– Suplico tu perdón -manifestó César, con un toque de pasión en su cauteloso tono-. Su Santidad intenta demasiado a menudo olvidar las enormes preocupaciones del Estado por medio de sumergirse en el vino. Ahora duerme como un bendito. Sospecho que habrá olvidado este episodio cuando llegue la mañana.
«Y tú me aconsejas que yo también lo olvide», pensé decir, pero hubiese sido poco diplomático por mi parte. No tenía más opción que hacerlo; el Papa tenía un poder absoluto sobre mi destino. Podía enviarme, si lo deseaba, a la cárcel en el castillo de Sant'Angelo, por una falsa acusación de traición; incluso podía mandar a uno de sus sicarios para que me asesinara. Agradecí la preocupación de César, porque significaba que ahora tenía un aliado más que el pobre Jofre en la casa de Borgia.
– Hay una prueba física del incidente -le recordé-. Le corté… con un estilete. Tiene la mano herida.
– No debe de ser una herida seria -señaló César-. Yo no la vi, y él no se quejó.
– No lo es. Pero de todos modos dejará una marca.
César lo pensó durante unos momentos; su expresión me recordó la superficie de un lago cuando el agua está como un espejo. Por fin, propuso:
– Entonces, si mi padre no recuerda el incidente, tú y yo acordaremos aquí y ahora que la herida fue el resultado de un encuentro con una de las cortesanas. Le diré que fui testigo, y que la mujer fue castigada con dureza.
Asentí.
César me devolvió el gesto en reconocimiento de nuestra complicidad, y luego se inclinó.
– Con tu permiso, me marcho, madonna.
Se volvió para irse, y a continuación hizo una pausa para mirarme por encima del hombro, de nuevo con aquella intensa mirada de sus ojos oscuros que me incomodaba y emocionaba al mismo tiempo.
– Eres la única mujer que conozco que lo ha rechazado, madonna. Eso requiere gran coraje y determinación.
Bajé la mirada.
– Estoy casada con su hijo. -No era solo una réplica a César, me estaba recordando a mí misma que así era.
El guardó silencio durante un instante.
– Es una pena, madonna, que hayas conocido al menor antes que al mayor. -Aventuró otra mirada; esa vez, se la devolví con toda osadía.
– Una lástima -admití.
Él esbozó una sonrisa, y se marchó.
Capítulo 13
Doña Esmeralda y mis otras damas esperaron una apropiada media hora antes de regresar de la fiesta a mis habitaciones, momento para el cual mis doncellas ya me habían dejado solo con el camisón y desenredado la redecilla de oro de mis cabellos. Habían deshecho los complicados rizos y estaban acabando de cepillarlos cuando entró Esmeralda, aunque quizá los estaba sacudiendo y mi expresión debía de parecer asustadiza. Por supuesto, las doncellas sabían por el desorden de mis prendas y el vestido rasgado que algo grave había ocurrido, pero también eran lo bastante prudentes para ver que no estaba de humor, así que permanecieron en silencio.
Del mismo modo, comprendí al ver cómo se entrecerraban los ojos de la vieja Esmeralda que ella también lo sabía, pero se abstuvo de hacer preguntas. No tenía ningún sentido confiar en ella; solo reforzaría su desaprobación por el Papa, y seguiría creyendo en las peligrosas opiniones de Savonarola que tan mal recibidas eran en el Vaticano. Además, no tardaría en enterarse de lo que había ocurrido, dado su talento para recoger información. Mientras mi casa fuese el palacio de Santa María en Pórtico, yo no era Sancha de Aragón, princesa e hija natural del rey de Nápoles. Mis dominios ya no eran míos para gobernar, mis palabras ya no podían ser soltadas a la ligera sin temor a alguna represalia; mis acciones ya no eran libres. Yo era doña Sancha, esposa del más joven y menos dotado bastardo del Papa, y vivía y respiraba a placer de Su Santidad.
No dije nada a mis mujeres, y me acosté en mi suntuosa nueva cama, con la cabeza apoyada en la suave almohada de plumas.
La preocupación ocupaba mi mente. Si el Papa recordaba nuestro encuentro, su ira podría ser implacable. César había dicho que ninguna mujer lo había rechazado hasta entonces.
Al mismo tiempo me reproché a mí misma: «No tienes por qué temer por tu vida. Quizá Rodrigo sea capaz de cometer un asesinato político para conseguir un beneficio, pero yo soy su nuera, y él sabe que Jofre me ama. Además, él nunca haría daño a una mujer».
Mis preocupaciones por la reacción del Papa quedaban equilibradas por el recuerdo, recuperado mil veces, de las últimas palabras que me había dicho César; de la pequeña curva de una sonrisa que asomó de sus labios.
«Una pena, madonna, que hayas conocido al menor antes que al mayor.»Ah, cuánta emoción me produjo esa imagen, esa alegría, que me hizo temblar; porque comprendí que no estaba sola en mis sentimientos. El estaba tan hechizado como yo.
A la mañana siguiente, domingo de Pentecostés, me levanté temprano.
Aunque el día anterior me había preocupado de vestirme con la mayor discreción, incluso como una matrona, en deferencia a Lucrecia, aquella mañana me sentía llena de una extraña locura. Ordené a mis damas que buscasen uno de mis mejores vestidos, una encantadora creación de brillante satén verde con un corsé de terciopelo verde bosque y lazos dorados. Las mangas añadidas eran del mismo terciopelo; grandes alas con otras de satén verde claro por debajo y bien ajustadas.
Vi cómo doña Esmeralda apretaba sus labios finos con una expresión recelosa mientras contemplaba todo esto, pero no dijo palabra. Cuando cogió mi cepillo y comenzó a trenzar mis cabellos, dispuesta a recogerlo en un rodete, como hacía todas las mañanas desde el día de mi boda, la aparté.
– Solo cepíllalo. Lo llevaré suelto.
Ella adelantó la barbilla y echó hacia atrás la cabeza en un gesto de reproche.
– Doña Sancha, eres una mujer casada.
– También lo es Lucrecia. Ella lleva el cabello suelto.
Me miró furiosa; sin comentarios, comenzó a cepillar mis cabellos, con muy poca suavidad. Me conocía más que mi propia madre, así que no me quejé ni me permití gritar cuando encontró un nudo rebelde y tiró sin piedad.
Cuando acabó de peinarme, pedí mis alhajas. Colgué alrededor de mi cuello uno de los regalos de boda de Jofre: una esmeralda del tamaño de mi pulgar, que podía notar contra mi garganta; y alrededor de mi frente una tiara de oro, con una esmeralda más pequeña que descansaba justo por debajo de la línea del cabello. El efecto del conjunto hacía que mis ojos brillasen más verdes que las gemas.
Mi atuendo parecía más propio de un baile que de una misa.
Así engalanada, fui a la habitación de mi marido; y en el pasillo delante de su puerta, descubrí a una de las cortesanas de la noche anterior que salía de su habitación. Era obvio que había pasado la noche allí y que luego la había despedido un sirviente, porque su salida no tenía nada de ceremoniosa: llevaba el pelo suelto, las zapatillas en una mano, el vestido puesto con tanta prisa que la camisa no sobresalía de las aberturas en las mangas ni estaba esponjada como debía. Sus pequeños pechos estaban a punto de escapar del corpiño mal abrochado.
Se movía encorvada de una manera hasta tal punto ridícula que el efecto me pareció cómico. Sus desordenados mechones mostraban un dudoso tono rojo; los ojos azul cerúleo me miraron con alarma cuando me detuve y le corté el paso.
Adopté el papel de la esposa ofendida; me erguí todo lo posible y le dirigí una mirada fulminante digna de Lucrecia.
– ¡Madonna! -susurró asustadísima; luego se inclinó hasta casi rozar el suelo con los mechones. En tal posición retrocedió, para después volverse y echar a correr por el pasillo; el golpeteo de los pies desnudos contra el suelo de mármol sonó como bofetadas.
Después de unos discretos momentos de espera, entré en la habitación y el ayuda de cámara de Jofre me dijo que su amo aún dormía debido a los efectos del vino.