– ¿Qué hay de los D'Este? -lo interrumpí. Era una familia muy poderosa que tenía un ducado en la Romaña desde hacía generaciones. Su jefe, Ercole, era un hombre pío, muy leal a la Iglesia.
César lo consideró por un momento.
– El ejército de los D'Este es demasiado poderoso para derrotarlo; preferiría aliarme con ellos y conseguir que luchasen a nuestro lado.
Asentí satisfecha. Los D'Este eran mis primos por el lado de donna Trusia.
– Luego tomaremos Florencia -continuó César-. Nunca se ha recuperado de la pérdida de Lorenzo Médici; su política todavía está sumergida en el caos. Mientras nuestro ejército sea lo bastante fuerte para derrotar a los franceses…
– ¿Qué pasa con Venecia? -pregunté, a un tiempo divertida y curiosa. Nunca había visto tanta pasión en él fuera del acto amoroso, y me sorprendió su gran ambición-. Allí, no tienes familia ni barones a los que derrotar. Los ciudadanos gozan de considerable libertad; no rendirán sin más su Consejo y aceptarán a un único gobernante.
– Será difícil -admitió, con expresión muy grave-, pero posible, con los hombres suficientes. Una vez que vean nuestros otros triunfos, quizá estén más dispuestos a abrirnos sus puertas.
Me reí, no para burlarme, sino asombrada ante su decisión. Era obvio que había analizado la cuestión a fondo; hablaba como si ya hubiese conseguido esas ciudades.
– Supongo que pretendes ir hasta la puerta trasera de Francia y arrebatar Milán a los Sforza. Eres un hombre con una suprema confianza.
Me miró con una amplia sonrisa.
– Madonna, no tienes idea.
– Si estás tan ocupado librando guerras -pregunté, solo medio en broma, porque nunca había olvidado las palabras de César que me habían tocado tanto el corazón-, ¿cuándo tendrás tiempo para llevarme a Nápoles y darme hijos?
La fiereza en sus ojos y expresión se suavizó; su tono se volvió cariñoso.
– Para ti, Sancha, encontraré el tiempo.
Pero Alejandro había tomado su decisión: César lo sucedería como Papa, mientras Juan aseguraría el poder secular de la casa Borgia. No importaba que César no estuviera de acuerdo con las decisiones de su padre y Juan careciese de aptitudes. La decisión de Alejandro era irrevocable.
Una fresca tarde me alejé en las profundidades del jardín y me encontré en un laberinto de ligustros y rosales.
Aquel día, mi mente se centraba de nuevo en los hijos; mejor dicho, en la falta de ellos. Cuando llegué a Roma, Alejandro se burló de Jofre y de mí al preguntar cuándo tendríamos hijos; pero, después de un tiempo, cuando no vino ninguno, cesaron sus comentarios. Aquello no parecía preocupar mucho a Jofre, pero creo que ambos nos mirábamos en secreto y nos preguntábamos: «¿Seré estéril?». «¿Será a causa del testículo izquierdo de Jofre, que nunca ha bajado del todo?» La verdad era que, durante los dos primeros años de matrimonio, no había querido tener hijos, por lo que había hecho un uso constante de agua y zumo de limón. Durante los últimos meses, sin embargo, se me ocurrió que un hijo no solo mejoraría mi posición a los ojos de Su Santidad, sino que también quizá me diese cierta seguridad física.
Si bien era por todos sabido entre los miembros de la casa Borgia que Jofre no era hijo de Alejandro, había sido reconocido como heredero en una bula papal, y por lo tanto sus hijos serían considerados nietos de Rodrigo y merecedores de todos los derechos. Además, para los Borgia, la apariencia era mucho más importante que los hechos. Yo adoraba a César con tanta desesperación que pensar en tener a sus hijos era algo mágico; el amor transformaba la idea del deber de la maternidad en un privilegio.
Llegué a una esquina del laberinto y me encontré en un cul de sac, donde un querubín de bronce derramaba agua de una gran jarra a una fuente de mármol.
También descubrí que no estaba sola. Allí se encontraba Juan, vestido con una túnica de satén roja y calzas color azafrán; por una vez no llevaba la capa o el turbante. Había empezado a dejarse crecer el bigote desde el comienzo de su fracasada campaña pero, como Jofre, la barba apenas le crecía.
Me observó, los brazos enjarras, las piernas separadas y bien plantadas en el suelo, con su habitual expresión burlona.
– Ah -exclamó, en tono casi ufano-. Un precioso día de sol. Un poco fresco… lo ideal para el romance.
– Entonces tendrás que ir a buscarlo a otra parte -respondí. Mi mano derecha se movió en un gesto instintivo hacia el estilete oculto-. No lo encontrarás conmigo.
Algo cambió en su expresión, se volvió más dura.
– Soy un hombre decidido -afirmó, en un tono que me hizo mirar en derredor para saber si había alguna ayuda a mano-. Dime, doña Sancha -se acercó un paso, y yo retrocedí uno a mi vez-, ¿cómo es que te sientes tan atraída hacia César, y en cambio solo muestras desprecio hacia mí?
– César es un hombre. -Puse especial énfasis en la última palabra.
– ¿Acaso yo no lo soy? -Separó las manos en un gesto de pregunta-. César no es más que un ratón de biblioteca. Sueña con batallas, pero lo único que conoce es la ley canóniga. Que hable de estrategia tanto como quiera, pero solo sabe hablar en latín. Nunca se ha puesto a prueba en la batalla como yo.
– Es verdad -repliqué-. Has sido puesto a prueba, y no has dado la talla. En el instante en que una espada mordió tu carne, huiste llorando como un niño.
Las comisuras de su boca se curvaron hacia abajo. Se movió más rápido de lo que esperaba, y me asestó un puñetazo en la barbilla que me arrojó hacia atrás contra los arbustos.
– ¡Puta! -gritó-. Te enseñaré a respetar a quienes son mejores que tú. Lo que quiero, lo tendré y ni tú ni César podréis impedirlo.
Agité los brazos; las espinas cortaron mi carne y rompieron mi vestido. Antes de que pudiese recuperar el equilibrio, Juan se abalanzó sobre mí; me sujetó por los brazos, me sacó de los arbustos y me lanzó sobre el sendero de grava.
Un instante antes de que pudiese ponerse encima de mí, empuñé el estilete y asesté una puñalada desde su pecho izquierdo hacia arriba, hasta su hombro derecho. Cortó el fino satén con extrema facilidad, y también noté cuando cortó la carne; un alarido de Juan y una mancha oscura en el pecho de su túnica lo confirmaron.
Esperaba que huyese, como había hecho en la guerra; sin embargo, retrocedió por un instante, con una expresión de desmayo y sufrimiento mientras se tocaba la herida, y luego se miró los dedos en busca de sangre. La visión de esta -aunque era poca- encendió el fuego del odio en sus ojos, y gritó un nombre con voz ronca.
– ¡Giuseppe!
Se escuchó el rumor de las hojas entre los arbustos, y apareció un sirviente. Giuseppe era el doble de ancho y la mitad de alto que Juan. Entonces me asusté de verdad. Conseguí sentarme y moví de un lado a otro mi daga. El hombre se rió, pero la preocupación se reflejaba en sus ojos.
Con mucha habilidad, me tumbó de nuevo y me sujetó las muñecas con tanta fuerza que pareció que iba a destrozarme los huesos; me vi obligada a soltar el arma. Llené mis pulmones, y grité de furia en su rostro, al tiempo que rezaba para que hubiese alguien en el jardín que mirase desde la logia; pero la única respuesta fue el gorgoteo del agua en la fuente del querubín.
Giuseppe se acuclilló junto a mi cabeza y mantuvo mis manos sujetas mientras yo lanzaba puntapiés; mientras tanto, Juan se alzó, triunfante, y se desabrochó la bragueta.
– ¿Así que la yegua todavía está sin domar? -dijo a su secuaz-. La cabalgaremos de todas maneras.
No le hice el acto fácil ni agradable; tuvo que utilizar todo su peso para sujetarme, y era de constitución más menuda que César, así que la tarea requirió un considerable esfuerzo de su parte. Pero al final, él era el fuerte y yo la débil, así que consiguió violarme. Me forzó a abrir las piernas, hundió los dedos hasta muy adentro en la carne de mis muslos y me lastimó. Luego me penetró con tanta brutalidad que tuve que morderme el labio inferior para no darle la satisfacción de escuchar mis gritos de dolor.