío de guardias me siguieron hasta la puerta, pero me volví hacia ellos.
– ¡Quiero estar sola! -ordené, con una voz que incluso silenció a la imponente doña Esmeralda. En cualquier otro momento, ella se hubiese negado a permitirme caminar sola por la noche, pero era lo bastante astuta para saber que no estaba de humor para tolerar ninguna discusión. Además, no tenía miedo; siempre llevaba el estilete de Alfonso.
Entré sola en la noche romana. El aire era fresco, la plaza delante de mí estaba oscura; la única luz la daba la luna, resplandeciente en los techos de mármol y en las doradas ventanas de los aposentos de los Borgia a mi espalda. Me recogí las faldas y, con todo el cuidado que pude, bajé la escalera hasta el nivel de la calle; desde allí, giré y me valí del mortecino resplandor que salía de la planta baja del palacio de Santa María para guiarme hasta mi nuevo hogar.
No era una mojigata. Había presenciado escenas de libertinaje en la corte de mi padre, y también por parte de mi propio marido. Las fiestas con cortesanas eran bastante frecuentes. Pero tenían lugar discretamente, con la presencia de solo unos pocos de confianza.
Al parecer, este Papa confiaba en muchos, o quizá nadie se atrevía a hablar. En cualquier caso, estaba claro que el hombre que había escandalizado a la sociedad italiana al abusar de varias mujeres casadas en el jardín de una catedral no había cambiado un ápice desde que había llegado al papado.
Yo podía pasar por alto algo así, aunque había esperado más discreción. También me había convencido, después de que Su Santidad renunciara con tanta facilidad a perseguirme aquella tarde, que solo debería rechazarlo unas pocas veces más y me dejaría en paz.
Incluso me había sentido reconfortada al ver cómo Alejandro mimaba a sus hijos; siempre había anhelado el mismo afecto paternal, y a veces había imaginado cómo hubiese sido mi vida de haber estado mi padre tan bien dispuesto hacia mí.
Pero la extraña mirada triunfante en los ojos de Lucrecia, mientras apretaba el rostro del Papa contra su pecho, me hizo anhelar el hogar que había conocido. No podía ocultar mi repulsión hacia semejante escena entre padre e hija; por un instante, en mi imaginación, mi propio padre tomó el lugar de Alejandro y yo el de Lucrecia. No pude menos que estremecerme al pensar en oprimir mis pechos contra los labios de Alfonso II; imaginar que mi padre borracho me manoseaba. Tan repelente era la imagen que la suprimí en el acto.
Ahora comprendía, demasiado bien, la causa de los celos de Lucrecia… y no tenía nada que ver con que yo pudiese relegarla en la vida social.
Su amor por Alejandro iba más allá del de una hija por su padre. La mirada que me había dirigido era la de una mujer posesiva de su amante, y que desafiaba a su rivaclass="underline" «Olvídalo, es mío».
Su imagen, su joven y blanca carne desnuda, apretada contra el viejo y fofo cuerpo del pontífice, me provocó náuseas; caminé tambaleante por el borde de la plaza, y respiré el aire nocturno cargado con el olor a fango del Tíber cercano, como si de algún modo pudiese limpiarme del recuerdo de lo que acababa de ver.
El instinto me decía que Lucrecia era una criatura depravada y despreciable. Su descarado juego con las golosinas insinuaba una idea monstruosa: que ella concedía a su propio padre -el Papa- favores sexuales.
Respiré lenta y profundamente para calmarme. Era una cínica, demasiado rápida en juzgar. Apartada de la compañía de mi hermano desde hacía poco tiempo, ya estaba pensando lo peor de todos. ¿Por qué no podía ser como Alfonso? Me pregunté: «¿Cómo hubiese reaccionado mi hermano?».
Sin duda estaba en un error, me dije a mí misma. No podía ser que mantuviesen una relación física; era una idea demasiado horrible. Lucrecia sentía hacia su padre ese enamoramiento que a veces sienten las adolescentes, y tenía un fuerte temperamento. Tenía celos de compartir su afecto, y ya estaba obligada a hacerlo con Julia; y ahora llegaba yo, otra mujer que desviaría de ella las atenciones de Alejandro. Lucrecia se había enfadado tanto con mi dura respuesta durante la danza que había perdido el control y había querido escandalizarme todo lo posible.
«Eso es -me dije a mí misma-. Quizá bebió más vino de lo que yo creía. Quizá no estaba tan sobria como parecía.»Este pensamiento me calmó hasta cierto punto; cuando llegué al palacio de Santa María, estaba convencida de que Lucrecia había apelado a esa descarada conducta llevada por una rabieta infantil, y que Alejandro estaba demasiado borracho para comprender que besaba el pecho de su propia hija.
Los guardias me reconocieron en el acto y me permitieron entrar. La logia de la planta baja estaba bien iluminada, pero no así los pasillos del primer piso, por lo que vagué despistada hasta que por fin encontré la entrada de mis habitaciones.
Extendí la mano para abrir la puerta de la antecámara. En el acto, alguien sujetó mi muñeca con una fuerza brutal.
Me volví. A mi lado en las sombras estaba Rodrigo Borgia. Incluso la débil luz no podía ocultar la ordinariez de sus facciones: la barbilla hundida que desaparecía entre los pliegues de carne fofa, la prominente, bulbosa e irregular nariz, los gruesos labios estirados ahora en una mueca lasciva, los párpados entrecerrados por la bebida. Había desaparecido la capa dorada; solo vestía la túnica de satén rojo y un capelo de terciopelo.
«Entonces, es verdad -pensé con un extraño distanciamiento-. Existe un pasaje secreto entre Santa María y el Vaticano.» ¿Cómo si no Su Santidad podría haber dejado la fiesta con tanta rapidez y estar esperándome allí?
A su lado, no podía negar su superioridad física: yo no era una mujer corpulenta, y a diferencia de su hijo Jofre, Rodrigo era un hombre alto, todavía fuerte pese a ser un sesentón. Mi cabeza no llegaba a sus anchos hombros. Sus huesos eran grandes y gruesos, los míos delgados, sus grandes manos podían rodear mi cintura, y podría partirme el cuello con toda facilidad si así lo deseaba.
– Sancha, querida, mi sueño -susurró, al tiempo que me acercaba a él; la presión en mi muñeca aumentó hasta provocarme un fuerte dolor, pero no grité. Sus palabras eran confusas-. He esperado todo el día para este encuentro, toda la noche, no, durante años, desde el primer instante en que te describieron. Pero la guerra nos ha mantenido separados… hasta ahora.
Abrí la boca para replicar. Sin embargo, antes de que pudiese decir una sola palabra, me rodeó con un brazo, apoyó la palma contra mi nuca y forzó mi rostro contra el suyo. Me resistí, pero no sirvió de nada. Me besó, los labios apretados contra mis dientes; el olor de la carne fétida mezclado con el del vino me produjo arcadas.
Me soltó la muñeca y se apartó, su expresión era la de un joven amante que espera ansioso una reacción. Se la di: con todas mis fuerzas descargué una bofetada contra su mejilla. Dio un paso atrás y se tambaleó antes de recuperar un incierto equilibrio. Sus ojos se entrecerraron con sorpresa y furia; se tocó la mejilla dolida, luego bajó la mano y se rió con desprecio.