Capítulo 21
Aquella noche envié a César una nota para avisarle de que estaba enferma. Desde luego mi espíritu estaba enfermo; mi intuición de que César no había creído en mí porque él era capaz de traicionar, había sido correcta. Pero nunca había imaginado el alcance de su duplicidad: había hablado con tanto dolor, con tanta indignación, del incesto de su padre con Lucrecia, mientras que él era culpable de lo mismo. No se podía creer nada de lo que había dicho César.
Ahora, habían hecho creer a Alejandro que el hijo de Lucrecia era suyo, cuando en realidad, era de su hermano. Un pensamiento se repetía una y otra vez en mi mente, mientras miraba desde mi balcón los oscuros jardines: «¿Qué monstruosa familia es esta?».
No podía confiar en ninguno de ellos; incluso mis sentimientos hacia Lucrecia cambiaron. Si bien ella quizá me quería con sinceridad, y había rogado a su hermano que me tratase con bondad, su idea del amor y la lealtad era tan retorcida que iba más allá de mi comprensión. Me había incitado a reconciliarme con César a pesar de que pretendía seguir siendo su amor.
Me sentía tan llena de dolor aquella noche, tan cerca de la locura, que sujeté el frasco de canterella en mi mano y me pregunté si debía beber su contenido. Odiaba a César con toda mi alma… y al mismo tiempo, seguía temerosa y violentamente enamorada de él. Comprenderlo me llenó de desesperanza. ¿Cómo había sido incapaz de descubrir su traicionera naturaleza? Sin duda tendría que haber habido señales; cierta frialdad en sus ojos, quizá una fugaz crueldad en los labios… De entre todas las personas, yo tendría que haberlo visto porque ya las había visto antes, en los ojos y en los labios de mi padre, y aunque no eran visibles en Ferrante, las había intuido en su malvado corazón.
Salí del balcón, crucé en silencio el dormitorio, donde dormía Esmeralda, y salí a la antecámara. Allí, busqué el camino con mucho cuidado en la oscuridad, me serví una copa de vino y, con dedos temblorosos, me esforcé en abrir el frasco de cristal.
Como un sueño, una imagen se formó ante mí en las sombras: el cuerpo de mi padre colgado de un enorme candelabro de hierro forjado, con la bahía de Mesina al fondo.
Apreté los labios, me erguí y miré el frasco con desagrado. Me juré a mí misma en aquel momento que nada ni nadie -y menos todavía César Borgia- conseguiría provocarme hasta el punto de que me quitara la vida. Nunca me convertiría en el cobarde que había sido mi padre.
Durante el resto de la noche, permanecí sentada en el balcón, y me maldije a mí misma por no ser capaz de controlar mis sentimientos por César. No sabía durante cuánto tiempo persistirían, pero estaba decidida a no volver a satisfacerlos durante el resto de mi vida.
Por la mañana, con la primera luz, le escribí una carta donde decía que, dados los rumores referentes a los miembros de la familia en el Vaticano, lo mejor era que suspendiésemos nuestras citas, al menos por un tiempo, con el fin de no dar pie a más habladurías. Mandé a doña Esmeralda que se la entregase a uno de sus servidores.
No me respondió, ni en persona ni por carta; si estaba herido por mi petición, no lo mostró en público, y me trató con cortesía.
Durante los dos días siguientes, no aparecí en las cenas familiares, y rechacé las invitaciones de Lucrecia para que fuese a visitarla. No podía soportar verla después de saber lo que ella sabía. Permanecí en la cama durante días, aunque no dormía. Tampoco encontraba el descanso por la noche; en cambio, me sentaba en el balcón en la oscuridad, con la mirada perdida en el cielo alumbrado por las estrellas y con el deseo de poner fin a mi dolor.
Continué con esta conducta hasta que, en las últimas horas de la noche, doña Esmeralda apareció en el balcón vestida con su camisón.
– Doña Sancha, debes poner fin a esto. Acabarás enfermando.
– Quizá ya lo esté -respondí, con indiferencia.
Ella frunció el entrecejo, pero su expresión continuó siendo de maternal interés.
– Me preocupas. Te comportas como hizo tu padre, cuando lo dominaron los tiempos de la negrura.
Dicho esto volvió al dormitorio.
Atónita, la miré cómo se marchaba. Luego miré de nuevo al cielo, como si buscase allí una respuesta. Pensé en Jofre, mi esposo, una persona con la que estaba en deuda. Quizá era débil de carácter, pero seguía siendo una persona dulce en medio de toda aquella perversidad, y a diferencia de sus supuestos hermanos, no deseaba el mal a nadie. Merecía una buena esposa.
También pensé en Nápoles, y en aquellos que amaba allí.
Por fin me levanté. No entré en el dormitorio con la esperanza de dormir, sino que fui a la antecámara, encendí una vela y luego busqué recado de escribir.
Querido hermano:
Ha pasado mucho tiempo desde que recibí noticias tuyas sobre la vida en Nápoles. Dime, por favor, cómo estáis tú y madre. No me ahorres ningún detalle…
Respecto a Juan, César había tenido razón al decir que no tardaría mucho en aparecer la oportunidad para que la familia de deshiciese de él.
Solo unos días después de enviarle a César la carta donde le decía que no volveríamos a encontrarnos, el cardenal Ascanio Sforza -hermano de Ludovico Sforza, gobernante de Milán, y pariente del calumniado Giovanni Sforza- ofreció una gran recepción en el palacio de la vicecancillería en Roma. Muchos distinguidos huéspedes asistieron. Lucrecia aún permanecía enclaustrada en San Sixto, pero Jofre me suplicó que fuese con él. Con el deseo de ser una esposa obediente, acepté, pese a que en la lista de invitados había dos hombres a los que deseaba evitar: el duque de Gandía y su hermano, el cardenal de Valencia.
El palacio del vicecanciller era fantástico: las fincas eran tan grandes que estábamos obligados a ir hasta la entrada en carruajes, y cuando entramos en el gran salón -tres veces más grande que el del Castel Nuovo- esperar a que nos anunciasen. Los Borgia llegamos juntos, y fuimos presentados en orden de importancia al Papa: primero Juan, que se quitó la gorra con su penacho de plumas y la agitó en dirección a la multitud para responder a los gritos y aplausos dedicados al capitán general; luego César, silencioso y vestido de negro; y por último Jofre y yo, el príncipe y la princesa de Squillace. El entorno era extraordinario; habían construido una fuente interior de tres niveles, rodeada por centenares de velas cuya luz teñía de dorado cada gota de agua. Los suelos estaban cubiertos con pétalos de rosa, que perfumaban el aire; este efecto solo era superado por el aroma de la comida, traída en bandejas de oro por los sirvientes. Tan enorme era la habitación que incluso las grandes estatuas de mármol blanco -de gloriosos hombres y mujeres desnudas, al parecer antiguos romanos- parecían pequeñas.
Forcé la sonrisa y saludé a aquellos dignatarios a los que ya conocía, y dejé que me presentasen a otros. Sobre todo, hice lo imposible para evitar a Juan y a César.
Mientras caminaba del brazo con mi marido, nos encontramos con Giovanni Borgia, el cardenal de Monreale, que había sido testigo de nuestra noche de bodas. El cardenal había engordado, y la franja de pelo debajo del capelo rojo era casi totalmente gris, pero en sus dedos brillaban como siempre los diamantes.
– ¡Altezas! -gritó, con un entusiasmo que me recordó al de su primo Rodrigo-. ¡Qué alegría veros a los dos! -Observó mis pechos sin disimulo, luego le guiñó un ojo a Jofre y lo tocó con el codo-. Veo que las rosas todavía florecen.
Jofre se rió, un tanto avergonzado por la referencia, pero respondió:
– Cada día es más hermosa, ¿no es verdad, ilustrísima?
– Así es. -El cardenal sonrió-. Y tú, don Jofre, te has convertido en todo un hombre… Sin duda porque tienes a toda una mujer por esposa.
Sonreí cortésmente; Jofre rió de nuevo. Estábamos a punto de ir a saludar a otros cuando César -para mi desconsuelo- se unió al grupo.