Mantuve mis brazos apretados alrededor de Jofre mientras él escuchaba horrorizado. En cuanto a Su Santidad, lo escuchó todo con una expresión dura.
Cuando acabó el relato le preguntó al pescador:
– ¿Por qué no informaste de esto de inmediato?
– Santidad -respondió el hombre con voz temblorosa-, he visto arrojar al Tíber a más de cien cadáveres. Nunca nadie ha demostrado la menor preocupación por ninguno de ellos.
Por asombrosa que fuese esta declaración, no dudé de su veracidad. Se cometían al menos dos o tres asesinatos cada noche en Roma, y el Tíber era el cementerio favorito para las víctimas.
– Sacadlo de aquí -ordenó Alejandro.
El guardia obedeció y se marchó con el pescador. En cuanto hubieron salido, el Papa ocultó de nuevo el rostro entre las manos.
Jofre subió los peldaños hasta el trono.
– Papá -dijo, al tiempo que abrazaba a su padre-, nos ha hablado de un asesinato, pero seguimos sin saber si el muerto era Juan.
Ninguno de nosotros se atrevió a mencionar que el caballo favorito de César era un semental blanco.
– Quizá no -murmuró Alejandro. Miró a su hijo menor con una chispa de esperanza-. Quizá todo nuestro sufrimiento es en vano. -Soltó una risa trémula-. Si lo es, debemos pensar en un terrible castigo para Juan por hacernos sufrir tanto.
Vacilaba entre la esperanza y la desesperación. Por lo tanto, permanecimos con él otra hora hasta que apareció un tercer guardia papal.
Al ver la expresión de este soldado, Alejandro soltó un aullido. Jofre se echó a llorar; porque el temor en los ojos del joven soldado revelaba lo que había venido a anunciar. Esperó hasta que los sonidos del dolor se apagaron lo suficiente para ser escuchado.
– Santidad… han encontrado el cuerpo del duque de Gandía. Lo han llevado al castillo de Sant'Angelo, donde lo lavarán para el sepelio.
Nadie pudo contener a Alejandro, no atendía a razones. Insistió en ir a ver el cuerpo de Juan, incluso a sabiendas de que aún no había sido preparado para ser visto, pero no podía creer que su hijo estuviese muerto.
Jofre y yo lo acompañamos. Lo escoltamos al entrar en la habitación donde las mujeres lavaban el cadáver; se inclinaron, asombradas al ver a Su Santidad, y se apresuraron a dejarnos a solas. El cadáver de Juan estaba envuelto en una tela; Jofre la apartó, respetuoso.
El hedor penetró en nuestras narices. El cuerpo había estado en el río una noche y un día enteros en pleno verano.
Juan mostraba un aspecto grotesco. El agua había hinchado su cadáver hasta el doble de su tamaño; sus ropas estaban rasgadas, la barriga sobresalía por debajo de la túnica. Sus dedos eran gruesos como salchichas. Resultaba duro verlo así: la lengua hinchada asomaba entre los dientes; los ojos abiertos, cubiertos con una película lechosa; el pelo aplastado contra su rostro por el barro. Lo habían apuñalado varias veces; vaciado de sangre, su piel tenía el color del mármol. Lo peor de todo era que le habían rajado la garganta de oreja a oreja, y la herida se había llenado con barro, hojas y trozos de madera.
Alejandro soltó un alarido y se desplomó. Ni siquiera los esfuerzos de Jofre y míos lograron levantarlo.
Debido al calor, Juan fue enterrado tan pronto como acabaron de lavarlo y vestirlo. Los miembros de la casa del duque y sus hombres más allegados, seguidos por un contingente de sacerdotes, cargaron el féretro. Jofre y yo observamos desde los aposentos papales mientras la procesión alumbrada por las antorchas caminaba hacia la catedral de Santa Maria del Popolo, donde Juan fue enterrado junto a la cripta de su hermano, Pedro Luis.
El Papa no asistió, pero lloró con tanto dolor que Jofre y yo no pudimos escuchar los lamentos de la procesión. Nos quedamos con él aquella noche -incapaces de convencerle de que comiese, bebiese o durmiese-, pero no hicimos un solo comentario ni entonces ni más tarde, sobre la conspicua ausencia de César.
Otoño de1497
Capítulo 22
La muerte de Juan dio lugar a una investigación dirigida por los principales cardenales de Alejandro, incluido César, que hizo una gran exhibición de ataques verbales hacia los sospechosos. El primero de los investigados fue Ascanio Sforza, el cardenal en cuya fiesta un invitado había insultado a Juan y había pagado el crimen con su vida. César maltrató a Sforza, pero el cardenal se mostró prudente: no se inquietó en lo más mínimo ante las acusaciones sino que cooperó al máximo, sin dejar de insistir en que no tenía nada que ocultar; un hecho que quedó confirmado muy pronto. César se disculpó a regañadientes.
También fueron investigados otros enemigos -Juan se había ganado muchos-, pero ni el tiempo ni la persistencia ayudaron a descubrir ninguna pista.
O quizá revelaron demasiadas; no habían pasado tres semanas del crimen, cuando Alejandro ordenó detener la búsqueda del asesino. Creo que él sabía la identidad del culpable en su corazón, y había renunciado a intentar convencerse a sí mismo de otra cosa.
Con mucha prudencia, César había dejado Roma en aquel momento debido a un asunto oficiaclass="underline" presidir como cardenal legado la coronación de mi tío Federico como nuevo rey de Nápoles. En otras circunstancias, yo hubiese aprovechado la oportunidad de visitar a Alfonso y donna Trusia; pero el papa Alejandro no era el único sumido en el duelo. Jofre estaba muy apenado por el asesinato de Juan, pese a los posibles celos que hubiese sentido por el favoritismo de su padre. Me sentí obligada a permanecer a su lado.
Jofre no pensaba únicamente en su pena; me pidió que visitase a Lucrecia.
– Por favor -suplicó-, está sola en San Sixto, y yo estoy demasiado afectado para consolarla. Necesita el consuelo de otra mujer.
No confiaba en Lucrecia; su amable disposición hacia mí no había hecho que interrumpiera su relación con César, aunque ella sabía que yo lo amaba. Ella también conocía su ambición de convertirse en capitán general, y quizá había aprobado la muerte de Juan, o había tenido algo que ver.
No obstante, fui al convento por respeto a los deseos de mi marido. Una vez allí, saludé a la joven Pantasilea en la puerta de los aposentos de Lucrecia; de nuevo, las hermosas facciones morenas de la doncella estaban tensas de desesperación.
– Llevarse la canterella no ha servido de nada, madonna -susurró-. No os mostréis tan sorprendida; sé que os la llevasteis, porque Lucrecia casi se ha vuelto loca buscándola, sin poder encontrarla. Ahora se está dejando morir de hambre. No ha comido en una semana, ni bebido en dos días.
Pantasilea me llevó a la habitación interior, donde, vestida solo con un camisón a pesar de que ya era mediodía, Lucrecia estaba sentada en la cama, con las piernas y el vientre cubiertos con las finas sábanas. Estaba más pálida que nunca; los ojos y las mejillas hundidas, con una expresión de absoluto distanciamiento. Me miró con desinterés, y luego volvió su rostro hacia la pared.
Me acerqué a la cama y me senté a su lado.
– ¡Lucrecia! Pantasilea dice que no comes ni bebes, pero ¡debes hacerlo! Sé que estás triste por la pérdida de tu hermano, pero él no hubiese querido hacerte daño a ti ni a tu hijo.
– Al infierno conmigo -murmuró Lucrecia-. Al infierno con el niño. Ya está maldecido. -Dirigió una mirada vivaz a Pantasilea-. Márchate, y no te quedes escuchando junto a la puerta. Ya sabes demasiado. Me sorprende que hayas vivido tanto.
Pantasilea escuchó, con una mano sobre la boca; no era porque le asustaran las palabras de su ama, sino por el dolor ante el abandono de Lucrecia. Se volvió, con los hombros inclinados bajo el peso de su preocupación, y salió en silencio.
En cuanto se hubo marchado, Lucrecia se volvió para hablarme con la sinceridad del que agoniza.
– Dices que sabes quién es el padre del niño. Te aseguro, Sancha, que no es así. Tú no sabes cómo has sido cruelmente engañada…