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– Confías demasiado en tu valor, querida Sancha. Quizá seas una princesa, pero no lo olvides, yo soy el Papa.

– ¡Llamaré a mis sirvientes! -repliqué-. Están al otro lado de la puerta.

– Llámalos. -Sonrió-. Yo los despediré. ¿Crees de verdad que se negarán a obedecerme?

– Me son leales.

– Si lo son, sufrirán por ello -dijo estas palabras en un tono que me sorprendió por su amabilidad.

– ¿Cómo no podéis estar avergonzado? -pregunté-. ¡Soy la esposa de vuestro hijo!

– Eres una mujer. -En su rostro, en su voz, había una súbita dureza, una crueldad que solo había visto antes en los ojos de su hija-. Yo gobierno aquí. Mientras vivas en mi casa, eres de mi propiedad, puedo hacer con ella lo que me plazca.

Para demostrar sus palabras, se movió con una rapidez inusitada para alguien tan bebido, metió una mano en mi escote y me sujetó un pecho con la palma.

– Sancha, cariño mío -dijo, con absoluta petulancia-, ¿soy tan viejo y horrible, que no puedes imaginar amarme? Te adoraría más allá de las palabras; no hay nada que pudiera negarte. No tienes más que decir qué quieres. ¡Solo dilo! Siempre soy bueno con aquellos que me aman.

Antes de que pudiese acabar sus palabras, sujeté su mano y la quité de mi escote. Él, a su vez, me sujetó los brazos y me empujó contra la pared con tanta violencia que me arrancó el aire de los pulmones. Su corpachón me aplastaba; me debatí, descargué puntapiés, pero su fuerza me retenía. Con mis muñecas en sus puños, me forzó a abrir los brazos a la altura de los hombros -en una sórdida parodia del Cristo crucificado- y luego apretó su rostro contra el mío.

Tosí, le escupí, me ahogué cuando forzó su lengua dentro de mi boca. Luego levantó mis muñecas por encima de mi cabeza, y con una de sus mana/as las sujetó contra la pared. Con la otra mano, intentó levantarme las faldas, y se agachó mientras lo hacía. Dada su borrachera, el movimiento lo mareó y se tambaleó.

Aproveché la oportunidad para liberar una mano. En un santiamén, había buscado mi estilete, oculto en el corpiño. Mi intención era asustarlo, nada más. Pero cuando se dio cuenta de que me había soltado y se levantó para sujetarme de nuevo, su mano encontró la punta de la hoja.

Soltó un alarido, y de inmediato se apartó. Para entonces mis ojos se habían adaptado bastante bien a la penumbra, y vi la mano que sostenía en alto, los gruesos dedos abiertos al máximo en abanico. Ambos la miramos con asombro. El estilete le había cortado la palma, un estigma perfecto, y la sangre goteaba por la muñeca. La herida era leve, pero el efecto era impresionante.

Me dirigió una mirada. Vi en ella, con todo su fuego infernal, el odio que solo había atisbado en los ojos de Lucrecia. Soltó un largo siseo. Sin embargo, a pesar de la furia, una segunda emoción aparecía en sus facciones: miedo.

«Es un bravucón pero también un cobarde -fue mi primer pensamiento-, como lo era padre.» Me serví de este conocimiento y avancé, con el estilete empuñado en una actitud de amenaza.

Rodrigo sonrió de pronto, el diplomático borracho; su tono se volvió suplicante mientras se sujetaba la mano herida con la otra.

– Es verdad lo que dicen: no tienes miedo a nada. Oí que mataste a un hombre para salvar al rey de Nápoles.

– Con esta misma arma -afirmé con voz desabrida-. Le rajé la garganta.

– Razón de más para amarte -proclamó, con falso buen humor-. Sin duda, Sancha, no eres una mujer tan tonta como para rechazar semejante oportunidad…

– Lo soy, santidad. Cada vez que vengáis a mí, recibiréis la misma respuesta. -Lo miré furiosa-. Sois un padre que afirma amar a sus hijos. ¿Cómo se sentiría Jofre si nos viese ahora?

Rodrigo agachó la cabeza al escuchar mis palabras, y permaneció en silencio durante unos momentos con un leve tambaleo. Para mi gran asombro, estalló en llanto y se arrodilló.

– Soy un hombre malvado -declaró en tono servil-. Viejo, borracho y tonto. No puedo evitarlo cuando estoy con las mujeres; es la maldición de mi vida. Doña Sancha, no lo comprendes, tu gran belleza me hace perder los sentidos. Pero ahora te has ganado mi respeto, porque no solo eres bella, sino valiente. Perdóname. -Su llanto aumentó-. Perdóname por deshonrarte, y también a mi pobre hijo…

Su remordimiento aunque repentino, parecía sincero. Bajé el estilete y di un paso hacia él.

– Os perdono, santidad. Nunca hablaré de este incidente. Solo evitemos que nunca vuelva a ocurrir.

Él sacudió su gran cabeza.

– Juro que no, madonna. Juro…

Me acerqué con la intención de extender la mano y ayudarlo a levantarse. El se levantó con un movimiento súbito y me asestó un golpe con la cabeza y los hombros que me tumbó sobre el frío suelo de mosaico e hizo volar el arma por el aire. No vi dónde cayó; enredada en mis faldas, luché por levantarme, al comprender mi vulnerabilidad.

Las pesadas faldas y las zapatillas de terciopelo me lo impidieron. La enorme figura de Rodrigo se alzó sobre mí y tendió las manos…

En el mismo instante, apareció una segunda figura, también alta pero más delgada, de armoniosas proporciones, y sujetó uno de los brazos del Papa.

– Padre -dijo César, con voz tranquila, como si estuviese despertando al viejo de una siesta en vez de estar interrumpiendo una violación.

Desorientado, Rodrigo si- volvió hacia su hijo, todavía dispuesto a luchar. Lanzó un puñetazo, pero César, con una fuerza muy superior a la de su padre, sujetó el brazo de este y después se rió como si todo fuese una divertida broma.

– ¡Padre! Habéis bebido demasiado vino; sabéis que si quisierais pegarme, podríais hacerlo sin la menor dificultad cuando estéis sobrio. Venid, Julia ha estado preguntando por vos.

– ¿Julia? -El Papa me miró desconcertado. Había estado muy seguro de sí mismo cuando se me acercó, pero de pronto solo parecía un viejo confuso.

César me señaló con la cabeza.

– A ella no la necesitáis. Pero Julia se pondrá celosa si no vais a verla pronto.

El Papa me miró con expresión ceñuda, y luego se volvió para alejarse por el pasillo. César lo miró por unos instantes; a continuación, seguro de que su padre ya se alejaba, se acercó para arrodillarse a mi lado.

– Doña Sancha, ¿estás herida? -Su preocupación era sincera.

Sacudí la cabeza. Me dolía el hombro y las costillas y tenía las muñecas amoratadas, pero no había sufrido ninguna lesión grave.

– Me ocuparé de que Su Santidad llegue al destino correcto. Me disculpo por él, madonna; está borracho. -Me extendió las manos y me ayudó a levantarme-. Con tu permiso, vendré a verte pronto, para ofrecerte una mejor disculpa. Ahora debo ocuparme de él.

Dicho esto se marchó.

Encontré el estilete en el suelo de mármol y lo guardé en su funda; una vez más, el regalo de mi hermano había demostrado su valor. Cuando entré en mis aposentos, las doncellas me recibieron con los ojos muy abiertos y en silencio; solo cuando me miré en el espejo vi que mis pechos estaban casi fuera del corpiño, mi falda desgarrada, y mis cabellos se habían escapado de la redecilla de oro y caían sobre mis hombros.

César cumplió su promesa. Momentos después de desaparecer detrás de su padre -ni siquiera había pasado el tiempo necesario para que mis doncellas cepillasen mis cabellos alborotados-, sonó una discreta llamada en la puerta de la antecámara.

Me acomodé el corpiño, envié a mis sirvientas a sus habitaciones y fui a abrir la puerta yo misma. Todavía temblaba del esfuerzo físico de la disputa, algo que me molestó sobremanera.

César, con una expresión sobria y también preocupada, esperaba en el pasillo. Lo invité a entrar, y lo hizo, aunque rechazó la invitación a sentarse.

– Doña Sancha, ¿estás totalmente segura de que no has sufrido lesión alguna?

– Lo estoy. -Hice lo posible por imitar su propia dignidad. En realidad, no me importaba tanto la falta que su padre había cometido contra mi persona como lo que podía César pensar de mí.