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Desayuné sola en mi habitación, y luego empecé a aburrirme. En el palacio reinaba el silencio; sin duda, Jofre no era el único al que se le habían pegado las sábanas.

Todavía faltaban horas para la misa. Sería una ocasión para desplegar toda la fanfarria, dada la importancia eclesiástica de la fecha: el domingo de Pentecostés, aquel raro acontecimiento ocurrido mil quinientos años atrás, cuando el fuego de Dios había prendido de tal manera en los apóstoles que habían predicado en lenguas que nunca habían aprendido.

Tal milagro me parecía absolutamente distante y carente de sentido aquella mañana: mi ánimo iba del entusiasmo al terror por lo que había ocurrido en mi primer día entre los Borgia. Inquieta bajé la escalera, pasé por la logia de suelo de mármol y salí al hermoso patio ajardinado que había visto el día anterior desde mi balcón. El día era soleado y cálido. El jardín inundado de fragancias: naranjos en miniatura que crecían en tiestos de terracota bordeaban uno de los senderos; los perfectos globos de los arbustos aparecían cargados con flores blancas. Al otro lado había rosales muy bien cuidados, con sus delicados pimpollos.

Caminé sola, hasta que quedé fuera de la vista de mi balcón, de la vista de todos -o así lo creí-, hasta que por fin, debido al calor cada vez mayor, me senté en un banco bajo la sombra de un olivo, para abanicarme.

– Madonna -susurró un hombre. Me sobresalté, dominada por la súbita convicción que Rodrigo había enviado a un asesino para cobrarse su venganza. Solté una exclamación y me llevé una mano al pecho.

A mi lado había un hombre vestido todo de negro; podía tratarse de una sotana, excepto que el cuello y los puños eran de terciopelo, y la prenda de seda.

– Perdóname; te he sobresaltado -dijo César.

La austeridad de sus ropas sirvió para subrayar la severa belleza de sus facciones. Apenas se parecía a sus dos hermanos; su pelo era negro, lacio, cortado en un estilo sencillo que le caía a medio camino entre la barbilla y los hombros; el flequillo ocultaba en parte su despejada frente. La barba y el bigote estaban recortados con esmero, y los labios eran finos y sus manos, delgadas, en absoluto se parecían a las de su padre; tenía la tez morena de Rodrigo pero la belleza de su madre Vannozza. Había una elegancia en él, una apostura y una dignidad que, a pesar de todas las joyas y prendas, ningún miembro de su familia podía igualar. En Lucrecia y el papa Alejandro había intuido connivencia; en César, intuía una sorprendente inteligencia.

– De ningún modo es culpa tuya -señalé-. Estoy inquieta después de los acontecimientos de anoche.

– Y con razón, madonna. Juro que haré todo lo que esté en mi poder para impedir que tan desagradable violación de la decencia ocurra de nuevo.

Bajé la mirada, como una niña tonta contenta de lucir uno de sus mejores vestidos.

– Temo que Su Santidad…

– Su Santidad todavía duerme. Te lo repito, considero mi deber reparar las relaciones entre vosotros dos. Ahora que es mayor, beber demasiado lo vuelve olvidadizo. Pero sea lo que sea lo que recuerde de anoche, lo guiaré por el sendero que más ayude a tus intereses.

– Estoy en deuda contigo -le respondí, y entonces recordé que la cortesía lo obligaba a estar de pie al sol, mientras yo estaba sentada muy cómoda en el frescor de la sombra-. Por favor… -le invité a que se sentase a mi lado y después añadí-: Hasta ahora he causado una impresión muy poco favorable a tu familia.

Antes de que pudiese continuar, él se apresuró a replicar:

– Has impresionado mucho por lo menos a uno.

Sonreí al escuchar el cumplido, pero insistí:

– Tu hermana no me quiere. No lo entiendo, y me gustaría remediarlo.

Por un momento, César dirigió su mirada hacia las distantes colinas verdes.

– Siente celos de cualquiera que aparte de ella las atenciones de mi padre. -Se volvió para mirarme, la expresión ansiosa-. Comprende, doña Sancha, que su propio marido, Giovanni, no quiere vivir con ella. Esto es motivo de mucha vergüenza, algo que mi padre ha intentado remediar en repetidas ocasiones suplicándole a Giovanni que regrese a Roma. Además, mi padre siempre la ha mimado, y ella a él; pero cuando vea que no eres una enemiga real de sus afectos, llegará a confiar en ti. -Hizo una pausa-. Se comportó de la misma manera con doña Julia; tardó mucho tiempo en comprender que el amor de un padre por otra mujer y el amor por su hija no son una misma cosa. No quiero insinuar, por supuesto, que tú podrías llegar a relacionarte de esa manera con Su Santidad…

– No -manifesté con firmeza-. De ninguna manera. Aprecio tus comentarios, cardenal.

– Por favor. -Me dedicó una sonrisa; los dientes por debajo del bigote eran pequeños y regulares-. César. No soy cardenal por vocación, sino por la insistencia de mi padre.

– César -repetí.

– Lucrecia puede ser muy afectuosa -manifestó con un claro cariño-, y muy apasionada en sus lealtades. Por encima de todo, le encanta divertirse, jugar como una niña. Tiene muy pocas oportunidades para hacerlo, dadas las responsabilidades de su posición. Tiene la inteligencia de un hombre. Mi padre confía en ella como consejera, más incluso de lo que confía en mí.

Le escuché, al tiempo que asentía, y hacía un esfuerzo por mantenerme concentrada en sus palabras y no en el movimiento de sus labios, en el ángulo de sus altos pómulos, en los destellos rojos de su barba, causados por el juego de luz entre la fronda. Pero sentada a su lado, sentí cómo mi regazo se calentaba cada vez más, como si los músculos, los huesos y los órganos de cintura para abajo se estuviesen fundiendo y se derramasen hacia fuera formando un charco como la nieve que se derrite con el sol brillante. Acabó su declaración; mis sensaciones interiores debieron revelarse en mi expresión, porque un curioso aspecto de vulnerabilidad, de ternura, lo dominó. Se inclinó hacia mí y apoyó la palma en mi mejilla.

– Esta mañana pareces una reina -murmuró-. La reina más hermosa del mundo, con los ojos más divinos del planeta entero. Hacen que las esmeraldas parezcan vulgares.

Me emocioné con sus palabras; me apoyé contra su mano, como una gata que busca una caricia. Lo que sentía por César era hasta tal punto poderoso que nada me costó olvidar mis votos matrimoniales.

De inmediato, apartó la mano como si se hubiese quemado, y se levantó de un salto.

– ¡Soy un perro! -proclamó-. ¡Un hijo de puta, el mayor rufián entre los hombres! ¡Confiaste en mí para que te protegiese del comportamiento libidinoso de mi padre, y ahora yo no soy mejor que él!

– Hay una diferencia -dije, con un esfuerzo para evitar que mi voz temblase.

El se volvió hacia mí, angustiado.

– ¿Cómo puede ser? ¡Tú eres la esposa de mi hermano!

– Soy la esposa de tu hermano -susurré.

– Entonces, ¿cómo puede ser diferente mi comportamiento del de mi padre?

– No estoy enamorada de tu padre. -Me arrebolé, sorprendida por mis propias palabras, por su atrevimiento; parecía no tener ningún control sobre mí misma o sobre mis acciones. Estaba, como le había ocurrido a mi madre, totalmente indefensa.

Sin embargo, no lamenté mis palabras. Cuando vi el anhelo y la alegría brillar en sus ojos, le extendí mi mano. Él la tomó y se sentó a mi lado.

– No me había atrevido a soñar… -tartamudeó, y después comenzó de nuevo-. Desde el primer momento en que te vi, Sancha…

Guardó silencio. No podría decir cuál de los dos inició el beso. Él me sujetaba; me apretaba contra su cuerpo, me besaba una y otra vez, en algunos momentos mordía con ternura mis labios. Le sujeté una mano y la puse sobre uno de mis pechos.

– Aquí no -murmuró él, aunque no apartó la mano-. Ahora no. Es muy grande el riesgo de que nos sorprendan.

– Entonces, esta noche -dije, trémula ante mi propia audacia-. Tú conoces el lugar y la hora más segura.