Eso fue un consuelo; no obstante, estaba inquieta mientras pensaba en las represalias que César podría tomar, en cuanto comprendiese que yo nunca cedería.
Lucrecia y yo continuamos nuestra amistad, y nos encontrábamos casi a diario. Una mañana a finales de primavera, entró en mis habitaciones para pedirme que la acompañase a dar un paseo por el jardín, y yo acepté con entusiasmo.
Cuando estuvimos a una distancia prudencial de nuestras damas, que caminaban varios pasos detrás de nosotras, y se entretenían con sus conversaciones, Lucrecia dijo con coquetería:
– Me has hablado a menudo de tu hermano, Alfonso, y afirmas que es uno de los hombres más apuestos de toda Italia.
– No es una afirmación -repliqué, de buen humor-. Es la verdad. Es un dios dorado, madonna. Lo vi el último verano en Squillace, y solo puedo decir que es todavía más apuesto.
– ¿Es bondadoso?
– No ha nacido hombre más dulce. -Me detuve, y la miré, dominada por una súbita y maravillosa convicción-. Todo esto ya lo sabes. He hablado muchas veces de él. Lucrecia, dime, ¿es que vendrá a visitarnos a Roma?
– ¡Sí! -Asintió y aplaudió como una niña feliz; le sujeté las manos, con una sonrisa de felicidad-. Pero ¡Sancha, es todavía mejor que eso!
– ¿Qué puede ser mejor que una visita de Alfonso? -pregunté. ¡Qué tonta era, qué ignorante!
– El y yo vamos a casarnos. -Ella esperó, sonriente, a mi entusiasta reacción.
Solté una exclamación. Me sentí arrastrada a un horrible y oscuro vórtice, entre Escila y Caribdis.
Sin embargo, no sé cómo, conseguí librarme. No pude -no podía- sonreír, pero conseguí salvar la situación al sujetarla en un fuerte y solemne abrazo.
– Sancha -dijo ella, su voz ahogada contra mi hombro-, Sancha, eres tan dulce. Nunca he visto a nadie más emotivo.
En cuanto conseguí controlarme, me aparté con una sonrisa forzada.
– ¿Durante cuánto tiempo me has ocultado este secreto?
En silencio, maldije a Alfonso. No me había dicho nada de esa propuesta de matrimonio. Si lo hubiese hecho, quizá yo hubiese tenido la oportunidad de advertirle, de explicarle el peculiar círculo del infierno en el que estaba a punto de entrar. Pero escribirle quedaba descartado; mis cartas sin duda serían interceptadas y leídas por Alejandro y César dada la importancia política de esa unión. Estaba obligada a esperar hasta que él llegase a Roma como el novio.
Pero ¿acaso no había oído él las acusaciones de Giovanni Sforza? ¿Había sido tan tonto como para no creerlas? Además, toda Italia sabía que Lucrecia acababa de dar a luz. Sin duda Alfonso aceptaba la mentira de que Perotto había sido el padre y estaba dispuesto a pasar por alto la juvenil indiscreción de Lucrecia.
Todo esto era culpa mía, me dije a mí misma, por haberle ocultado a Alfonso la triste realidad de la vida en Roma.
Yo había querido protegerlo. Como una buena Borgia, había aprendido a mantener la boca cerrada.
– No mucho -replicó Lucrecia en respuesta a mi pregunta-. Padre y César no me lo han dicho hasta esta mañana. ¡Soy tan feliz! Por fin, tendré un marido de mi misma edad; uno que es apuesto y bondadoso. ¡Soy la mujer más afortunada de Roma! Tu hermano ha aceptado vivir aquí. Viviremos todos juntos en Santa María. -Me sujetó la mano-. Estaba tan desesperada solo unos meses atrás que quería quitarme la vida. Pero tú me salvaste, y por eso te estaré siempre agradecida. Ahora vuelvo a tener esperanzas.
César no podía haber escogido mejor manera de hacerme callar, de que vigilase mis maneras y me comportara como él deseaba. Sabía de mi amor por Alfonso; había hablado a menudo de él en las cenas familiares y en nuestros encuentros íntimos. César sabía que haría cualquier cosa para proteger a mi hermano menor.
– Me alegro por ti -dije.
– Sé lo mucho que lo has echado de menos. Quizá padre y César pensaban lo mismo cuando lo eligieron. -La ingenuidad de su declaración me asombró.
– No tengo la menor duda -señalé, a sabiendas de que Lucrecia captaría la ironía.
Aquella noche al entrar en mi dormitorio, me encontré a doña Esmeralda que lloraba arrodillada ante la imagen de san Genaro.
– El fin del mundo está a punto de llegar -gimió, con el pequeño crucifijo de oro que llevaba colgado alrededor del cuello entre sus manos-. Lo han matado. Lo han matado, y todos lo pagaremos.
La ayudé a levantarse y la obligué a sentarse en el borde de la cama.
– ¿A quién, Esmeralda? ¿A quién te refieres?
– A Savonarola -contestó-. Los delegados de Alejandro. No quiso dejar de predicar, así que lo colgaron, y después quemaron su cuerpo. -Sacudió la cabeza-. Dios castigará a Alejandro, madonna -susurró-. Escucha bien mis palabras: ni siquiera un Papa puede actuar con tanta maldad.
Apoyé mis manos en sus hombros.
– No temas por ti, Esmeralda. Si es verdad que Dios ve en todos los corazones, entonces ve en el tuyo, y sabe que eres una buena mujer. Nunca tendrá motivo para castigarte.
A duras penas podía decir lo mismo de mí.
Cuando Esmeralda por fin se quedó dormida, pensé durante horas en la situación de mi hermano. Recordé las palabras de mi abuelo Ferrante: «Si lo quieres, cuídalo. Los fuertes tenemos que cuidar de los débiles. No tienen el corazón para ser lo que es necesario para sobrevivir».
Haría cualquier cosa por salvar la vida de mi hermano, y César lo sabía muy bien. Acepté que su elección del novio de Lucrecia era parte de un plan destinado a obligarme a casarme con él.
Pensar que en otro tiempo me llenaba de deleite ahora me hacía estremecer… porque sabía que, para proteger a Alfonso, tendría que abandonar al pobre Jofre y casarme con un asesino.
Verano de 1498
Capítulo 24
Alfonso llegó a Roma en pleno verano y yo, en mi desesperación por hablar con él en privado, hice de hermana ansiosa y salí sola al encuentro de su comitiva antes de que cruzase el puente de Sant'Angelo, el puente que llevaba a la colina vaticana.
Cabalgaba al frente de su compañía, acompañado por varios mozos, mientras las carretas cargadas con sus posesiones y regalos de boda lo seguían. Enseguida vi sus cabellos dorados bajo el sol brillante. Clavé las espuelas a mi caballo, y cuando él me reconoció, soltó un grito y galopó a mi encuentro.
Desmontamos y nos abrazamos; a pesar de mi preocupación por su inminente casamiento, no pude evitar sonreír de alegría al verlo. Se le veía más hermoso que nunca, vestido en satén azul claro.
– Alfonso, querido.
– ¡Aquí estoy, Sancha! ¡Aquí estoy! No tendré que dejarte nunca más.
Sus escoltas se acercaron al trote.
– ¿Puedo estar un momento a solas con mi hermano? -pregunté.
Ellos aceptaron y cabalgaron de regreso pará unirse a la lenta caravana.
Apoyé mi mejilla contra la suya.
– Alfonso -le susurré al oído-, estoy muy feliz de verte, pero no debes seguir adelante con este matrimonio.
Soltó una risa incrédula.
– Sancha -exclamó en voz alta- este no es el momento ni el lugar.
– Ahora es el único momento y lugar. Una vez que entremos en el Vaticano, ya no podremos hablar con seguridad.
Mi tono era tan desesperado y urgente, que su rostro se ensombreció.
– Ya estoy comprometido. Romper ahora el contrato sería inconcebible, una cobardía…
Contuve el aliento. Tenía muy poco tiempo para exponer mis razones, y mi hermano era una persona muy confiada. ¿Cómo podía transmitirle el alcance de la traición que había presenciado?
– Aquí no sirve de nada la ética. Tú conoces lo que han escrito los poetas aragoneses respecto a Lucrecia -manifesté. Me sentí culpable, al imaginar cómo se sentiría ella de haber sabido lo que le decía a su futuro marido.