¿O quizá la confesión de la criada a mi niñera había surgido del deseo de mantener vivo el rumor?
Mi ansiedad se hacía casi insoportable. Crucé deprisa el pequeño cuarto del altar y apoyé mis dedos temblorosos en el cerrojo de bronce que daba a lo desconocido. A diferencia de las otras puertas, que eran diez veces más anchas que mi cuerpo infantil y cuatro veces más altas, esta apenas era lo bastante grande para permitir el paso de un hombre. La abrí.
Solo la fría arrogancia heredada de mi padre me permitió reprimir un grito de terror.
Envuelta en la penumbra, la cámara no revelaba fácilmente sus dimensiones. Para mis ojos infantiles, era inmensa, sin límites, debido en parte a la oscura piedra sin pulir. Solo tres velas iluminaban las paredes sin ventanas: una a cierta distancia de mí y otras dos encajadas en grandes soportes de hierro que flanqueaban la entrada.
Un poco más allá, con el rostro iluminado por el vacilante resplandor dorado de las velas, estaba mi anfitrión. Mejor dicho, no estaba de pie, sino apoyado en un poste que se extendía apenas por encima de su coronilla. Vestía una capa azul, sujeta a los hombros de su túnica dorada con medallones de la flor de lis. En el pecho y las caderas, unas cuerdas lo sujetaban al soporte. Un cordel atado a un brazo lo mantenía apartado del cuerpo y torcido en el codo, con la palma vuelta ligeramente hacia arriba en un gesto de saludo.
Adelante, majestad.
Su piel parecía un pergamino lacado, resplandeciente a la luz. La habían tensado por encima de los pómulos, para dejar al descubierto sus dientes marrones en una horrible sonrisa. Sus cabellos, quizá abundantes en vida, eran ahora unos pocos mechones de un castaño apagado que colgaban de un cráneo arrugado. Y sus ojos…
Oh, sus ojos. Habían dejado que sus otras facciones se encogiesen espantosamente. Sus labios habían desaparecido totalmente y sus orejas se habían convertido en pequeñas y gruesas aletas pegadas al cráneo. Su nariz, con apenas la mitad de grosor de mi meñique, había perdido las carnosas aletas y ahora terminaba en dos negros agujeros, que aumentaban su apariencia esquelética. Pero no habían permitido que los ojos desaparecieran; en las órbitas había dos esferas de mármol blanco muy pulido, en las que habían pintado con mucho esmero los iris verdes, con las pupilas negras. El mármol resplandecía con la luz, y parecía que me observara.
Tragué saliva; empecé a temblar. Hasta aquel momento, había sido una niña empeñada en una búsqueda ridícula, convencida de que estaba jugando, que vivía una aventura. Pero no había ninguna emoción en este descubrimiento, ninguna alegría, ninguna picara satisfacción; solo el conocimiento de que había tropezado con algo adulto y terrible.
Avancé hacia la criatura que tenía delante, con la ilusión de que aquello que veía fuera falso, que nunca había sido humano. Apreté con un dedo vacilante el muslo cubierto de satén y noté la piel como cuero sobre el hueso. Las piernas terminaban en delgadas pantorrillas con medias y unas zapatillas de seda con borlas que no soportaban ningún peso.
Aparté la mano, convencida.
«¿Cómo puedes soportarlo, Alfonso? ¿No quieres saber si es verdad?»«No. Porque podría serlo.»¡Qué sabio era mi hermano pequeño! Deseaba más que nunca olvidar lo que acababa de descubrir. Todo lo que había pensado acerca de mi abuelo cambió. Lo tenía por un anciano amable, severo, pero obligado a serlo por el peso de su responsabilidad. Había creído que los barones que se habían rebelado contra él eran hombres malos, violentos por el simple hecho de ser franceses. Había tenido por mentirosos a los criados que decían que la gente odiaba a Ferrante.
Había oído cómo su doncella de cámara había susurrado a doña Esmeralda que el rey se estaba volviendo loco, y me había burlado.
Enfrentada con esta inimaginable monstruosidad, ahora no podía reír. Me estremecí, no por la horrible visión que tenía delante de mí, sino al comprender que la sangre de Ferrante corría por mis venas.
Avancé en la penumbra más allá del centinela del cuarto, y entonces vi otros diez cuerpos en las sombras, todos colocados y atados, con los ojos de mármol e inmóviles. Todos salvo uno.
A una distancia de unos seis muertos, una figura que sostenía una vela se volvió hacia mí. Reconocí a mi abuelo; su rostro de barba blanca se veía pálido y espectral en el vacilante resplandor.
– Eres Sancha, ¿no? -Sonrió débilmente-. Así que ambos hemos aprovechado la fiesta para escaparnos de la multitud. Bienvenida a mi museo de los muertos.
Había esperado que se enfureciera, pero su actitud era la de alguien que saluda a los huéspedes en una fiesta privada.
– Lo has hecho muy bien -dijo-. Ni un solo grito, e incluso has tocado al viejo Robert. -Señaló con la cabeza al cadáver más cercano a la entrada-. Muy atrevida. Tu padre era mucho mayor que tú cuando entró por primera vez en este lugar; chilló y después se echó a llorar como una niña.
– ¿Quiénes son? -pregunté. Aquella visión me repelía, pero la curiosidad me impulsaba a saber toda la verdad.
Ferrante escupió en el suelo.
– Angevinos -respondió-. Enemigos. Aquel -señalóa Robert- era un conde, un primo lejano de Carlos de Anjou. Me juró que tendría mi trono. -Mi abuelo soltó una risita satisfecha-. Ya ves quién lo tiene. -Ferrante se acercó con paso envarado a su antiguo rival-. ¿Eh, Robert? ¿Quién se ríe ahora? -Señaló el macabro montaje, y su tono se volvió repentinamente furioso-: Condes y marqueses, e incluso duques. Todos ellos traidores. Todos ellos deseaban verme muerto. -Hizo una pausa para calmarse-. Vengo aquí cuando necesito recordar mis victorias. Recordar que soy más fuerte que mis enemigos.
Miré a aquellos hombres. Era obvio que el museo se había creado a lo largo de los años. Algunos de los cuerpos aún tenían cabellera y rígidas barbas; otros, como Robert, parecían un tanto raídos pero todos vestían con las finas prendas correspondientes a su noble rango, con sedas, brocados y terciopelos. Algunos tenían espadas con empuñaduras de oro en las caderas; otros llevaban capas con ribetes de armiño y piedras preciosas. Uno llevaba una gorra de terciopelo negro con una pluma de avestruz blanca colocada en un ángulo grotesco. Algunos sencillamente estaban erguidos. Otros en diversas posturas: uno con la muñeca apoyada en la cadera; otro buscaba la empuñadura de su espada; un tercero levantaba la palma, en un gesto a sus compañeros.
Todos ellos miraban hacia delante con sus ojos de mármol.
– Los ojos -dije. Era una pregunta.
Ferrante me hizo un guiño.
– Es una pena que seas una hembra. Hubieses sido un buen rey. De todos sus hijos, tú eres quien más se parece a tu padre. Eres orgullosa y dura, mucho más que él. Pero a diferencia de él, tú tienes el temple para hacer lo que sea necesario por el reino. -Suspiró-. No como ese idiota de Ferrandino. Lo único que quiere es que lo admiren las muchachas bonitas y acostarse en una cama mullida. No tiene coraje, ni cerebro.
– Los ojos -repetí. Me intrigaban; había una perversidad en ellos que necesitaba comprender. Había oído lo que él acababa de decir; palabras que no había querido escuchar. Quería distraerme, olvidarlas. No quería en absoluto ser como el rey, como mi padre.
– Chiquilla tozuda -dijo él-. Los ojos desaparecen cuando se momifica un cuerpo; no hay modo de evitarlo. Los primeros tenían los párpados cerrados sobre las cuencas vacías. Parecía como si estuviesen durmiendo. Quería que me escuchasen cuando les hablaba. Quería verles escuchar. -Rió de nuevo-. Además, era mucho más efectivo. Mi último «invitado»… ¡cuánto le aterrorizó ver a sus compatriotas desaparecidos que lo miraban!
Intenté encontrarle un sentido a todo aquello desde mi ingenua perspectiva.
– Dios os ha hecho rey. Así que si estos hombres eran traidores, lo fueron contra Dios. No fue ningún pecado matarlos.