No vacilé. Si ella estaba realmente dispuesta a ser sincera, entonces también lo sería yo.
– Es de César.
Ella me miró durante un largo momento, y en ese tiempo sus ojos se abrieron como platos, llenos de asombro; su rostro se convirtió en una máscara de pena, rabia y terror. Me sujetó las manos con la súbita fuerza de una mujer que da a luz, y luego soltó unos desgarradores y guturales sonidos que al principio no reconocí como sollozos.
– Mi vida… no es más que un montón de mentiras -jadeó, cuando consiguió recuperar el aliento-. Al principio viví atemorizada por Rodrigo -ella no dijo «mi padre»- y ahora todos vivimos aterrorizados por César. -Hizo un gesto hacia su vientre-. No creas que hice esto por amor.
– ¿Te violó? -pregunté. Su sufrimiento era demasiado intenso para ser fingido.
Lucrecia miró más allá de mí a la pared distante.
– Mi padre tuvo una hija antes que yo -respondió con aire ausente-. Murió hace muchos, muchos años, porque ella no aceptó sus avances con buena disposición. -Soltó una brusca y amarga risa-. He fingido durante tanto tiempo, que ya no sé la verdad de mis propios sentimientos. Tuve celos de ti como rival cuando llegaste a Roma.
– Pero yo rechacé a tu padre, y todavía estoy viva -le solté; luego hice una pausa, al comprender que esa admisión aumentaría su dolor.
La expresión de Lucrecia se endureció y sus ojos se volvieron fríos ante esa revelación.
– Estás viva porque si Alejandro hubiese intentado seducirte de nuevo, o hacerte daño, César lo habría matado. Si no de inmediato, sí en algún momento, cuando fuese oportuno para César. Tú vives porque mi hermano te ama. -Su rostro se descompuso de nuevo por unos instantes-. Pero deseaba la posición de Juan… y Juan te hizo daño, así que Juan está muerto. Ni siquiera padre se atreverá nunca a acusar a César, pese a saber la verdad. Yo estoy a salvo porque siempre puedo concertar algún matrimonio que aporte beneficios políticos. No tengo ningún motivo para vivir. -Su expresión se hizo dolorosa; cerró los ojos-. Solo déjame morir, Sancha. Sería una gran merced. Déjame morir, y escapa a Squillace con Jofre, si puedes.
La observé por un instante. Nunca había olvidado su sincera petición a César de que fuese bondadoso conmigo.
Mis peores temores referentes a César acababan de ser confirmados. Mi vida estaba en peligro; un paso en falso, y el hombre que me amaba podría disgustarse y matarme. Podía vivir o morir según el capricho de César, y yo no podría mantenerlo alejado para siempre.
Pero yo no era la única digna de compasión; la carga de Lucrecia era muchísimo más pesada que la mía. Había sido manipulada por dos hombres perversos desde la infancia, sin ninguna posibilidad de escapar. En realidad era la mujer más infeliz de la Tierra, necesitaba desesperadamente una amiga.
La abracé con fuerza. Por desesperadas o distintas que fuesen nuestras situaciones podíamos consolarnos la una a la otra.
– No dejaré que mueras, ni te abandonaré -prometí-. Es más, no saldré de esta habitación hasta que hayas comido y bebido algo.
Poco a poco, gracias a mis repetidas visitas y aliento, Lucrecia recuperó el apetito y mejoró en aspecto y salud. Le prometí una y otra vez que no la dejaría, y ella a su vez me juró que siempre tendría su amistad.
Durante mis desplazamientos a San Sixto, Alejandro recibió una carta del deslenguado Savonarola, que seguía predicando en abierto desafío a la orden papal. La carta manifestaba a Su Santidad su pesar por la pérdida de su hijo, al tiempo que le recriminaba su vida pecaminosa. Si Alejandro se arrepentía, declaraba el sacerdote, se podría evitar el Apocalipsis. De lo contrario, Dios enviaría más pesares sobre él y su familia.
Por primera vez, Su Santidad se tomó en serio las palabras de Savonarola. Envió lejos a sus mujeres y a sus hijos. César y Lucrecia ya se habían marchado, así que Jofre recibió la imperiosa orden de que él y yo debíamos regresar a Squillace, hasta que Alejandro decidiese nuestro regreso a Roma.
Jofre se sentía dolido por lo que consideraba un castigo; yo lamentaba dejar a Lucrecia en aquellas horas desesperadas pero también sentí un alivio culpable al recibir la noticia. Hicimos el equipaje y emprendimos el viaje al sur, hacia la costa, donde pasamos dos meses -agosto y septiembre- libres del sofocante calor y los escándalos de Roma. Squillace no era más que ese lugar rocoso, árido y provinciano que recordaba. Ahora que había visto las glorias de Roma, nuestro palacio parecía una patética y rústica covacha, y la comida y el vino eran atroces. Sin embargo, disfrutaba con la ausencia de esplendor; las desnudas paredes encaladas resultaban refrescantes y la falta de dorados sedante. Recorría los raquíticos jardines bajo el sol ardiente, sin ningún temor a que un atacante pudiese estar oculto entre los arbustos; recorría los pasillos sin la preocupación de poder ser testigo de alguna escena horrible. Contemplaba el mar azul -sin importarme que solo tuviese una vista parcial desde mi balcón- y me parecía bonito, incluso aunque el paisaje fuera menos hermoso que la bahía de Nápoles. Comía pescado cocinado de una manera sencilla, con aceitunas y limones, y lo encontraba tan delicioso como cualquier manjar en el palacio papal.
Lo mejor de todo fue la visita de Alfonso.
– ¡Cuánto has cambiado! -Me reí, lo abracé con todas mis fuerzas y luego me aparté, con nuestras manos sujetas, para mirarlo. Se había convertido en un hombre alto y apuesto de dieciocho años, con una barba rubia bien recortada que resplandecía al sol-. ¿Cómo es posible que no te hayas casado? ¡Debes de estar volviendo locas a todas las mujeres de Nápoles!
– Hago todo lo que puedo -respondió, con una sonrisa-. Pero ¡mírate, Sancha, cómo has cambiado! ¡Tienes un aspecto soberbio! ¡Una dama de gran posición y riqueza!
Me miré a mí misma. Me había olvidado de la costumbre sureña de vestir con modestia; allí estaba, cargada con diamantes y rubíes alrededor de mi cuello y en mi pelo, vestida con una túnica de terciopelo color plata con un vivo rojo nada menos que en Squillace. Este antinatural esplendor parecía un reflejo de hasta dónde me habían corrompido los Borgia. Necesitaba la presencia de Alfonso para purificarme, para sacar a la luz la bondad que había tenido que esconder. Me obligué a sonreír.
– En Roma no usamos mucho el negro.
– Sin duda por el calor -replicó en tono divertido. En ese momento comprendí cuánto lo había echado de menos. Era gratificante estar de nuevo en presencia de un alma cariñosa e inocente, y disfruté de su compañía todo lo posible. Sabía que no nos permitirían permanecer en Squillace para siempre. Ese era solo un respiro momentáneo. Los viví como si fuesen mis últimos días, porque mi encuentro final con César no podía postergarse para siempre. No obstante, la bondad de Alfonso hizo que mi corazón, tan castigado por la brutalidad de Juan y la duplicidad de César, comenzara a sanar; pensaba a menudo en Lucrecia, y le escribí muchas cartas de aliento.
Muy a mi pesar, Alejandro no tardó en aburrirse de su pasión por la piedad y nos llamó para que nos reuniésemos con él en Roma.
Regresamos a Roma a finales de otoño, muy poco antes de que comenzase el invierno. César ya había regresado a casa; seguía siendo cardenal, aunque había convencido a Alejandro para que iniciase los necesarios cambios en las leyes canónicas para librarlo de su hábito cardenalicio. Por fortuna, estaba ocupado con los arreglos legales y por lo tanto dispensado de aparecer en las cenas familiares. Lo vi muy poco durante aquellas semanas.
Lucrecia mientras tanto permaneció en San Sixto hasta los días anteriores a la Navidad, cuando fue llamada a presentarse en el Vaticano por los cardenales que le concederían el divorcio.
Visité a Lucrecia en sus habitaciones mientras Pantasilea intentaba vestirla. Su embarazo estaba muy adelantado, por lo que incluso con el mayor de los tabardos con ribetes de armiño colocado sobre su túnica no podía ocultarlo. Nos abrazamos y yo la besé; ella me sonrió, pero le temblaban los labios.