Cuando regresé a mis habitaciones en el palacio de Santa María estaba mucho más agitada. Tomé plena conciencia de que había abofeteado al hijo favorito del Papa en público, y también estaba segura de que Juan no descansaría hasta tomarse la venganza.
Todavía peor, César había salido como mi enfurecido protector; César, y no mi marido. Su apasionada respuesta haría que los rumores corriesen por la corte, y tales rumores herirían a Jofre hasta lo más profundo. No solo dañarían mi matrimonio sino que también enfurecerían a Alejandro y acabarían con mi amistad con Lucrecia.
Para colmo de males, temía que las noticias pudiesen llegar a Nápoles, y Alfonso… y no podría mentirle a él, ni siquiera en una carta. Tener que admitir mi adulterio a mi querido hermano me avergonzaría más que todo lo demás.
Por fortuna, había fijado una cita con César aquella noche en el jardín, y me concentré en ella como un modo de calmarme. La sin par diplomacia de César me salvaría de la ira de Juan, de la misma manera que me había salvado de las no deseadas atenciones de Alejandro; esperé inquieta a que llegase el momento de discutirlo con él.
Por fin, llegó la hora de salir. En lugar de lucir un vestido completo con corpiño y mangas que requerían lazos, había optado por vestirme con una camisa de seda negra y una capa que podía ponerme sin problemas. Como siempre, llevaba el velo para protegerme de ser reconocida, y el estilete por si alguien me atacaba.
De esa guisa, salí en silencio al pasillo. Era tan tarde que solo había unas pocas velas encendidas, pero caminé por la penumbra sin problemas, porque conocía muy bien el camino. César, como siempre, había sobornado a los guardias para mantenerlos apartados de mí, así que no encontré a ninguno.
Pero al pasar por el pasillo que conducía a los aposentos de Julia y de Lucrecia, escuché un grito de mujer, que me pareció de dolor. En retrospectiva tendría que haber sido más prudente, tendría que haber endurecido mi corazón y seguir adelante; después de todo, estaba en juego mi aventura con César. Pero el sonido despertó en mí preocupación y curiosidad. De tal modo que giré irrevocablemente por el pasillo equivocado.
En el momento en que lo hice, la intuición me detuvo en el acto, aunque en un primer momento no acabé de interpretar lo que veía. Muy pronto, sin embargo, distinguí el rostro de Lucrecia iluminado por la luna en la penumbra. Aún llevaba el vestido que había lucido en la recepción de Juan, y al parecer acababa de regresar de la fiesta; sus ojos estaban cerrados, sus labios entreabiertos, y unos suaves gemidos escapaban de su boca.
Se inclinaba hacia delante, bamboleante, borracha, y quizá a punto de vomitar. Decidí ayudarla, y me dije que si no lo hacía no podría dormir; probablemente Lucrecia recordaría muy poco o nada de mi intervención al día siguiente.
El sentido común, para mi buena fortuna, me mantuvo inmóvil donde estaba; porque en el instante siguiente, comprendí que no solo veía a Lucrecia, sino que mi cuñada se confundía con otra figura. Unas grandes manos masculinas sujetaban sus pechos, que habían escapado del corpiño, y su balanceo se debía a una gran figura oscura detrás de ella, que empujaba con violencia allí donde sus faldas estaban levantadas para que no estorbasen.
Un amante, comprendí, y decidí marcharme. No podía culpar a Lucrecia por hacer lo que yo misma hacía; sobre todo dado que su propio marido no escondía su distanciamiento. Entonces ella gritó, con un ebrio y lujurioso abandono:
– Oh, papá.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Reconocí la figura encorvada en el acto; la túnica blanca, el capelo y el rostro tan parecido al de Lucrecia.
«Esto es una violación -me dije en un intento de convencerme a mí misma-. Una violación. Tendría que escabullirme por detrás de él con el estilete… la pobre chica debe de estar demasiado borracha como para saber lo que hace…»
– ¡Papá! -gritó ella de nuevo, con todo el éxtasis de un amante. En ese momento recordé la noche en la que había intentado escandalizarme al poner sus pechos contra los labios de su padre.
Me llevé una mano a mi boca cubierta por el velo y casi vomité. La fortuna quiso que ningún sonido acompañase a la arcada, y el movimiento de mi brazo pasó inadvertido para los amantes, que estaban distraídos con sus propios gemidos. «Amantes», dije, pero el término en este caso era profano; recordé el pasaje en el Libro de las Revelaciones: la prostituta pintada, Babilonia, montada en la gran Bestia cornuda. La mezcla de carne y tela que pulsaba junta allí en la oscuridad era desde luego algo monstruoso.
– Amor mío -oí susurrar a la Bestia-. Mi Lucrecia, eres mía. No perteneces a nadie más que a mí.
Sus palabras eran claras, no farfulladas. Aquello no era un accidente provocado por el vino, sino un abrazo consciente.
La bilis me ardió en la garganta, las lágrimas llenaron mis ojos. Me volví y, con todo sigilo, me alejé de la visión.
Estuve a punto de regresar a mis habitaciones, para poder temblar en silencioso rechazo ante lo que había visto. Pero ese secreto era demasiado horrible para soportarlo sola; quería el consuelo de César. Si yo era un miembro de la familia de Lucrecia, quería saber la verdad. Quería creer, como hubiese hecho Alfonso, que Rodrigo se aprovechaba de la juventud y de la confusión de su hija. En tanto que su hermano mayor, César debía intervenir, protegerla. De todos los Borgia, él parecía el más responsable, el que mayor control tenía de sus emociones; el más indicado para saber cómo enfrentarse a esa horrible situación.
Caminé a toda prisa por el pasillo y salí del palacio por la puerta trasera sin vigilar. Mis pasos por el sendero del jardín eran rápidos, perseguidos por el recuerdo; ahora comprendía mucho mejor por qué Lucrecia se había mostrado celosa de mi aparición en Roma. No había sido un enamoramiento infantil en el que yo había intentado creer, o la simple envidia porque se me dispensaban más atenciones; en realidad me veía como una verdadera rival de los favores sexuales de Rodrigo. César había hecho también un comentario, que ahora me preocupaba: «Ella se comportó de la misma manera con doña Julia; tardó algún tiempo en comprender que el amor de un hombre por una mujer y por su hija no son una y la misma cosa».
Ah, pero ella nunca había llegado a entenderlo, ni tampoco su padre.
Solo podía rezar para que el Papa y Lucrecia no me hubiesen visto, o reconocido debajo de mi velo.
Por fin llegué al banco del jardín y al árbol, y me tranquilicé al ver a César allí, que me esperaba como siempre. En cualquier otro momento, nos habríamos abrazado con un beso de pasión, pero esa noche sujeté sus manos entre las mías.
Una arruga apareció entre sus cejas oscuras.
– Madonna, ¿qué ha pasado?
Yo no podía ocultar mi agitación.
– En primer lugar, debo saber, ¿estás bien? Cuando me marché tú y Juan…
– Juan es un idiota -afirmó César, en un tono áspero-. Necesitaba que lo pusieran en su lugar. Si alguna vez vuelve a molestarte, ven a mí de inmediato. Por fortuna, no estará aquí mucho tiempo; muy pronto dirigirá al ejército de mi padre en la batalla. -Inclinó la cabeza y me observó con atención-. Pero esto tiene que ver con algo mucho más grave que con un bufón como Juan. -Me apartó el velo y apoyó la mano en mi mejilla-. Mírate, Sancha. Estás temblando.
– Vi… -comencé, pero no pude decir nada más.
– Siéntate. Siéntate antes de que te caigas. -Me hizo sentar a su lado en el banco de piedra.
– Tu padre y tu hermana… -comencé de nuevo, y me detuve.
No necesité decir nada más.
Él dejó caer mis manos como si de pronto se hubiesen convertido en ortigas, y desvió en el acto el rostro, aunque no antes de que viese el dolor y la humillación.
– Los viste -susurró, luego soltó algo que pareció un gemido. Después de una pausa, añadió-: Había rezado, había confiado, que ya hubiese cesado.
– Lo sabías. -No había recriminación en mi tono, solo asombro.