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Sujeté el brazo de Jofre mientras éramos escoltados a la propiedad. Si bien él todavía se entretenía con las cortesanas y bebía en exceso, yo hacía la vista gorda a tal comportamiento; en cambio, me concentraba en su bondad. Había decidido dedicarme a complacerlo lo mejor que pudiera, porque no sabía qué otra cosa hacer para dar sentido a mi vida.

Una vez que llegamos al lugar de la fiesta, fui presentada a su madre por primera vez. Vannozza era una atractiva mujer, de cabellos cobrizos y poseedora de una serena confianza; la maternidad había ensanchado un poco su cintura, pero aún poseía una bella figura, con grandes pechos y largos y delicados brazos y manos; sus ojos eran tan claros como los de Lucrecia. Su rostro era el de César; con una mandíbula fuerte, mejillas esculpidas y una nariz recta y prominente. Ese día, llevaba un vestido de seda gris tortora, que acentuaba el color de sus ojos y los cabellos.

Solté el brazo de Jofre y sujeté las manos que me ofrecía Vannozza; ella me dirigió una mirada entre calculadora y afectuosa.

– Doña Sancha. -Nos abrazamos; luego, ella se apartó para observarme y esperó hasta que Jofre se hubiese alejado lo suficiente para decirme-: Mi hijo te quiere muchísimo. Espero que seas una buena esposa para él.

Le devolví la mirada abierta y sinceramente.

– Hago todo lo que puedo, donna Vannozza.

Ella sonrió con orgullosa satisfacción a sus tres hijos, mientras Jofre se reunía con Juan y César y aceptaba una copa de vino de un sirviente.

– Lo han hecho muy bien por sí mismos, ¿verdad?

– En efecto, madonna.

– Vamos a reunimos con ellos.

Así lo hicimos. Advertí que por una vez César no iba vestido con su habitual sotana negra, sino con una magnífica túnica escarlata bordada con hilos de oro; Juan, como siempre, vestía de forma exagerada, con rubíes, brocado de oro y brillante terciopelo azul; sin embargo, el cardenal de Valencia resultaba muchísimo más elegante.

Me coloqué junto a Jofre, y dirigí la sonrisa y el saludo obligado a sus dos hermanos mayores.

– Ilustrísima -le dije a César, al tiempo que desviaba los ojos cuando él me besó en cada mejilla, como se requería en las relaciones familiares-. Capitán general -le dije a Juan. Para mi sorpresa, no había vanagloria en los ojos del duque de Gandía, ningún desafío, ninguna ira disimulada; su beso fue cortés, distante. Se comportaba como alguien que había sido castigado.

Saludé a los demás huéspedes. Cuando llegó el momento de dirigirnos a la mesa, Vannozza me cogió del brazo y dijo con voz firme:

– Aquí, Sancha. He escogido el lugar de cada uno.

Para mi pesar me sentó entre Juan y César.

Por fortuna, al comienzo de la cena, todos nos distrajimos con los brindis, dirigidos por la matriarca, Vannozza. Juan fue el primer saludado.

– Por el capitán general -proclamó donna Vannozza, con entusiasmo-, que conseguirá para todos nosotros la paz y la prosperidad.

Esto provocó los aplausos de los servidores de Juan; él dio las gracias con una exagerada reverencia, como un gracioso soberano.

– Por el sabio y erudito cardenal de Valencia -anunció Vannozza a continuación.

Hubo algunos corteses murmullos; luego llegó el brindis final.

– Por el príncipe y la princesa de Squillace. -Este brindis fue recibido con disimuladas sonrisas.

La cena, aunque interminable, no fue tan mala como había temido. Juan no me dijo ni una palabra; hablaba con el cardenal Giovanni Borgia, sentado a su derecha. En cuanto a César, de vez en cuando captaba mi mirada; la suya era dolorosa y suplicante. En cierto momento intentó hablarme al oído mientras los demás estaban distraídos, pero yo lo aparté gentilmente, mientras le decía:

– Este no es el momento oportuno, cardenal. No nos causemos más dolor hablando de nuestra situación.

No me hizo caso, y susurró:

– Mírate, Sancha, tu rostro esta tenso, has perdido peso. Admítelo, eres tan desdichada como yo. Pero veo que ahora te aferras a Jofre; no me digas que dejarás que algo tan ridículo como la culpa destruya nuestro amor.

Lo miré, herida. No podía negar mi pesar; pero el motivo iba mucho más allá de lo que César sospechaba. Me aparté de él.

No nos dijimos nada más el uno al otro. En cuanto se ocultó el sol, encendieron las velas y las antorchas.

En ese momento un desconocido se unió a nuestro grupo, un hombre alto y delgado, con el rostro cubierto por una máscara de cerámica pintada con brillantes colores al estilo veneciano. Por las aberturas para los ojos y la boca, podía verse una solemne expresión; en la frente llevaba dibujado el símbolo de las balanzas. El pelo y el cuerpo estaban cubiertos con una capa con capucha, que ocultaba todavía más su apariencia. Nuestro visitante conocía a los miembros de nuestro grupo, y los saludó a todos por su nombre, pero disfrazó su voz haciéndola más profunda; intrigados, intentamos adivinar su identidad. Era la época del carnaval y había muchas fiestas de disfraces en la ciudad; todos creímos que el invitado había venido de una de dichas fiestas.

Vannozza lo invitó a la mesa y los sirvientes trajeron una silla para él; me encantó cuando la colocaron entre Juan y yo, y, de esta manera, aumentó la separación. Juan se mostraba muy interesado por nuestro misterioso visitante, y dedicó mucho tiempo a interrogarlo en un esfuerzo por descubrir su identidad. El desconocido lo conquistó, porque a medida que transcurría la noche, ambos conversaban con las cabezas casi juntas y oí que hacían planes para nuevas aventuras después de la fiesta. Llegó un momento en que Juan se marchó para aliviarse de la abundancia de vino, y Jofre y yo aprovechamos para despedirnos y regresar a casa.

Pero antes de levantarme, me volví hacia el hombre desconocido a mi lado y le pregunté, en voz baja:

– Me marcho, señor. Siento curiosidad: ¿me dirás tu nombre? Te prometo que no se lo diré a nadie.

Me miró, y vi una extraña luz que brillaba en los ojos oscuros detrás de la máscara.

– Llámame Justicia, madonna -respondió, con voz suave-. Estoy aquí para poner las cosas en su sitio.

Su respuesta me provocó un escalofrío. Lo observé en silencio, y luego me levanté para ir a reunirme con mi esposo. En el momento en el que abrazábamos y besábamos a Vannozza antes de retirarnos, Juan volvió a la mesa y decidió que había llegado el momento para que él y su misterioso amigo fuesen en busca de mujeres amorosas.

Mientras los dos se marchaban, sin despedirse de la anfitriona, me volví para mirar a César.

El cardenal acababa de llevarse la copa a los labios, pero podía ver sus ojos. Estaban fijos en Juan y en el desconocido, con la misma distante intensidad con la que habían mirado cómo el corpulento cuerpo de Antonio Orsini se balanceaba de la rama del olivo.

Ninguno de nosotros -incluida Su Santidad- advirtió que Juan no había regresado a la mañana siguiente. Era su costumbre, cuando se despertaba en la cama de una mujer desconocida, esperar hasta al atardecer para volver al Vaticano.

Pero el ocaso dio paso a la noche. Jofre y yo habíamos sido invitados a cenar con el Papa y escuchamos las palabras de preocupación de Alejandro. Mientras estábamos cenando apareció el capitán de Juan, y anunció que el capitán general no se había presentado para ocuparse de los asuntos más urgentes del día.

Alejandro se retorció las manos.

– ¿Dónde puede estar? ¿Por qué quiere causarle a su pobre padre tanta preocupación? Si algo le ha ocurrido…

Jofre se levantó de su lugar y apoyó una mano en el hombro de Alejandro.

– No ha ocurrido nada, padre. Ya sabéis cómo es Juan cuando encuentra a una nueva mujer. Es incapaz de negarse otra noche de amor… pero estoy seguro de que regresará llegada la mañana.