Pero mi silencio era constante; César me había enseñado muy bien la relación entre la supervivencia y la necesidad de contener la lengua cuando se trataba de los Borgia. Por lo tanto, sonreí y acepté la amistad de Lucrecia, pero no conté nada.
Un día, Lucrecia y una de sus damas entraron en mis habitaciones.
– ¡Vamos! -anunció-. ¡Vamos a repartir limosnas entre los pobres!
Yo me había refugiado en mi cama, aburrida y cansada.
– Hace demasiado frío -protesté. En realidad, en el cielo no había ni una sola nube, y brillaba el sol.
– ¡Bah! -replicó Lucrecia. Se acercó a mi cama, cogió el libro que tenía entre mis manos y me levantó-. ¡Hace un día precioso! ¡Vamos a buscarte un vestido adecuado!
Fuimos a mi armario, y como si fuese doña Esmeralda pretendiendo vestirme para un baile, eligió uno de mis mejores vestidos, una creación de terciopelo verde hoja y tul de seda verde mar; las mangas se sujetaban con moños de cintas doradas.
Cuando ambas estuvimos vestidas -ella de azul zafiro- manifestó:
– ¡Ah, Sancha! ¡Eres demasiado hermosa para estar triste! ¡Mírate, eres la mujer más encantadora de Roma! ¡Cuando la gente te vea, creerán que están en compañía de una diosa!
Solo pude sonreír ante su bondad. Resultaba difícil creer que esa fuese la misma mujer que me había mirado con tanta suspicacia y odio cuando llegué por primera vez a Roma; pero su preocupación por mí parecía sincera. Quizá, una vez ganada su confianza, ella se entregaba sin reservas; quizá me había equivocado al juzgarla, y en secreto ansiaba una vida buena y sencilla.
Fuimos a la ciudad en un hermoso carruaje abierto que llevaba en la puerta la insignia de los Borgia: un fiero toro rojo.
No nos habíamos alejado mucho cuando la gente nos vio y comenzó a correr hacia el carruaje, con un coro de bendiciones. Lucrecia se inclinó hacia mí y, de una bolsa de terciopelo, volcó en mi regazo las «limosnas» que yo debía lanzar.
Miré la resplandeciente pila.
– ¡Lucrecia, esto son ducados de oro! Un único ducado bastaría para que un campesino se comprase una granja, una casa… esto es de una generosidad impensable.
Ella me dedicó una sonrisa extravagante.
– Razón de más para que nos quieran. -Se levantó y arrojó un puñado de monedas a la multitud que esperaba.
De inmediato se escucharon fuertes vivas.
La miré y vi su rostro rosado por el sol, con los ojos brillantes con la alegría de hacer a otros felices.
¿Cómo podía negarme? Sonreí, cogí un puñado de ducados y los lancé hacia la multitud.
Giovanni Sforza, el marido de Lucrecia tanto tiempo ausente, había llegado el enero anterior. Al parecer, ya no podía seguir haciendo caso a los cada vez más insistentes mensajes del Papa para que regresara y fuese un marido correcto con Lucrecia. Sforza había sido recibido en Roma sin la fanfarria reservada a los hijos del Papa, ni siquiera con una fiesta. Giovanni, conde de Pesaro, tenía una figura poco impresionante. Era larguirucho y torpe, con una nuez enorme y grandes ojos saltones, de forma que siempre parecía sorprendido. Su personalidad también tenía defectos: era efusivo en los momentos equivocados. Y retraído en otros; sospechaba que Alejandro lo había escogido por su falta de carácter. Lucrecia podría manipularlo a placer.
Pero nadie había tomado en cuenta la profundidad del miedo de Giovanni. Con mucha prudencia temía a los Borgia; sobre todo desde que Milán, donde gobernaba su poderosa familia, había cometido la imprudencia de apoyar al rey francés, Carlos, durante la invasión. Al menos, esa era la explicación oficial de su inquietud.
Durante tres meses, Sforza había interpretado el papel de marido de Lucrecia; aunque no muy bien, porque, según sus sirvientes, Su Santidad le había dado a escoger entre regresar con su esposa… o enfrentarse a un incierto y no especificado destino. El matrimonio se mostraba cortés en público, y se les veía juntos solo cuando lo exigían las circunstancias. Pero si existía algún afecto entre ellos, yo no lo vi. Lucrecia hacía de esposa con gran dignidad, aunque el obvio deseo de Giovanni de estar en alguna otra parte debía de avergonzarla mucho. Hice lo posible por distraer a mi cuñada de este dolor con pequeñas aventuras, de la misma manera que había hecho ella conmigo.
En ningún momento Giovanni sufrió la menor molestia. Al contrario, el Papa y sus hijos hicieron lo imposible para que Sforza se sintiera bienvenido y honrado; en todas las ceremonias, su rango solo estaba por debajo del de Juan y de César. Es más, el Domingo de Ramos, Giovanni fue uno de los pocos que recibieron la palma sagrada bendecida por Su Santidad.
Pero la mañana del Viernes Santo, Sforza partió de madrugada al galope, y escapó a su Pesaro natal. Ya no quiso volver por mucho que insistieron.
Corrieron los rumores. Uno de ellos decía que un sirviente de Sforza había escuchado una conversación entre Lucrecia y César en la que planeaban envenenarlo; ese era el más persistente.
Pero las palabras más crueles no llegaron de los labios de los chismosos, sino del propio Giovanni: acusaciones que solo se atrevía a hacer desde la seguridad de su fortaleza en Pesaro. Su esposa había sido «inmodesta», manifestó, en cartas públicas donde explicaba su situación. Había insinuaciones que decían que esa falta de modestia era tan escandalosa que no podía explicarse, algo que ningún marido normal podía tolerar de ningún modo.
Yo lo comprendí en el acto: Sforza había visto lo mismo que yo entre el Papa y Lucrecia. El sabía lo que yo sabía; al parecer se había enterado de su ilícita aventura muy poco después de su matrimonio. Sus nervios nunca le habían permitido vivir sometido a tanta tensión.
Yo no podía culparlo, pero mi corazón padecía por Lucrecia. Ella había parecido aliviada al tenerlo a su lado, y ahora su huida había conseguido rodearla de un sinfín de habladurías. Nadie se atrevía a hablar mal de Su Santidad, o de acusarlo de incesto, pero Lucrecia no se libraba. La llamaban «Puta, la esposa e hija del Papa».
En Florencia, Savonarola sermoneaba con exacerbado fervor contra los pecados de Roma, y llegó al extremo de justificar la violencia contra el Papa y su Iglesia. El sacerdote reformista escribió a los gobernantes de diversas naciones, para urgirles a que se apoderasen de la tiara de Alejandro; apeló al rey francés, Carlos, para que se lanzase sobre Italia y de nuevo «hiciese justicia».
El Papa dispuso la anulación del matrimonio de Lucrecia y excomulgó a Savonarola en mayo.
Lucrecia lo soportó todo hasta donde pudo; finalmente en junio, sin el conocimiento o el permiso de Su Santidad, reunió a un selecto grupo de damas y se retiró al vecino convento dominico de San Sixto. Se haría monja, le dijo a su padre; había acabado con el matrimonio y con los hombres.
Alejandro estaba furioso. Una hija casadera era una valiosa herramienta política, algo de lo que no podía prescindir sin más. Unos días después de la llegada de Lucrecia al convento envió a un grupo armado, para exigir a las monjas que le entregasen a Lucrecia, «porque donde mejor estaba era al cuidado de su padre».
Esto hizo que los chismorreos de Roma aumentasen todavía más. «¿Lo veis? No puede estar sin ella ni un solo día.»La abadesa del convento, la hermana Girolama, se enfrentó sola a los hombres. Sin duda, era una valiente y muy buena oradora, porque los soldados se marcharon de San Sixto sin su recompensa, para gran enfado de Alejandro.
Lucrecia se negaba a regresar. Empecé a creer que se había visto coaccionada a mantener la incestuosa relación con su padre. Sentí una sincera y profunda piedad por ella.
Con el tiempo, Alejandro se serenó y dejó que Lucrecia permaneciese en San Sixto. Creía que acabaría por aburrirse de la vida monacal y echaría de menos las fiestas.
Pero había algo que él no sabía y que yo no tardaría en descubrir.
Fui de incógnito a visitar a Lucrecia a San Sixto, y fui escoltada hasta su habitación por una de las hermanas de hábito blanco. Sus aposentos no se podían considerar espartanos: estaban amueblados con mucho lujo; eran grandes habitaciones que habían sido preparadas sobre todo para las nobles visitantes, y Lucrecia había traído gran parte de su propio mobiliario, de forma que no añorara tanto su hogar.