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El desdén en la actitud y el tono de César eran insoportables.

– Pregúntale a Juan.

Me detuve en mitad de un paso; César tuvo que ayudarme a continuar.

– ¿Te ha dicho lo que hizo conmigo? -pregunté, incrédula-. Entonces, por favor, dime, ¿por qué estás furioso conmigo?

Me miró con un desagrado indescriptible, y por un momento no dijo nada. Por fin, contestó:

– No te entiendo, madonna. ¿Mantienes una aventura con mi hermano y me preguntas por la causa de mi enfado?

– ¿Una aventura? -Retrocedí como si me hubiesen abofeteado-. ¡Me violó!

César no se conmovió.

– Hay un testigo que dice lo contrario.

– ¿Estás dispuesto a creer la palabra de esa persona por encima de la mía?

– Madonna, Juan lleva el anillo de oro de tu madre colgado de una cadena alrededor del cuello; una prenda de amor. La lleva oculta para que no se vea, pero yo la he visto. Me confesó su amor por ti y que tú le correspondías, sin saber que nosotros dos éramos íntimos.

Solté una exclamación. Por un momento me quedé muda, demasiado ultrajada, demasiado herida para saber cómo enfrentarme a la revancha que Juan se había cobrado; una dura revancha para un rechazo y una única bofetada en público. Con sus falsas palabras, había destruido la única cosa que me había dado felicidad desde mi llegada a Roma.

– ¡Es una maldita mentira! -exclamé-. ¿Qué clase de hombre…? -Me interrumpí y luché para recuperar el control de mí misma, porque había dejado de bailar y había alzado la voz hasta casi gritar. Los bailarines más cercanos nos miraron y murmuraron; tal era mi furia que no me importó, incluso a pesar de que Alejandro nos miraba con el entrecejo fruncido-. Sé qué clase de hombre es -proseguí en un tono más bajo-. Tu hermano es una serpiente, la más vil y baja de las criaturas… no solo ha mancillado mi honor, ha perpetrado la más siniestra falsedad para castigarme por haberle abofeteado en público. Me robó aquel anillo. No acudí a ti aquella noche porque estaba atormentada por el dolor… y temí que pudieras hacer alguna locura. Temía por tu bien. Ahora veo que estaba totalmente equivocada.

Debajo de la máscara, sus labios temblaron, pero no me respondió.

– Trae a tu «testigo»; Giuseppe, ¿no? Deja que me mire a los ojos y a ver si es capaz de repetir la mentira, porque fue él quien me sujetó. Interrógalo, y la verdad saldrá a la luz.

– Giuseppe ha sido mi leal sirviente durante años -dijo César-. Desprecia a Juan. Por nada en el mundo estaría dispuesto a ayudar a mi hermano a cometer semejante acto.

– Algo lo llevó a ello, cardenal. -Hice una pausa solo de voz, porque mi cuerpo continuaba ejecutando los pasos sin sentido de la danza, seguía el ritmo de la música que parecía carecer de melodía-. Juan miente cuando finge no saber nada de nuestra relación. La verdad es que lo abofeteé aquella primera noche porque dijo que podía acostarme con él, dado que ya me acostaba con sus otros dos hermanos.

César titubeó; pero entonces, el orgullo herido pudo más, y respondió:

– No toleraré ser un cornudo, madonna. No tiene sentido continuar discutiendo este asunto.

– Por lo tanto -señalé en voz baja, con una dignidad y compostura que no sentía-, prefieres creer en la palabra de Juan por encima de la mía.

No respondió.

– Es tu hermano, César, y no yo, quien te ha tomado por un tonto -añadí.

Acabamos el baile sin decirnos ni una palabra más.

Aquella noche ni siquiera intenté acostarme. El amor me había despojado de todo respeto por mí misma; tanto que había reprochado a mi madre su irrazonable amor por mi padre, y ahora me encontraba en la misma posición. Humillada, me vestí con mi tabardo negro y el velo, y caminé sola por el pasillo secreto que llevaba desde Santa María a San Pedro. Los guardias me conocían y me dejaron pasar; al verme, el único centinela en la puerta de la antecámara de César se apartó mientras yo llamaba a la pesada puerta.

Era tarde. César abrió la puerta en persona, todavía vestido, y me alivió ver que él tampoco podía dormir. Me sentí todavía más aliviada al encontrarlo solo.

Al verme, velada y muda, no dijo nada; solo me miró con expresión huraña. Luego me invitó a entrar con un gesto.

De inmediato me quité el velo.

– César, no puedo soportar estar separada de ti. Estoy dispuesta a rebajarme para recuperar de nuevo tu confianza.

Él esperó más palabras, con una expresión escéptica en su apuesto rostro barbado, con los brazos cruzados sobre el pecho; pero no me arredré. Me quité el pesado tabardo, luego me despojé de la enagua negra por encima de la cabeza; en un instante, me mostré desnuda ante él, y le enseñé mis brazos.

– Aquí están mis muñecas, donde Giuseppe me sujetó -dije al tiempo que las giraba para mostrar mejor los amarillentos morados; luego me volví para mostrarle la espalda, donde Esmeralda decía que aún podían verse las numerosas marcas dejadas por las piedras del jardín. Deseaba escuchar la exclamación de César, oírle maldecir a su hermano, pero detrás de mí solo había silencio.

Me volví para enfrentarme de nuevo a él; vi la duda en su expresión, así que me humillé todavía más y separé las piernas.

– Aquí. -Señalé mis muslos, los oscuros morados dejados por las ásperas manos de Juan en la pálida carne.

Un largo silencio se hizo entre nosotros. El rubor subió a mis mejillas; recogí mis prendas y volví a vestirme, aunque me veía incapaz de dejarlo. Esperé desesperada, con el corazón en un puño, ansiosa por ver la menor señal de que había recuperado su confianza.

– Esas podrían ser tan solo las marcas dejadas por una gran pasión -manifestó él, con voz pausada.

Lo miré estupefacta, hasta el punto de quedarme muda. Salí de su habitación corriendo, para impedir que viese qué profundo era mi dolor.

No regresé a mi cama. Busqué la oscura intimidad del jardín, y allí me senté paralizada por el dolor, hasta que la noche comenzó a dar paso al amanecer.

Capítulo 19

César y yo manteníamos una cortesía distante en las ocasiones en las que no podíamos evitar encontrarnos. En cuanto a Juan, se aseguró de que los rumores de nuestra «aventura» corriesen por toda Roma. Por lo demás, me dejó en paz, excepto que de vez en cuando me dirigía una mirada de triunfo, sobre todo cuando veía que César y yo nos cruzábamos en silencio. Al parecer, Juan se daba por satisfecho con haberme degradado una vez; no necesitaba repetir la ofensa.

A pesar de que Jofre había oído los rumores, insistía en mostrarse bondadoso, algo que solo hacía que aumentar mi melancolía. Dormía mal, comía mal; mi marido mandó llamar a médicos para que me examinasen y me dieran tónicos, pero ninguno consiguió curarme del mal que padecía.

La imagen de César siempre estaba ante mis ojos; no conseguía librarme de algunos pensamientos. ¿Qué más podía hacer para recuperarlo? Me había humillado como no había hecho por ningún otro hombre; y no podía entender cómo dudaba de mi amor y lealtad. ¿Cómo no podía creerme, cuando él mismo había visto los morados? ¿Cómo podía creer que fuese capaz de tanta duplicidad?

La respuesta la recibía a menudo, pero cada vez intentaba ahogarla: «Solo un hombre capaz de una gran traición podría sospechar lo mismo de los demás». Tan angustiada me sentía que renuncié a buscar la compañía de los demás. A la primera oportunidad, me iba a la cama. Las cartas de mi madre y Alfonso, sin abrir y sin responder, se apilaban en mi mesilla de noche.

Lucrecia advirtió mi tristeza, y para mi asombro, hizo todo lo posible por aliviarla. Me invitó a comer platos preparados para tentar mi pobre apetito; me invitó a cabalgadas y a salidas campestres. Me sentí conmovida por sus esfuerzos. Cuando estábamos a solas, intentaba ser mi confidente, descubrir la fuente de mi pesar.