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– Don Giovanni -dijo con afecto-, se os ve saludable y joven como siempre.

El sobrino del Papa sonrió.

– La vida me favorece… como puedo ver que hace con tus hermanos. Pero Jofre -bajó el tono para parecer un conspirador-, da un poco más de comer a tu esposa. Está un poco delgada. ¿La montas demasiado, muchacho?

Sorprendido, Jofre abrió los labios para responder; por fortuna, el cardenal fue requerido en aquel momento por nuestro anfitrión, Ascanio Sforza.

Mi esposo me miró; desde hacía semanas se interesaba por mi salud, y siempre era amable y cariñoso.

– Me ocuparé de eso -declaró-. Permíteme que vaya a buscar a un sirviente para que te sirva algo de comer. -Con esto se marchó, y me dejó sola con César.

Intenté alejarme hacia otro grupo, pero César me cortó el paso, y me obligó a quedarme.

– Ahora eres tú quien se muestra poco bondadosa conmigo, madonna -dijo César; su tono era el de un amante dolido-. Comprendo tu carta, y aprecio tu deseo de discreción, dadas las circunstancias con mi hermana, pero…

– Es más que eso -le interrumpí-. Juan hizo correr rumores sobre nosotros; debemos hacer lo posible para acallarlos. -Intenté mantener mi expresión controlada; luché para fingir que estaba haciendo aquello por nuestro bien, y no porque lo despreciaba.

Sin embargo, al mismo tiempo, otra parte de mí lo deseaba; algo que me llenaba de vergüenza y desprecio por mí misma. Lo miré, tan apuesto, seguro de sí mismo, elegante y malvado…

Él se acercó un paso; retrocedí por instinto, al recordar que rodeó con sus brazos la cintura de Lucrecia y proclamaba: «Tú serás mi reina…».

– Si ya hay rumores, ¿por qué debemos sufrir? ¿Por qué n© seguir como antes? Solo pasamos una noche juntos desde nuestro reencuentro… -Hizo una pausa para agachar la cabeza, luego exhaló un suspiro y la levantó de nuevo-. Sé que tienes razón, Sancha, pero es tan difícil… Al menos, dame una esperanza. Dime cuándo podré verte de nuevo.

En ese instante la aparición de Jofre evitó la respuesta; me volví hacia mi marido, que me ofrecía un plato de almendras azucaradas y pasteles. Me ocupé de la comida e hice lo posible para eludir la mirada de César.

Mientras comía, atrajo nuestra atención un fuerte y ebrio grito desde otro rincón; reconocí la voz mientras todos nos volvíamos hacia el origen del disturbio.

– ¡Mirad a esos glotones! -farfulló Juan.

Acompañado por uno de sus capitanes, que en ese momento intentaba acallarlo, señaló con gesto extravagante a uno de los invitados: el corpulento Antonio Orsini, un pariente del marido de Julia y también del cardenal Sforza. Orsini estaba sentado a la mesa junto a su robusta esposa y sus dos hijos, ambos obispos, y en aquel instante se metía en la boca todo lo que podía de un pato asado. Era gordo hasta tal punto que sus manos apenas llegaban a tocarse por encima de la enorme barriga; su rostro, hinchado y carnoso, mostraba nada menos que tres papadas, que ni siquiera su barba negra podía ocultar.

– Quizá, don Antonio -añadió Juan, con una voz lo bastante fuerte como para ser escuchada por todos los presentes-, si no pasases tanto tiempo en las mesas de tus parientes más ricos, no serías un tonel.

Algunos se rieron.

Don Antonio dejó el resto del bocado en el plato y movió la mano manchada de grasa en un gesto despectivo.

– Quizá, donjuán, si no te alejaras tan rápido de tus enemigos no serías tan delgado.

Muchos de los presentes soltaron exclamaciones de asombro.

Juan desenvainó la espada y avanzó tambaleante hacia el burlador.

– Pagarás muy caro tu insulto, señor. Te desafiaría a un duelo, pero, como soy un caballero, no puedo aprovecharme de alguien del todo incapaz de un esfuerzo físico.

Don Antonio se levantó y dio un par de pasos hacia delante; incluso ese pequeño esfuerzo lo dejó sin aliento.

– Soy perfectamente capaz de responder a tu desafío, señor; pero tú no eres un caballero. No eres más que un cobarde y un vulgar bastardo.

Los ojos de Juan se entrecerraron de furia; la misma ira incontrolada que una vez había dirigido contra mí. Esperé verle lanzar un golpe con la espada; en cambio, pálido y mudo, giró sobre sus talones y salió del palacio.

Orsini soltó una sonora carcajada.

– Como siempre, un cobarde. ¿Lo veis? Ha vuelto a escapar.

Ascanio Sforza, ansioso como anfitrión de evitar cualquier escena desagradable, hizo una seña a los músicos para que comenzasen a tocar. Se inició el baile; recibí varias invitaciones pero las rechacé todas. Muy pronto le susurré a Jofre que estaba cansada y deseaba regresar a casa. Buscó al cardenal Sforza, para poder despedirnos.

Pero fuimos interrumpidos por una gran conmoción en la entrada: para asombro de los presentes, entró un contingente de una docena de guardias papales, con las espadas desenvainadas y expresiones amenazadoras.

– Buscamos a don Antonio Orsini -anunció el comandante.

El cardenal Sforza se acercó presuroso.

– Por favor, por favor -le dijo al comandante-. Esta es una residencia privada y solo se trataba de una disputa entre dos invitados; y una disputa menor, provocada por el vino. No hay necesidad de una respuesta extrema.

– Estoy aquí por orden de Su Santidad, el papa Alejandro -replicó el oficial-. Tanto el capitán general como Su Santidad han sido insultados. Tal crimen no se puede perdonar.

Llevó a su tropa hacia el interior; mientras los demás observábamos, detuvieron al desdichado don Antonio.

– ¡Esto es un ultraje! -exclamó, mientras su esposa lloraba y se retorcía las manos-. ¡Un ultraje! No he hecho nada para que sea detenido.

Pero llevarse al prisionero no era la intención de los soldados: arrastraron a la víctima al jardín, donde un par de sus compañeros ya habían atado una cuerda a un viejo olivo.

Dos grandes antorchas ardían a cada lado; se pretendía que el acto tuviese testigos. Los invitados lo seguimos, atónitos.

A la vista de la horca que le esperaba, don Antonio cayó de rodillas y soltó un alarido.

– ¡Me disculpo! ¡Por favor, basta! ¡Decidle al capitán general que ruego su perdón, que haré cualquier disculpa pública que desee!

«Esto detendrá esta locura», pensé. Pero el comandante no dijo nada, solo les hizo una seña a sus soldados. Don Antonio fue arrastrado, gimiente y tembloroso, a su destino. Con dificultad, los soldados lo ayudaron a subir a un banquillo debajo del árbol.

Incluso hasta el último instante, no creí que fuese a suceder; probablemente ninguno de nosotros lo creía. Sujeté el brazo de Jofre; César estaba a mi otro costado. Los tres miramos, traspuestos.

Tuvieron que aflojar el nudo para deslizado alrededor del grueso cuello de don Antonio. El cardenal sollozaba desesperado mientras volvían a ajustarlo. El comandante dio la señal para que derribaran el banquillo.

La multitud soltó una exclamación, incrédula. Solo César no emitió ningún sonido.

Don Antonio colgó ante nosotros en el frío aire de la noche, los ojos saltones, sin vida. Durante unos momentos reinó un silencio absoluto, el único sonido era el crujido de la rama mientras el pesado cuerpo se balanceaba.

Desvié la mirada; primero hacia Jofre, cuyas amables facciones estaban heladas en una expresión de absoluto horror. Después miré a César.

La mirada del cardenal era atenta, pensativa, la de una mente ambiciosa en funcionamiento. Miraba el cadáver de don Antonio; sin embargo, a través de él veía la oportunidad que estaba más allá.

Una semana más tarde, a mediados de junio, cuando Lucrecia llevaba en San Sixto poco más de quince días, Vannozza Cattanei celebró una fiesta familiar en honor de sus hijos. Jofre y yo asistimos, junto con César y Juan en toda su arrogante gloria, como también el cardenal Borgia de Monreale.

La fiesta, al aire libre para aprovechar el buen tiempo, tenía lugar en un viñedo propiedad de Vannozza. Habían instalado una gran mesa para acomodarnos a nosotros y a nuestros cortesanos; estaba engalanada con flores y candelabros de oro, flanqueada por muchas antorchas; la fiesta comenzaba por la tarde, pero la intención era que continuase hasta bien entrada la noche.