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Seguía la tímida firma de Lucrecia.

Era una petición de divorcio, admisible según la ley papal si, tal como declaraba el documento, el matrimonio no había sido consumado en tres años.

Además, Lucrecia aceptaba someterse a una revisión física por parte de las comadronas, para demostrar su virginidad.

Los grandes ojos oscuros de Pantasilea reflejaban su angustia.

– Su Santidad ya está recibiendo las propuestas de los pretendientes. Solo considera esto desde el punto de vista político, sin ninguna preocupación por los sentimientos de Lucrecia. Ella me ha dicho que prefiere morir antes que casarse de nuevo. No ha dejado de hablar de una manera extraña, madonna, como si estuviese intentando despedirse.

Se acercó a mí y, en voz muy baja, añadió:

– Corro el peligro de que me maten por deciros esto, doña Sancha, pero acepto el riesgo si con ello salvo la vida de Lucrecia. Ella posee un frasco de canterella, y lleva con ella una cierta cantidad.

Fruncí el entrecejo, porque desconocía la palabra.

– ¿Canterella?

Ella se sorprendió por mi ignorancia.

– El veneno por el que son famosos los Borgia. Muy letal. Me temo que Lucrecia pretende tomarlo ella misma; muy pronto. Lloraba mientras firmaba el documento, doña Sancha. Creo que ahora ha ido a hacer las paces con Dios.

Yo estaba desconcertada.

– ¿Por qué me revelas tales secretos? ¿Qué puedo hacer?

– He estado buscando la canterella para ocultársela, pero he sido incapaz de descubrir dónde la oculta. ¿Podéis ayudarme?

La miré. Me estaba pidiendo que arriesgase mi vida; pero me recordé que era por el bien de Lucrecia, que había sido tan bondadosa cuando yo había estado desesperada. Asentí con un gesto.

– Está en un pequeño frasco verde de cristal veneciano -añadió Pantasilea, angustiada-. He buscado en su cofre, entre sus joyas, pero también existe la posibilidad de que lo haya ocultado en alguno de sus vestidos.

Señaló el gran armario.

Me acerqué al mueble y abrí las puertas mientras Pantasilea hacía lo mismo con un cofre y se ponía manos a la obra. Lucrecia solo había llevado cuatro vestidos con ella; no había ido allí para hacer vida social. Comprendí la necesidad de la noble de mantener el engaño y la protección: todos mis vestidos tenían un pequeño bolsillo en el corpiño. Quizá Lucrecia había diseñado algo similar.

Con el fin de buscar a fondo en los vestidos, tuve que entrar en el armario. Las mangas eran el lugar más obvio, y fue allí donde comencé la búsqueda.

Apenas había empezado a palpar las telas cuando oí una voz de hombre en el pasillo; una muy conocida, que llamaba a Lucrecia. Antes de que pudiese reaccionar, doña Pantasilea cerró las puertas del armario al tiempo que me susurraba:

– No os mováis, no digáis ni una palabra.

Parecía ridículo. Bastaba salir del armario, cerrar las puertas y comportarme con toda inocencia; si me descubrían oculta en su interior provocaría unas enormes sospechas. ¿Por qué querría Pantasilea mantener secreta mi presencia en la habitación?

Pero ya estaba hecho; permanecí inmóvil al tiempo que espiaba a través de una pequeña rendija en las puertas del armario. Vi a César que entraba en la habitación, y después echaba una rápida ojeada al documento de divorcio.

– Llama a Lucrecia -le dijo a Pantasilea en tono seco-, y después vigila que no nos interrumpan.

La dama asintió. En cuanto ella se hubo marchado, estuve a punto de salir del armario, con la intención de decirle a César que me había escondido solo para gastarle una broma, al escuchar su voz en el pasillo. Pero cuanto más tiempo pasaba, menos creería que se trataba de una broma; y después de todo, hacía muy poco que nos habíamos reconciliado. Tanto César como Lucrecia se mostrarían extrañados ante tan ridículo comportamiento, así que permanecí en mi incómoda posición.

César paseó por la habitación, concentrado y con expresión grave. Al parecer, se ocupaba de los asuntos de su padre, pero no obtenía ningún placer en hacerlo.

Entonces aparecieron Lucrecia y sus damas. Al ver a César, su hasta entonces expresión lúgubre desapareció; despidió de inmediato a sus acompañantes, y luego sujetó las manos de su hermano.

Ambos miraron la resolución de divorcio.

– Así que está hecho -dijo César.

Lucrecia exhaló un suspiro triste; pero desde luego en absoluto desesperado como había temido doña Pantasilea. Su tono fue de sencilla resignación.

– Está hecho.

César le acarició la mejilla como si quisiera consolarla.

– Me ocuparé de que tengas un buen marido. Alguien de más rango que un Sforza. Esta vez a un joven; alguien apuesto y encantador.

– No puede haber nadie más encantador que tú. -Apoyó sus manos sobre los hombros de César y él la sujetó por la cintura; se besaron.

No era el abrazo entre un hermano y una hermana. Inmóvil en el armario, apenas respiré mientras descubría algo que me atravesó como una espada. Me tambaleé golpeada por una sensación de indescriptible asco; mareada, tendí una mano con mucha cautela y silencio, hasta apoyarla en la madera pulida para no caerme.

Cuando se apartaron, Lucrecia manifestó:

– Quiero que el niño permanezca en el seno de la familia.

– El viejo cabrón cree que es suyo -replicó César-. Ya lo he convencido para que firme una bula secreta. El niño será un Borgia, con todos los derechos. Tú sabes que me encargaré de que siempre esté bien cuidado.

Ella sonrió y le cogió la mano; César le besó la palma abierta.

– Pobre Lucrecia -dijo-. Esto no es fácil para ti.

Ella se encogió de hombros.

– Tú tienes tus propios problemas.

– Juan es un bufón. Solo es cuestión de tiempo que nos dé la oportunidad de librarnos de él.

– Eres demasiado duro con Juan -le reprochó Lucrecia con ternura.

– Soy demasiado sincero -afirmó César-, y el único Borgia suficientemente inteligente para ser capitán general.

– Tú eres el único varón Borgia -le corrigió Lucrecia, y él sonrió.

– Eso es verdad. De haber sido tú un varón, yo no hubiese tenido ninguna oportunidad de serlo; tú me hubieses superado antes de haberlo intentado. -Le soltó la mano, enrolló el documento y después lo ató con una cinta-. Le llevaré esto a Su Santidad. ¿Te veré mañana?

Su tono no dejó ninguna duda de que el propósito de la visita sería algo más que un encuentro fraternal.

– Por favor -dijo Lucrecia. Luego hizo una pausa, y añadió, en un curioso tono-: Sé bueno con Sancha.

Él frunció el entrecejo, desconcertado.

– Por supuesto, soy bueno con Sancha. ¿Por qué no iba a serlo?

– Ella ha sido buena conmigo.

– Seré bueno -repitió César, y luego en un tono más ligero añadió-: Pero cuando sea rey de toda Italia, sabemos quién será de verdad mi reina.

– Lo sé -manifestó Lucrecia. Al parecer ya habían discutido de ello antes; no obstante, se sintió obligada a repetírselo, mientras César iba hacia la puerta-: Pero sé bueno con Sancha.

Pantasilea no tardó mucho en regresar y en inventarse una excusa para que Lucrecia saliese de sus aposentos, y yo pudiese escapar.

No le dije nada de lo que había visto y escuchado. No tenía ninguna duda de que ella me había empujado al armario con la intención de que descubriese verdades incluso más peligrosas que la revelación sobre la canterella.

Justo antes de marcharme, encontré un pequeño frasco de vidrio metido en un bolsillo en la manga de uno de los vestidos de Lucrecia. Lo oculté en mi corpiño sin decirle nada a nadie. Tal era mi estado mental que, cuando me lo llevé a mis habitaciones en Santa María, pasé mucho tiempo pensando cómo utilizarlo.