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César me relató todo el incidente con gran detalle y alegría. El triunfo inicial de Juan en la guerra había dotado al duque de Gandía, capitán general de la Iglesia, de una insolencia cada vez mayor. Le había escrito una carta amenazadora a Bartolomea; ella se rió y escupió en la misiva. Él escribió imperiosas cartas a su ejército, para exigirles su rendición, y prometerles seguridad si desertaban de sus puestos y pasaban a combatir en el bando de los Estados Papales.

Los hombres de Bartolomea se rieron de él.

«Ven -dijeron-. Ven y pelea. Ven y aprende qué es la verdadera guerra, capitán general.»

Juan observó los impresionantes parapetos del castillo de Bracciano; incluso trazó unos simples planes de batalla para asaltarlos. Pero al final, según César, que había leído la carta que el gran capitán general había enviado a Su Santidad, Juan comprendió que en aquel caso la situación era muy diferente: que existía la posibilidad de que su ejército fuese derrotado.

Así que, sin pompa, su ejército dejó Bracciano al amparo de la noche y se dirigió hacia el norte, a un castillo menos imponente defendido por un ejército menor en Trevignano. Bartolomea, victoriosa, dejó la bandera francesa izada a tope del mástil.

En Trevignano, los hombres de Juan libraron una feroz batalla mientras él enviaba órdenes desde un lugar apartado. No fue fácil, pero el ejército de Alejandro conquistó el castillo y saqueó la ciudad.

No hubo momento para el descanso, porque mientras tanto, otros miembros de la familia Orsini, encabezados por el patriarca Cario, habían recibido dinero de los franceses y reclutado un ejército compuesto de soldados de Toscana y Umbría. Avanzaron rumbo al sur hacia la fortaleza de Soriano, defendida por un cardenal Orsini que consideraba que el Papa debía limitar sus poderes a la Iglesia, y no meterse en los asuntos terrenales de los nobles en los Estados Papales.

El ejército de Juan se vio obligado a encontrarse con sus enemigos allí, a varios días de marcha al norte de Roma. Los Orsini eran hábiles estrategas; consiguieron separar parte de las tropas del capitán general, las derrotaron y lanzaron un contraataque. Esa vez, Juan quedó atrapado en medio del combate y no pudo escapar a la seguridad de los flancos. Recibió una herida leve en el hombro y perdió quinientos hombres.

Esa era una posibilidad que nunca había tenido en cuenta; se retiró de inmediato y su ejército se rindió.

Ahora, durante la cena, Alejandro rabiaba; se levantó de la silla, paseó y gritó; contra Juan por su idiotez, contra sí mismo por no haber empleado más hombres, más caballos, más espadas. Vaciaría hasta el último cofre en Roma, juró, incluso vendería su tiara…

Pero a la postre, Su Santidad era un hombre práctico. Hizo un trato con los Orsini: aceptó cincuenta mil ducados de oro y otras dos fortalezas a cambio de la promesa de desistir de la guerra. Alejandro también accedió a pedirle a mi tío, el rey Federico, que liberase a los Orsini que estaban prisioneros en Nápoles.

Mientras tanto, ordenó a Juan que regresara a casa.

En Roma, los días de otoño eran frescos, una promesa del helado invierno que llegaría. Muchos en Italia lo llamarían un tiempo moderado, porque la nieve casi nunca manchaba los antiguos edificios y plazas. Pero yo estaba acostumbrada a inviernos que se diferenciaban muy poco de los veranos, así que esperaba la venidera estación con cierto miedo.

Pasaba el mayor tiempo posible lejos de mis damas: nunca había tenido talento para el disimulo, y descubrir la verdadera naturaleza de la relación entre Lucrecia y su padre me había preocupado. Me enfadé en secreto con César; si yo fuese un varón, me dije a mí misma, habría matado a Alejandro mucho tiempo atrás para proteger a Lucrecia, y al demonio con las consecuencias.

En realidad yo también era cómplice, porque guardaba ese terrible secreto con el fin de salvar mi propio pellejo. Yo no era mucho mejor; era una adúltera, que traicionaba a su marido. Yo era tan amiga de Lucrecia como se podía ser; ella confiaba en mí hasta cierto punto, aunque yo comprendía por qué no confiaba en nadie. Bailábamos juntas en las fiestas, nos reíamos, jugábamos al ajedrez (Lucrecia era una gran aficionada y siempre ganaba) y en ocasiones salíamos a cabalgar juntas por las pinedas romanas, escoltadas por los guardias y nuestras damas.

Sin embargo, nuestra amistad me corroía; no podía olvidar los celos que me había mostrado respecto a los afectos de su padre; ni tampoco podía olvidar el aparente sincero éxtasis en su voz cuando había presenciado su apareamiento con Alejandro.

Intenté justificarlo en mi mente, como quizá hubiese hecho Alfonso: tal vez, después de vivir tantos años en una casa corrupta, había dejado de percibir los límites entre el bien y el mal. También podía ser que sus ardientes gemidos hubiesen sido solo un esfuerzo para protegerse de la furia de Alejandro.

Comía poco, perdía peso, y vagaba por los enormes y laberínticos jardines detrás del palacio de Santa María como un espectro durante el día, y como un fantasma negro en las noches que tenía una cita con César.

El 24 de enero de 1497, Juan, glorioso duque de Gandía, famoso capitán general de la Iglesia, entró de nuevo en Roma; esta vez, incluso, con más fanfarrias y festejos, como si volviese victorioso y no derrotado.

Su Santidad solo tuvo palabras de elogio para su inepto hijo; todas las maldiciones que Alejandro le había dedicado durante la guerra estaban ahora olvidadas. Durante la cena, escuchamos cómo el Papa le decía a Juan que él era la gran esperanza del papado; cómo llevaría la gloria a la casa Borgia cuando estuviese recuperado para regresar a la batalla. Juan, a su vez, respondió con su sonrisa insolente. (Cuándo se «recuperaría» Juan nunca fue mencionado; y nunca vi prueba alguna de la herida que lo había hecho huir frente al enemigo.)Sabía que César era un hombre de férrea voluntad; sin embargo, sus celos hacia su hermano le trastornaban tanto que no podía ocultarlos del todo. Una noche, después de culminar nuestro encuentro amoroso, me contó con gran detalle cómo se podría haber derrotado sin grandes esfuerzos a Bartolomea, y el modo de expandir los territorios de los Estados Papales. Lo explicó mientras yacíamos boca arriba y contemplábamos la cúpula dorada del techo.

– Si pudiésemos conseguir el respaldo de un ejército mucho más poderoso -se lamentó César-, la Romaña podría ser nuestra. Mira. -Con el índice trazó el contorno de la bota de Italia en el techo, y luego señaló la parte superior izquierda-. Allí está la frontera occidental con Francia, y allí a la derecha, Milán. Casi en la misma línea al este se encuentra Venecia. -Bajó el dedo en diagonal-. Luego abajo hasta Florencia. Al norte está la región denominada la Romaña, muy lejos al noroeste de Roma, en el centro.

»Es sencillo forzar la lealtad de los barones en los Estados Papales pero Juan no tiene la dureza, la astucia, para hacerlo. Yo sí.

– Se sentó con un movimiento brusco, entusiasmado, la mirada todavía fija en las imaginarias tierras que podían conquistarse-. Una vez que los Estados Papales estén unidos y si conseguimos el apoyo de España, y quizá -me dirigió una astuta mirada de soslayo- Nápoles, podríamos conquistar toda la Romaña. -Abrió la mano, y señaló hacia la amplia zona que se extendía al noroeste desde Roma hasta la costa-. Imola, Faenza, Forli, Cesena… Las fortalezas caerían ante nosotros, una tras otra en hilera.