– Harán lo que sea que les diga tu padre -le recordé, pero su voz tembló de todas maneras.
– Lo sé. -Su tono era inseguro.
– Las cosas mejorarán -continué-. Muy pronto tu encierro se habrá acabado, y podremos salir juntas. Has sido muy valiente, Lucrecia. Tu coraje será recompensado.
Ella puso una mano en mi mejilla.
– Tuve razón en confiar en ti, Sancha. Has sido una buena amiga.
Me dijeron que se comportó de forma admirable ante el consistorio, y que ni siquiera pestañeó cuando se anunció que las comadronas la habían encontrado virgo intacta. Ninguno de los cardenales se atrevió a mencionar que, por segunda vez en la historia, Dios había considerado oportuno embarazar a una virgen.
A partir de aquel momento, Lucrecia vivió en el palacio de Santa María como una reclusa. Era inapropiado que se sentara, embarazada, junto al trono de su padre mientras él concedía las audiencias, así que permaneció en sus habitaciones.
En ausencia de su hija, Alejandro me pedía de vez en cuando que me sentase a su lado, no en el cojín de terciopelo de Lucrecia, sino en aquel que una vez había reservado para mí. No podía negarme a lo que en el fondo era una orden.
Una mañana de febrero, estaba sentada obediente y escuchaba la súplica que un noble planteaba a Su Santidad respecto a un anulamiento que deseaba para su hija mayor. Yo estaba bastante aburrida, y también lo estaba Alejandro, que bostezó varias veces, y se ajustaba la capa de armiño sobre los hombros para calentarse ante el frío invernal.
Los viejos cardenales presentes en la sala temblaban a pesar del fuego que ardía en la chimenea.
De pronto, se escucharon gritos que provenían de varias habitaciones más allá.
– ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¿Cómo te atreves a tocarla?
El tono revelaba una ira incontrolada; la voz era de César.
El noble interrumpió su aburrida historia; todos los presentes en la sala del trono miramos, con asombro, hacia el origen del escándalo. Las rápidas pisadas se acercaban; César perseguía a alguien que iba hacia nosotros.
– ¡Te mataré, cabrón! ¿Quién te crees que eres para tener derecho a tocarla?
Un joven entró corriendo en la sala del trono; vi que era Perotto, el sirviente que me había acompañado en mis idas y venidas desde San Sixto, cuando Lucrecia había estado confinada.
César lo seguía, con el rostro enrojecido y con una espada en alto, exhibiendo una furia nada característica en él.
– ¿César…? -preguntó el Papa sorprendido hasta tal punto que su voz apenas fue más que un susurro. Se aclaró la garganta y con mayor autoridad, preguntó-: ¿Qué pasa aquí?
– ¡Ayudadme, santidad! -gritó el desesperado Perotto-. Se ha vuelto loco, delira y no dice más que locuras, y no se dará por satisfecho hasta haberme matado. -Subió los escalones hasta el trono, se arrojó a los pies de Alejandro y sujetó el dobladillo de su capa de lana blanca. Yo estaba tan asombrada que me levanté sin permiso, y me apresuré a bajar los escalones, para apartarme del camino.
César se lanzó hacia el sirviente con la espada en alto.
– ¡Detente! -ordenó el Papa-. ¡César, explícate!
La explicación era necesaria, como lo era también que se detuviera, puesto que sujetar el dobladillo de una prenda del Papa era un acto sagrado, algo que daba mayor protección incluso que buscar refugio en el interior de una iglesia.
En respuesta, César se abalanzó sobre él, hizo girar al desesperado y gimiente Perotto y le cortó el cuello con la espada.
Yo retrocedí y en un acto instintivo levanté la mano para protegerme. Alejandro soltó una exclamación cuando la sangre roció sus blancas vestiduras y la capa de armiño, y salpicó su rostro.
Perotto gorgoteó, se sacudió con violentos espasmos durante unos instantes y luego se quedó quieto, tendido a lo largo en los escalones del trono.
César lo observó, con la barbilla temblorosa de severo placer. Cuando el sirviente quedó silenciado para siempre, César dijo:
– Lucrecia. El es el padre. Como hermano suyo no podía permitir que viviese. Estaba obligado a buscar venganza.
Alejandro parecía menos preocupado por las explicaciones de lo que estaba por la sangre que goteaba de sus mejillas.
– Traed un paño ahora mismo -ordenó, sin dirigirse a nadie en particular, y luego miró con asco el cadáver de Perotto-. Sacad esto de aquí.
A la mañana siguiente, encontraron el cadáver de Perotto con las manos y los pies atados en el Tíber. La costumbre exigía una exhibición simbólica como demostración de lo que podría ocurrirles a aquellos que violaran a la hija del Papa.
Muy cerca encontraron el cadáver de Pantasilea. No tenía los miembros atados, la habían estrangulado; llevaba una mordaza metida en su boca ahora muda, un claro aviso a los demás sirvientes de los Borgia de lo que podía pasarles a aquellos que sabían y hablaban demasiado.
Principios deprimavera de 1498
Capítulo 23
Lucrecia dio a luz a principios de primavera. Antes del parto, se la llevaron de Santa María, para evitar que sus gritos durante el alumbramiento revelasen a Roma el «secreto» que ya todos conocían. Alimentados por los rumores, los ataques de Savonarola contra el papado se hicieron más virulentos: pidió que se formase un consejo internacional para deponer a Alejandro.
El bebé fue un varón; bautizado con el nombre de Giovanni, por expreso deseo de Lucrecia. No pude evitar imaginar qué pensaría ahora Giovanni Sforza, un hombre que tras el divorcio era despreciado por los Borgia, que el infante llevase su nombre, como si fuese suyo.
El niño fue devuelto al palacio al cuidado de un ama de cría. Se le mantenía en un ala distante, para que sus gritos no molestasen a los adultos. Lucrecia visitaba a su hijo con toda la frecuencia que se le permitía, que a menudo no era suficiente para ella. A veces, cuando estábamos a solas, me confiaba el dolor de su corazón ante el hecho de que no se le permitiese actuar como la madre del niño. En ocasiones, lloraba, con un pesar inconsolable.
Tras el parto, aparecieron de nuevo los pretendientes, ya fuese porque no creían las denuncias hechas por Sforza, o porque no les importaban. Después de todo, los beneficios políticos eran muy grandes.
El Papa y César discutían durante horas sobre estos hombres; algunos nombres los compartían con Lucrecia, y ella a su vez, los compartía conmigo. Estaba Francisco Orsini, el duque de Gravina, y un conde, Ottaviano Riario. El favorito era Antonello Sanseverino, un napolitano; pero era un angevino, un partidario de Francia. Tal unión me situaría a mí en una grave desventaja política dentro de la familia.
También me preocupaba mi papel como amiga y confidente de Lucrecia. Había visto el destino del inocente Perotto y de Pantasilea, y sabía que los Borgia no permitirían que años de lealtad interfiriesen en sus planes. Si alguien debía ser silenciado -no importaba lo muy amado o digno de confianza que fuera- lo era sin más.
La muerte de Pantasilea me provocaba pesadillas. Nunca había visto el cadáver, solo había escuchado la detallada descripción que me había hecho Esmeralda, que para entonces había reunido una más que impresionante red de informadores y espías. A menudo me despertaba jadeando con la imagen del cuerpo de Pantasilea que flotaba como un corcho sobre el oscuro Tíber, y sus ojos muertos se abrían poco a poco para observarme. Su brazo hinchado se alzaba para señalarme con un dedo acusador: tú. Tú eres la causa de mi muerte…
Porque yo me había apoderado de la canterella, el veneno, oculto en el vestido de Lucrecia. No podía dejar de pensar que la pobre doncella había sido asesinada porque había desaparecido el veneno. Deduje que César le había dado el veneno a Lucrecia con determinadas instrucciones. Cuando César se lo había pedido, Lucrecia se había visto forzada a explicar que no estaba.