Seguí sus consejos. Sin embargo, todavía me sentaba al otro lado de Lucrecia, junto al trono papal; cada una de nosotras sobre nuestro cojín de terciopelo, en muchas de las audiencias de Su Santidad. Creo que a Alejandro le gustaba vernos a las dos: una morena y otra rubia, como adecuados adornos femeninos a su trono.
Lucrecia era, como había dicho César, el más respetado consejero de su padre.
A menudo, interrumpía a un peticionario para susurrar un consejo al oído de su padre. Ella también tenía un pequeño trono donde atendía las peticiones. La escuché unas cuantas veces, y me quedé impresionada por su inteligencia. Tanto ella como su padre eran hábiles diplomáticos; con independencia del modo en que Rodrigo Borgia había accedido al papado, cumplía sus deberes de forma admirable.
Mi aventura con César continuó; siempre consumábamos nuestra pasión en sus habitaciones privadas. Yo rebosaba felicidad; resultaba difícil ocultar tanta alegría a los demás, evitar mostrar afecto por César en público. Él, mientras tanto, continuaba hablando de su intención de abandonar el sacerdocio.
Una noche, después de caer agotados tras el acto amoroso, él se volvió hacia mí y apartó con ternura un mechón de mis cabellos detrás de mi oreja.
– Quiero casarme contigo, Sancha.
Tales palabras me emocionaron; sin embargo, no podía negar la realidad.
– Tú eres un cardenal, y yo ya estoy casada.
Él acarició mi mejilla.
– Quiero darte hijos. Dejaré que te marches a Nápoles; sé cuánto lo echas de menos. Podríamos vivir allí, si eso te hace feliz. Solo necesitaría venir a Roma unas pocas veces al año.
Yo estaba a punto de llorar; César había leído mi corazón y mi mente. Tenía razón; nada podía hacerme más feliz. Pero tal cosa parecía, de momento, totalmente imposible. Así que lo silenciaba cada vez que abordaba el tema, porque no quería alimentar falsas esperanzas; ni tampoco quería que los rumores hiciesen sufrir a Jofre. César aprendió muy pronto a no presionarme. Pero estaba muy claro que la frustración por ser cardenal iba en aumento.
El 10 de agosto, Juan, el segundo hijo del Papa, llegó a Roma, tras haber dejado atrás a una esposa preñada y a un hijo pequeño en España. Después de la invasión francesa, Alejandro había hablado a menudo del deseo de tener a todos sus hijos con él, porque afirmaba ser cada vez más consciente de su mortalidad y de la fragilidad de la vida. Por esa razón Jofre y yo habíamos sido llamados a Roma, y ahora, con la aparición de Juan, el deseo de Alejandro se había visto cumplido. Sus cuatro hijos estaban en el hogar. Me pareció extraño que Juan no trajese a su familia con él, aunque a ninguno de los B orgia pareció llamarle la atención.
Había otro motivo para su llegada: Juan, duque de Gandía, también era capitán general de la Iglesia, comandante del ejército papal, y su padre lo había llamado para castigar a la casa Orsini, que había apoyado a los franceses durante la guerra.
El ejército de Juan debía atacar y someter a todas las casas nobles rebeldes de Roma, y hacer de cada una de ellas un ejemplo de la venganza de los Borgia. Mientras Alejandro fuese Papa, reinaría la paz en los Estados Papales.
Todos los cardenales de la ciudad salieron a recibir al joven duque de Gandía cuando llegó montado en un corcel engalanado con cascabeles de oro y plata. Juan, que no estaba dispuesto a verse superado en esplendor por su montura, vestía una capa de terciopelo rojo y una túnica marrón de la misma tela recamadas con gemas y perlas; sin duda, debajo de todos esos elegantes atavíos se estaba derritiendo con el sol de agosto. Vi desde una ventana del palacio de Santa María cómo César recibía a su hermano y lo llevaba a su nuevo hogar, el Palacio Apostólico.
La gran celebración de aquella noche requirió mi asistencia, junto con el resto de la familia. Me vestí de negro, con mucho recato. Esmeralda se había apresurado a repetirme todos los rumores que había escuchado referentes a que Juan era un rufián de la peor especie, quizá temía que no hiciese caso de sus advertencias, de la misma manera que me había negado a escuchar cualquiera de sus críticos comentarios referentes a César.
La fiesta comenzó con una cena privada, con la familia papal y los cardenales emparentados. Había aprendido a sentarme a una discreta distancia del pontífice, donde no llamase la atención; aquella noche, él tenía a un lado a Juan, y, como siempre, a Lucrecia al otro. Yo estaba sentada entre Jofre y César.
¿Cómo puedo describir mejor a Juan? Una estrella fugaz con un encanto que deslumbraba, y luego desaparecía mientras se descubría su verdadera personalidad.
Llegó tarde a la sala; sin preocuparse en absoluto por hacer esperar a Su Santidad. Sin embargo, Alejandro no dijo ni una sola palabra por ese retraso, mientras que en cualquier otro caso le habrían llovido insultos.
Juan entró como una luminaria: los ojos brillando de burla y astucia, una amplia sonrisa cargada de arrogancia y una risa que resonaba por los pasillos. Sus labios eran gruesos y vulgares, como los de su padre; el pelo no era claro ni tampoco del todo oscuro; iba bien afeitado, y no era apuesto como César ni feo como Lucrecia. Llevaba con él a un amigo -un moro alto de piel oscura (más tarde supe que era Djem, el turco, un rehén real en la corte del Papa) – y ambos vestían de la misma manera con turbantes de seda y brillantes túnicas de satén a rayas rojas y amarillas. Alrededor del cuello llevaba collares de oro, tantos que no sabía cómo podía mantenerse erguido con semejante peso.
En el centro del turbante de Juan colgaba un rubí del doble del tamaño de un ojo, que servía de broche a una pluma de pavo real.
Alejandro tembló de deleite, como si le hubiesen entregado una nueva virgen para desflorar.
– ¡Hijo mío! -suspiró-. ¡Mi querido, mi muy querido hijo! ¡Oh, cuán oscuros han sido estos días sin ti! -Luego abrazó a Juan, abrumado de felicidad.
Juan apretó su mejilla contra la del viejo; eclipsó el rostro del Papa, pero se permitió observar la reacción de sus hermanos desde detrás de sus párpados entornados. Todos nosotros nos habíamos levantado cuando él entró, y no pude menos que advertir la súbita tensión en el rostro de Lucrecia, que su sonrisa era crispada y falsa.
También vi la mirada entre Juan y César; vi la expresión de ufano triunfo en el rostro del primero y de calculada indiferencia en el del segundo. Pero a mi lado, mi amante apretó los puños.
Nos sentamos. Durante la cena Su Santidad no habló ni una sola palabra con nadie más que con Juan; el predilecto se apresuró a entretenernos a todos con divertidos relatos de su vida en España, y por qué se alegraba de estar de nuevo en Roma. Las preguntas referentes a su esposa, María Henríquez, prima del rey de España, fueron respondidas con un encogimiento de hombros y una aburrida respuesta:
– Embarazada. Una mujer siempre enferma.
– Espero que la trates bien -dijo Alejandro, en un tono donde se mezclaban el reproche y la indulgencia. Las escapadas de Juan con cortesanas eran legendarias, y en dos ocasiones había secuestrado y violado a dos jóvenes vírgenes de noble cuna poco antes de su matrimonio. Solo el dinero de los Borgia lo había salvado de morir a manos de los parientes de las muchachas.
– Muy bien, padre. Sabéis que siempre he acatado vuestras palabras.
Si había algún sarcasmo en su declaración, Su Santidad prefirió no darse por enterado. Sonrió, el padre comprensivo.
Durante la cena, Juan se dirigió a cada uno de nosotros por turno, y se interesó por nuestras vidas. A Jofre, le preguntó:
– ¿Qué, hermano? ¿Cómo has logrado conseguir una esposa tan bella?
Antes de que Jofre, sonrojado, pudiese dar una réplica ingeniosa, Juan respondió a su propia pregunta:
– Por supuesto. Porque eres un Borgia, y, por lo tanto, afortunado; como somos afortunados todos los hijos de los Borgia.