– Basta -le supliqué, porque me balanceaba hacia atrás, y estaba a punto de caerme. En respuesta, él medio me levantó y me apoyó contra la pared más cercana-. Basta -supliqué de nuevo, porque la sensación era casi imposible de soportar.
Solo cuando dejé de suplicar y comencé a gemir, él alzó el rostro con una sonrisa complacida y perversa, y dijo:
– Ahora a la cama.
No continuó lamiéndome, como yo esperaba; en cambio, me besó en los labios. Su barba y su lengua estaban cubiertas con mi olor. Por primera vez, experimenté el calor de la carne contra la carne, desde la cabeza hasta el pecho, luego al sexo, y a las piernas, y finalmente a los dedos de los pies. Me estremecí. ¿Cómo podía ser eso un pecado, y no algo divino?
Forcejeamos. No podía, como había hecho con Onorato, yacer y permitir ser el objeto de atención, una criatura pasiva para ser conquistada: luché, en medio del placer que César me daba, por hacer lo mismo por él. Anhelaba hacer lo mismo por él. Una fuerza nunca utilizada creció en mi interior, algo al mismo tiempo bestial y sagrado. Sentí cómo me consumía el fuego; no era algo dado por un Dios externo, sino surgido desde dentro, interno y fuerte, que me llenaba y después estallaba desde la coronilla, como un apóstol en Pentecostés, como una de las velas que ardían en el candelabro de pared cerca de la cama de César.
No me penetró: me hizo esperar, me hizo reclamar, me hizo suplicar. Solo cuando había cruzado el umbral de la locura me complació, y me aferré a él, con los brazos y las piernas sujetándolo tan fuerte que me dolía, pero no me importó; ahora lo tenía, y no le permitiría escapar. El se rió, ante la ferocidad con la cual lo retenía, pero no había ningún distanciamiento. Veía reflejada en sus ojos oscuros la fiereza de los míos; estábamos perdidos el uno en el otro. Yo ya no era una amante más para él, del mismo modo que él no lo era para mí. Estábamos poseídos por una pasión que no todos los hombres y las mujeres tienen la gracia de experimentar en toda una vida.
Me montó -o yo a él, no puedo decirlo, porque nos movíamos al unísono- alternando delicadeza y ferocidad. Durante los momentos de delicadeza, él se movía dentro de mí sin prisa, con los ojos entrecerrados y la respiración pausada; yo, torturada, intentaba debatirme, forzarlo a un amor más brutal, pero me sujetaba, con mis brazos por encima de la cabeza, al tiempo que susurraba: «Paciencia, princesa…».
De nuevo, me llevó a suplicar; algo que nunca hubiese hecho con otro hombre. Ansiaba agotarme, acabar; pero César estaba decidido a llevarme al precipicio de la mayor desesperación que yo nunca había conocido.
Cuánto tiempo pasó desde que entré en su dormitorio, no puedo decirlo. Quizá fueron horas.
Cuando ya no pude soportarlo más, él se apartó. Eso provocó en mí el más profundo horror; aquello era inadmisible. No obstante, él era más fuerte, y con su fuerza, aplicada con ternura, y con dulces palabras como las que se podrían emplear para calmar a una bestia ansiosa, me convenció para que volviese a tumbarme y empleó de nuevo la lengua y los dedos en el triángulo entre mis piernas.
Creía haber experimentado antes el placer; creía haber experimentado el calor de la pasión. Pero la sensación que César provocó en mí aquella noche empezó paso a paso, como una brasa que se transforma en vivas llamas. Pareció comenzar fuera de mí, en algún lugar en el cielo por encima de mi cabeza, y la sentí descender sobre mí, una fuerza sagrada indescriptible, ineludible, que lo consumía todo. La habitación a mi alrededor -la cama, mi piel desnuda, las paredes y el techo, la luz, incluso el rostro de César sobre el mío, los ojos bien abiertos, ardientes de pasión- desapareció.
Desde luego iré al infierno por decir esto, pero parecía no haber otra cosa en el mundo que Dios, el placer infinito, como sea que pueda llamarse la extrema sensación donde todos los límites entre el ser y el mundo desaparecen. Incluso yo no estaba.
Sin embargo, a pesar de la ausencia de realidad, sentí de nuevo la unión con César. Me había montado otra vez en medio de mi éxtasis, se había fundido con él, lo había cabalgado hasta que nuestras voces se unieron.
Estaba muy acostumbrada a reprimir mis gemidos de deleite, a reducirlos a susurros, ante el temor de que los demás los oyesen. Esa experiencia arrancó de mí un alarido que fui incapaz de controlar. Pero no solo era mi voz; César se unió a ella. Pero no hubiese podido distinguir una de otra; ambos emitimos un único sonido, que sin duda debió de escucharse en todos los rincones de los aposentos papales.
Yacimos un tiempo en la cama. Ninguno de los dos habló; yo no podía, porque me había quedado totalmente ronca y estaba agotada. Mis largos cabellos pegados a mis brazos, a mi espalda, a mis pechos, con el sudor. Después, César se volvió hacia mí y apartó los mechones de mi frente y de las mejillas.
– Nunca había tenido una experiencia tan increíble con una mujer. Creo que nunca había conocido el amor hasta ahora, Sancha.
Tosí, luego conseguí susurrar:
– Mi corazón es tuyo, César, y ambos estamos maldecidos por ello.
Se levantó para servirme una copa de vino. Me dominó un súbito deseo de hacer una travesura -la misma clase de tontería que me había dominado en San Pedro- quizá debido a la sensación de libertad provocada por la deliciosa descarga. No podía, me dije a mí misma, verme privada del mejor amante que había conocido; al menos no tan pronto después de haber sido conquistada por él. Cuando intentó levantarse de la cama, envolví mis piernas alrededor de su muslo.
Se rió; el digno César, siempre controlado, se rió con una indefensa sorpresa ante mi inesperada acción. Sin embargo, continuó levantándose, con la intención de coger la jarra de vino, sin duda convencido de que yo no persistiría en mi comportamiento infantil.
Con una carcajada, aumenté la presión de mis piernas; él a su vez, no desistió de su intento.
Me aferré a su pierna a pesar de que él me arrastraba fuera de la cama para hacerme caer al suelo cubierto de pieles. Él se rió con hilaridad y asombro; dio un paso y luego dos, mientras yo continuaba aferrada y lo obligaba a arrastrarme con cada movimiento.
Por fin, él cedió y se desplomó sobre mí, y ambos nos reímos tumbados en el suelo como niños.
Cuando regresé a mi propia cama yací durante unos momentos escuchando la suave respiración de Esmeralda, con la mirada perdida en la oscuridad. Primero caí en una somnolienta euforia y reviví los momentos de placer con César… pero luego reapareció la culpa, que me llevó a un agitado despertar.
Yo era, como mis antepasados, demasiado capaz de crueldad y engaño; sobre todo cuando estaba lejos de la buena y amable influencia de mi hermano. Solo llevaba dos días entre los Borgia y ya era una adúltera. ¿En qué me convertiría, si pasaba el resto de mi vida en Roma?
Verano de1496
Capítulo 15
El mes de mayo en Roma había sido muy agradable. Junio fue caluroso, y julio todavía más; en agosto la temperatura se hizo insoportable comparada con el suave clima de las ciudades costeras donde había vivido. Era costumbre de Su Santidad y su familia, como también de toda la gente adinerada, trasladarse a climas más frescos durante ese mes. Pero ese agosto en particular estaba señalado por el regreso de Juan, el hijo del Papa, de la corte de España; pese al calor, la ocasión fue muy señalada con grandes festejos y fiestas.
Para mi tranquilidad, Alejandro desistió de nuevos avances; no pude menos que pensar que César había convencido de alguna manera a su padre para que me dejase en paz. Pero mi amante no quiso decirme nada de la situación; solo me aconsejó que evitase, si era posible, sentarme junto a Su Santidad en las fiestas donde corriese el vino, que me comportase y me vistiese con modestia si estaba en su presencia y que me apartase en cuanto viese que el pontífice estaba borracho.