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Pantasilea, por supuesto, había sido la primera acusada.

En los momentos en los que me sentía menos culpable, me convencía a mí misma de que la joven dama de compañía había muerto por la razón que simbolizaba la mordaza encontrada en su boca: sabía demasiado y debía ser silenciada. ¿No había sido ella, después de todo, quien me había empujado al interior del armario como un modo de compartir lo que ella no podía decir: la verdad de la relación entre Lucrecia y César?

Lucrecia no era la única que pensaba en el matrimonio durante aquella primavera y verano.

Un día fui llamada al Vaticano, al despacho de César. La nota estaba firmada: «César Borgia, cardenal de Valencia».

Me senté en la cama con el pergamino en la mano. El momento que más temía había llegado. César exigiría saber el alcance de mi amor y lealtad; no aceptaría más excusas.

Con la vana esperanza de evitar una confrontación privada, me llevé a Esmeralda y a dos de mis jóvenes damas de compañía conmigo; cruzamos a pie la plaza hasta el Vaticano. Allí nos escoltaron dos guardias hasta el despacho del cardenal; en la entrada, un soldado despidió a mis damas.

– Su ilustrísima ha solicitado ver únicamente a la princesa de Squillace.

Esmeralda frunció el entrecejo ante tal descortesía, pero mis damas fueron llevadas a una sala de espera, y yo entré sola en el despacho del cardenal.

César estaba sentado a una gran mesa dorada de ébano taraceado. Tomos de la ley canónica encuadernados en cuero llenaban las estanterías detrás de él; una lámpara de aceite iluminaba la mesa. Cuando el soldado me escoltó al interior, César se levantó y me invitó con un gesto a ocupar la silla tapiz? ^a en terciopelo al otro lado de la mesa.

Me senté. En cuanto el soldado salió, César se apresuró a levantarse y arrodillarse delante de mí. Vestía la túnica y el capelo púrpura; el dobladillo de seda susurró contra el suelo de mármol.

– Doña Sancha… -dijo. Habían pasado meses desde que se había acostado conmigo; sin embargo, a pesar de la formalidad de la situación, hablaba con el afecto familiar de un amante-.

He recibido la notificación oficial de mi padre de que muy pronto me liberará de la carga de la vida monástica.

Yo no era tan tonta como para demostrar mi inquietud; decidí mantener el tono cordial.

– Me alegro por ti. Esto sin duda será un gran alivio.

– Es más que eso -replicó-. Es una gran oportunidad… para nosotros. -Me sujetó la mano y la retuvo en la suya; antes de que pudiese reaccionar, él deslizó una alianza de oro en mi dedo meñique.

Era el anillo de mi madre; el anillo que Juan me había robado el día de la violación. Conseguí, a través de un acto de supremo autocontrol, no hacer una mueca.

– ¿Cómo lo has conseguido? -susurré.

– ¿Importa? -preguntó con una sonrisa-. Doña Sancha, tú sabes que eres, y siempre has sido, el gran amor de mi vida. Haz que mi felicidad sea completa. Di que te casarás conmigo cuando sea libre.

Desvié la mirada, con profundo desagrado, pero me obligué a transmitir una emoción del todo diferente. Permanecí silenciosa durante unos momentos mientras buscaba las palabras adecuadas; pero no encontraba ninguna que pudiese salvar mi vida.

– Yo no soy libre -respondí-. Estoy ligada a Jofre.

Él se encogió de hombros, como si eso fuese una menudencia.

– Podemos ofrecerle a Jofre el cardenalato; estoy seguro de que lo aceptará. No es ningún problema lograr que se anule el matrimonio.

– No lo creas -respondí, en tono neutro-. El cardenal Borgia de Monreale en persona fue testigo de nuestro primer acto marital. No hay ninguna duda de que el matrimonio fue consumado.

Los primeros rastros de irritación aparecieron en su voz cuando comenzó a comprender que su caso estaba perdido, y no sabía la verdadera razón, algo que le enojaba todavía más.

– El cardenal Borgia está en nuestras manos. Dirá aquello que queramos. ¿No me amas? ¿No deseas ser mi esposa?

– No es eso -manifesté con ansia-. No deseo avergonzar a Jofre. Tal acto sin duda lo destrozaría.

Él me miró como si yo fuese una loca.

– Jofre lo superará. Hay un cardenalato para él, una posición que le dará poder y riquezas más que suficientes para aliviar su dolor. Podemos enviarlo a Valencia, para que la situación sea menos incómoda; vosotros dos no os veréis nunca más. -Hizo una pausa-. Madonna, no eres tonta. Todo lo contrario; eres de una inteligencia brillante. Te das cuenta de que voy a ser el capitán general del ejército de mi padre.

– Así es -respondí en voz baja.

– Yo no soy el imbécil que era Juan. Veo las oportunidades que ofrece tal posición. Pretendo extender el territorio de los Estados Papales.

– Siempre he sabido que eres un hombre de una gran ambición -declaré, en el mismo tono libre de crítica.

– Pretendo -añadió, la voz dura, la expresión apasionada mientras se me acercaba- unificar Italia. Pretendo ser su gobernante. Te estoy pidiendo que seas mi reina.

Me obligué a fingir una expresión de sorpresa. A simular que no había escuchado las mismas palabras mientras estaba oculta en el armario de Lucrecia.

– ¿No me amas? -preguntó en tono lastimero, y dejó que se viese la fuerza de sus emociones-. Sancha, había creído que no estaba equivocado respecto a la profundidad de los sentimientos que compartimos el uno por el otro.

Sus palabras derribaron mis defensas. Agaché la cabeza.

– Nunca he amado tanto a un hombre -confesé, con pesar. Conocía mi corazón: podía dejarme corromper en un suspiro, y convertirme en la malvada reina del rey César.

Eso le dio esperanza; me acarició la mejilla con el revés del dedo.

– Entonces, todo arreglado. Nos casaremos. Eres demasiado protectora con Jofre; confía en mí, es un hombre. Lo superará.

Aparté mi rostro de su mano extendida y dije con firmeza:

– No me has escuchado, cardenal. Mi respuesta es no. Estoy impresionada y conmovida, pero no soy la mujer que buscas para tal papel.

Con el rostro enrojecido, bajó la mano y se levantó; sus movimientos eran tensos por la ira reprimida.

– Es evidente que no lo eres, madonna. Puedes retirarte.

No hizo ningún otro intento de convencerme; su herida dignidad no se lo permitía. Sin embargo sabía, mientras me levantaba y salía para ir a reunirme con mis damas, que él estaba confuso, incluso herido, por mi rechazo. No podía creer que la razón que le daba -la preocupación por Jofre- fuera la verdadera.

Me sentí tranquilizada cuando él pareció incapaz de adivinar el verdadero motivo: que yo sabía que él era un asesino.

Esperé la represalia por mi negativa. Guardé mi estilete debajo de la almohada, a mano; incluso así, aquella noche dormí inquieta. Cada susurro de la brisa en la ventana, cualquier crujido en el pasillo al otro lado de la puerta me parecían los sonidos de un asesino que se acercaba. Había rechazado a César, y creía mi vida perdida. No esperaba vivir más allá de unos pocos días; vivía cada mañana que me levantaba como la última.

Le dije a Lucrecia que había rechazado la propuesta de su hermano. No me sentía del todo tranquila al confiar en ella, dado su aparente talento para la duplicidad; también lo había consultado con doña Esmeralda, pero ni siquiera los cotilleos que ella conocía coincidían en cuanto al verdadero carácter de Lucrecia. Sin embargo, necesitaba averiguar la gravedad de las represalias que debía esperar de César.

Ella escuchó mis noticias con una expresión solemne. Fue sincera; no dijo que no debiera temer represalias. Pero me tranquilizó.

– Debes comprender -manifestó- que desde entonces he hablado con mi hermano. Conserva la ilusión de que recuperes el sentido común. No le creo capaz de hacerte ningún daño físico; su corazón es tuyo para siempre.