Después de un momento, llegamos a otra puerta, que César abrió haciendo una floritura. Fruncí el entrecejo, intrigada. Ante nosotros se abría una gran capilla, antigua y adornada; las lámparas votivas alumbraban el altar, y había un gran trono papal a un costado, con bancos para los cardenales.
Los labios de César se curvaron en una sonrisa.
– La Capilla Sixtina -explicó, mientras me ayudaba a pasar-. Estamos en San Pedro.
El velo me rozó los labios cuando los separé, asombrada. Ese era el mismo pasadizo que Su Santidad utilizaba para pasar rápidamente al palacio de Santa María.
– Ven -añadió.
Cruzamos la capilla a paso rápido, luego la catedral, y entramos en los salones del Vaticano. No encontramos ni un solo guardia; César se había ocupado de asegurar nuestra intimidad.
Me llevó a los aposentos de los Borgia, que reconocí de la fiesta de la noche anterior; me inquietó un poco pensar que estaría tan cerca del Papa. Por fortuna, César me llevó en otra dirección, y subimos la escalera; por fin llegamos a una habitación sin vigilancia y abrió las puertas con un gesto elegante.
– Te he traído a mi propia cama, y he despedido a todos los sirvientes hasta la mañana -dijo, y cerró las puertas detrás de nosotros-. El tiempo que quieras quedarte es decisión tuya, madonna.
– Para siempre -murmuré.
De inmediato, cayó de rodillas delante de mí y se abrazó a mis faldas, con los brazos alrededor de mis piernas, el rostro vuelto hacia arriba; con el ansia más profunda, proclamó:
– Solo di que lo deseas, Sancha y renunciaré al sacerdocio. Mi padre quiere que sea Papa, y por lo tanto debo ser cardenal; pero no está en mi naturaleza responder a la llamada. Su Santidad hará cualquier cosa que le pida; anulará tu matrimonio con Jofre. Sin duda tú sabes que tu marido no es en realidad su hijo…
¿Jofre no era hijo del Papa? La revelación sorprendió a una parte muy profunda dentro de mí, aquella pequeña, distante y silenciosa parte que no estaba abrumada por la proposición de César y desesperada por aceptarla.
– Entonces, ¿de quién es hijo? -susurré.
– El hijo legítimo de mi madre Vannozza y su marido. -César sonrió.
Me estremecí, al pensar en César y en mí, libres para amarnos a voluntad, libres para tener hijos juntos. Pero Jofre y yo estábamos casados; mi propio padre y un cardenal Borgia habían presenciado la consumación física. No podía haber motivos para la anulación.
Apoyé mis dedos con firmeza en los labios de César para detener el flujo de sus palabras.
– El acto matrimonial fue presenciado y no se puede deshacer -manifesté-. Pero ahora no es el momento de hablar del futuro; ahora es el momento de que me lleves a tu cama.
Él aceptó. Se levantó y, de cara a mí con las puntas de los dedos debajo de los míos, me llevó de nuevo a su dormitorio.
Las persianas estaban cerradas, pero la habitación resplandecía con la luz de veinte velas, colocadas en candelabros de oro. Había un mural a medio acabar en la pared, un tema pagano, y sobre la cama, una colcha de terciopelo rojo. Las pieles cubrían el suelo, y en una preciosa mesa de noche tallada había una jarra de vino y dos copas de oro, incrustadas con rubíes. Ese era el dormitorio de un príncipe, no el de un sacerdote. Estaba preparada para lanzarme a la cama y levantarme las faldas para un acontecimiento apresurado, como estaba acostumbrada con Jofre. Sin embargo cuando me acerqué al lecho, César me detuvo.
– ¿Puedo verte, Sancha, como Dios te hizo?
Me quité el velo y me volví hacia él, sorprendida por la petición. Yo temblaba por la ansiedad de consumar la aventura; vi el temblor en los labios entreabiertos de César. La intensidad en su mirada rayaba la locura; sin embargo, su tono y sus modales eran delicados. Levanté la barbilla, decidida.
– Solo si me devuelves el favor.
En respuesta, se desabrochó el hábito de sacerdote y se lo quitó, para mostrar debajo una túnica negra con rayas de satén y terciopelo negro, con una daga enfundada en la cadera, y calzas negras: el vestido de un caballero romano. Con rapidez y gracia, se quitó primero las zapatillas, luego la túnica, para dejar a la vista un pecho musculoso, con algo de vello en el esternón; era delgado, y las clavículas, las caderas y las costillas destacaban mientras se deslizaba las calzas por sus esbeltos muslos. Cuando acabó, se irguió cuan alto era y se sometió con humildad a mi escrutinio.
Lo miré asombrada. Nunca había visto a un hombre desnudo. Incluso Onorato, siempre preocupado en darme placer, jamás se había quitado la túnica y solo se había bajado las calzas lo necesario durante nuestros encuentros amorosos. Jofre nunca se había quitado la túnica salvo en nuestra noche de bodas, cuando la costumbre requería que estuviésemos desnudos, y creo que él se quitó totalmente las calzas solo una vez. Lo más cerca que había estado de encontrarme desnuda con Jofre había sido en ocasiones como la de esa noche, cuando ya me había quitado el vestido y solo llevaba la enagua. Incluso entonces, nuestras relaciones tenían lugar debajo de las sábanas.
Pero allí estaba César, desnudo y glorioso. No podía evitar mirar el lugar entre sus piernas, donde emergía entre el abundante vello negro azabache su erecto miembro viril, que me apuntaba con una clara inclinación hacia arriba. Era más grande que el de Jofre y comencé a mover mi mano hacia él, con el deseo de tocarlo.
– Todavía no -susurró César. Como una dama de compañía se movió para ponerse a mi espalda, y con una sorprendente habilidad, comenzó a desatar los lazos de mis mangas. Me desprendí de ellas con una carcajada ante la súbita sensación de libertad, y luego esperé mientras él desataba los lazos de mi corpiño.
Hecho esto, me quité el vestido. Un peso tan enorme que soportar, las prendas. Tenía prisa por librarme de la enagua por encima de la cabeza, pero César habló de nuevo:
– Ponte allí delante de la luz de las velas. -Ladeó la cabeza, sus ojos oscuros brillantes de admiración-. El efecto es como el de un velo; como mirar a un ángel, a través de los jirones de una nube.
– ¡Bah! -Me quité la enagua y la arrojé al suelo-. ¡A la cama!
– No -repitió él, con el mismo énfasis de un artista que reclama que se admire una obra maestra-. Mírate -susurró-. Nadie podría poner en duda la sabiduría de Dios.
Sonreí al escucharlo. En parte, por su adoración, en parte, por mi propia vanidad. Todavía era joven, y nunca había amamantado a un niño; mis pechos habían sido calificados de perfectos por Onorato, ni demasiado grandes ni demasiados pequeños, con una firme y agradable forma. También sabía que la curva de mis caderas era muy femenina, y que no era demasiado delgada.
Se apartó de mi espalda y comenzó a deshacerme el peinado, que consistía en una única y gruesa trenza para mantenerlo apartado mientras dormía. Cuando quedó suelto, sacudí la cabeza y dejé que cayese hasta mi cintura; deslizó los dedos entre mi cabellera, una, dos veces, con un suspiro, y luego se colocó de nuevo delante de mí para observarme como un pintor que evalúa su trabajo.
Una vez más, me sorprendió. Mientras permanecía allí para que me contemplase, él se acercó a mí, se arrodilló de nuevo con la reverencia de un peregrino en un santuario y besó el oscuro monte de Venus entre mis piernas. Me sobresalté un poco, pero después me sobresalté todavía más cuando separó los labios con los pulgares y comenzó a lamer con la lengua.
La vergüenza luchó contra el placer. Me estremecí. Pasé mi peso de una pierna a otra; intenté, abrumada por la sensación, apartarme, pero él apoyó las manos en mis nalgas y me apretó contra él.