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Jofre guardó silencio, y su expresión se ensombreció un poco; recordé que César había dejado escapar una vez que a mi marido no se le consideraba un verdadero hijo del Papa, cosa que hizo que el comentario de Juan fuese un dardo velado.

Juan se rió sonoramente. Ya estaba bastante borracho; por lo visto era incluso más predispuesto al vino que su padre. Alejandro coreó su risa, al interpretar el comentario como un cumplido a sí mismo, pero Lucrecia, César y yo ni siquiera sonreímos. Por debajo de la mesa, apoyé mi mano en el muslo de mi marido en una muestra de apoyo.

La conversación de Lucrecia con Juan fue más amable y animada; la charla entre César y su hermano fue breve pero educada. Luego, el duque de Gandía volvió su atención hacia mí.

– ¿Qué te parece Roma? -preguntó, los ojos brillantes, la expresión cálida y entusiasta. Era fácil, en aquel momento, ver la naturaleza abierta de su padre en él.

– Añoro el mar -respondí con toda sinceridad-. Pero Roma tiene su propio atractivo. Los edificios son magníficos, los jardines hermosos, y el sol… -Titubeé en busca de las palabras correctas para captar la esencia de la luz, que lo pintaba todo dorado, de forma que parecía resplandecer desde el interior.

– … es de un color bestial en agosto -acabó Juan por mí, con una corta carcajada.

Le dediqué el esbozo de una sonrisa.

– Hace un calor bestial en agosto. Estoy acostumbrada a la costa, donde el clima es más atemperado. Pero la luz aquí es hermosa. No me sorprende que haya inspirado tanto arte.

Eso complació a todos los sentados a la mesa, sobre todo a Alejandro.

– ¿Sientes nostalgia?-preguntó Juan, con mucha intención.

Rodeé con mi brazo a Jofre.

– Allí donde vive mi marido, es mi hogar; él está aquí, así que ¿cómo puedo sentir nostalgia?

Esas palabras se ganaron incluso más aprobación. Mi gesto había nacido en parte del desafío: me desagradaba que aquel hombre hubiera insultado a Jofre delante de su familia. Mi amor por César me llenaba de culpa; sabía que mis palabras eran pura hipocresía. Pero aunque no amaba a mi esposo, no por ello dejaba de serle leal.

La omnipresente arrogancia dejó los labios de Juan: una sincera nostalgia apareció en su rostro.

– Dios te ha sonreído, hermano -le comentó a Jofre en voz baja-, al haberte dado tal esposa. Veo que es una gran fuente de felicidad para ti.

El Papa sonrió, complacido con las respuestas de todos. La conversación pasó a otros temas, y cuando todos quedamos saciados, Alejandro mandó retirar los platos. Pasamos a la Sala de la Fe, donde sirvieron más vino. En una pared estaba el mural casi acabado de Pinturicchio y sus aprendices, del Papa arrodillado, en adoración del Cristo.

Alejandro se sentó en el trono e hizo un gesto a los músicos para que comenzasen a tocar. Aquella noche, le complació ver bailar a Juan y a Lucrecia. Como la música era alegre, Juan llevó a su hermana a la pista, ella a su derecha, y ambos comenzaron a bailar una rápida piva: un corto paso a la izquierda, medio saltito a la derecha, otro a la izquierda y después una pausa. Ambos tenían mucha gracia, y Juan muy pronto se aburrió de los movimientos sencillos. Después del tercer paso, se volvió para mirar a su pareja, y, colocó su palma contra la de ella, para guiarla en una voltatonda, un círculo en el sentido contrario a las agujas del reloj de la misma piva básica. Alejandro los aplaudió, entusiasmado.

Cuando volvieron los dos bailarines, ambos estaban enrojecidos y sudorosos.

– Ahora -me dijo Juan-, es tu turno de ser mi pareja. -Hizo una gran reverencia, se quitó el turbante en un gesto grandioso, y después lo arrojó a un lado como si estuviese hecho de harapos y no de seda y gemas. El pelo corto y oscuro aparecía aplastado en la frente y el cráneo por el sudor.

Los músicos interpretaron una lánguida, casi triste melodía; Juan escogió una lenta bassadanza, y nos movimos por la sala en una solemne procesión de cuatro tiempos. Durante unos momentos, no hablamos, ocupados en bailar lo mejor que podíamos para entretenimiento de Su Santidad.

Después de una pausa, Juan comentó:

– Fui muy sincero cuando dije que mi hermano menor había sido muy afortunado al tenerte como esposa.

Yo desvié la mirada con recato.

– Eres muy bondadoso.

Él se echó a reír.

– Es una acusación que muy pocas veces se hace contra mí. Disto mucho de ser bondadoso; pero soy sincero, cuando me conviene. Tú, doña Sancha, eres la mujer más hermosa que haya visto nunca.

No respondí.

– También eres lo bastante atrevida como para defender a tu marido en público, cuando él es demasiado débil para hacerlo por sí mismo. ¿Sabes que Su Santidad no cree que Jofre sea su hijo, pero que ha aceptado la palabra de su amante por pura bondad?

Estaba demasiado furiosa como para responder a la insolente mirada de Juan.

– Eso he oído. No tiene ninguna importancia.

– Ah, pero sí que la tiene. Jofre tendrá su pequeño principado en Squillace, pero eso será el final de todo. Se le han asignado todos los honores que podía esperar conseguir en esta vida, y estoy seguro de que una dama de tu aguda sagacidad habrá adivinado que no posee la inteligencia de un verdadero Borgia.

Nuestras manos estaban bien sujetas mientras bailábamos; no quería otra cosa que apartarme de él, de reprocharle sus ofensas. Pero el Papa nos miraba y asentía al compás de la música.

– Tú, señor -repliqué, con la voz temblando de ira-, acabas de mostrar con tus arrogantes comentarios que posees muy poca de esa inteligencia. Si tuvieses algo de sentido común, apreciarías a tu hermano, como yo, por su sinceridad y buen corazón.

El se echó a reír como si hubiese dicho algo muy divertido.

– No puedo menos que adorarte, Sancha. Dices lo que quieres y no te importa a quién ofendes. La sinceridad y la belleza son una combinación irresistible. -Hizo una pausa-. Vamos, vamos. Puedo entender que te apiades de Jofre y no desees herirle, pero existe una cosa llamada discreción. No soy de los que se callan sus palabras, Sancha. Te quiero. Harías muy bien en aliarte conmigo, porque soy el favorito de los hijos del Papa. Soy el capitán de su ejército, y algún día seré el gobernante secular de todos los Estados Papales.

Ya no pude contener mi temperamento, así que bajé la mano y dejé de bailar.

– Nunca amaría a nadie tan despreciable como tú.

Reapareció la sonrisa sarcàstica; sus ojos achinados se entrecerraron mientras respondía:

– No te hagas la puritana conmigo, madonna. Ya has dormido con dos de mis hermanos. -Los celos cruzaron por sus facciones; comprendí que no tenía tanto que ver conmigo como con su rivalidad con César-. ¿Qué importa si te acuestas con un tercero?

Levanté el brazo y lo abofeteé en la mejilla con tanta fuerza que me dolió la palma.

Alejandro medio se levantó de su trono, alarmado; Lucrecia se llevó una mano a la boca, aunque no pude saber si por diversión o por la sorpresa.

Juan desenfundó la daga que llevaba en el cinto; la furia homicida que brilló en sus ojos me hizo creer que ese era el último instante de mi vida. Su ira era salvaje e incontrolada, lejos del frío y calculador odio que había visto la primera vez en los ojos de su hermana.

Pero César se apartó de inmediato del trono de su padre y se interpuso entre nosotros tíos. Con gran rapidez, sujetó la muñeca de Juan y se la retorció hasta que el duque soltó un grito de dolor; la daga cayó al suelo de piedra.

– ¡Mataré a esa puta! -susurró Juan con voz ronca-. ¿Cómo se atreve…?

Ahora fue el turno de César de abofetear el rostro de su hermano. Mientras la reunión se convertía en una pelea en toda regla, me apresuré a salir, escoltada por mis damas.

Capítulo 16