– ¡Dejad pasar al príncipe y a la princesa de Squillace!
En respuesta, recibió un puñetazo en la barbilla, y cayó de espaldas a los brazos de uno de sus compañeros. Doña Esmeralda y mis damas de compañía comenzaron a chillar; no ayudó que la comitiva de Su Santidad se viese envuelta también en la refriega.
Continuaron los puñetazos y se desenvainaron espadas; los sirvientes del Papa, aterrorizados, corrieron a refugiarse detrás del altar y escaparon de la capilla, con lo que dejaron a Alejandro desprotegido en medio de la pelea.
– ¡Ya está bien! -gritó el Papa al tiempo que agitaba los brazos; su mantón dorado estuvo a punto de ser atravesado por una espada, y corrió el peligro de deslizarse de sus hombros-. ¡Ya está bien! ¡Esta es una ocasión feliz!
Sus súplicas quedaron ahogadas por los gritos. El sirviente de Jofre se recuperó lo suficiente para derribar a su atacante; la pareja impidió cualquier entrada o salida de la capilla.
– ¡Basta! -La voz de Jofre se añadió al escándalo-. ¡Dejad esta idiotez de inmediato!
La tarea de detenerlos correspondió a César. Sin decir una palabra, desenfundó una daga y con un rápido y fluido movimiento se inclinó sobre los dos combatientes, con la punta de la hoja al alcance de la garganta de cualquiera de los dos. La fiereza de su mirada convenció a ambos de que no vacilaría en derramar sangre, incluso ahí, y en ese momento, en el casamiento de su hermana.
En la habitación reinó el silencio.
– Separaos -dijo César, con voz baja y un tono letal, que sin embargo todos escucharon.
Los sirvientes obedecieron y se levantaron, con los ojos muy abiertos y sumisos.
– ¿Dónde está la comitiva de Su Santidad? -preguntó César, con el mismo tono calmado, bajo y totalmente aterrador.
Su sirviente señaló al altar, y a los escalones que llevaban hacia las habitaciones privadas del Papa.
– Ocultos, ilustrísima.
– Ve a buscarlos. Él va a salir, y debe ser escoltado.
El sirviente corrió hasta el altar y subió los escalones. César, todavía con la daga en la mano, pero baja, miró al sirviente de Jofre, el otro participante en el altercado.
– Sin duda necesitará ayuda -manifestó el cardenal.
Con una rapidez exagerada, el sirviente de Jofre se marchó. Pasaron unos minutos antes de que toda la comitiva apareciese, pero al final, el Papa pudo salir de la capilla. Con mucha cortesía, o por lo menos en apariencia, César insistió en que mi comitiva saliese la siguiente.
Tras la ceremonia se celebró una larga cena, y después un baile. Alfonso se mostró, como siempre, poseedor de tal encanto y buena disposición que incluso los Borgia se sintieron contagiados. Por primera vez desde que yo había llegado a Roma, el Papa bailó; primero con Lucrecia, y después conmigo. A pesar de su corpachón, tenía la misma gracia atlética que su hijo César.
Me sentí muy feliz al ver que no había cortesanas presentes; ni siquiera Julia, la amante del Papa. Parecía dispuesto a convencer a Alfonso de que los rumores respecto al escándalo Sforza y al nacimiento del hijo de Lucrecia eran infundados; en cualquier caso, me sentí más tranquila al ver que la celebración no daba paso al habitual comportamiento lujurioso de los Borgia. El Papa bebió mucho menos vino que de costumbre, por una vez atento a la felicidad de Lucrecia. Incluso César se mostró agradable.
Alfonso y yo interpretamos una danza napolitana para Su Santidad; los ojos de mi hermano brillaban, y su sonrisa era sincera. Sabía que parte de su alegría era producto de saber que los dos estaríamos juntos de nuevo; pero también veía que su placer con Lucrecia era verdadero. Como manifestó Alejandro alegremente durante la cena, «habían sido víctimas de la flecha de Cupido. ¡Mirad a esos dos! Es como si el resto de nosotros no existiésemos. ¿Debemos retirarnos con la mayor discreción para no perturbarlos?».
No podía entender por qué mi hermano menor, que podía escoger a las más hermosas y honorables mujeres, se había enamorado de Lucrecia; solo podía rezar por su felicidad.
Después de muchos bailes, se ofreció una representación teatral en un pequeño escenario que se había instalado en la sala de recepción. En uno de los cuadros una doncella vestida de maravilla convencía al unicornio para que apoyase su cabeza en su regazo. Quien interpretaba a la doncella era nada menos que Julia, la amante del Papa, pero esta no era la mayor ironía, porque por fin reconocí, por su cuerpo y sus movimientos, al hombre debajo de la pesada máscara del unicornio, una pieza enorme con un cuerno dorado, y agujeros para los ojos y la boca.
Era César Borgia, que encarnaba al más puro símbolo de la castidad y la lealtad.
Cuando ya se acercaba el alba, Lucrecia y Alfonso se retiraron juntos, escoltados por un sonriente Giovanni Borgia; mi pobre hermano estaba a punto de verse sometido a la misma indignidad que yo: tener al lujurioso cardenal como testigo de su primera unión sexual con su esposa. Al menos, reflexioné, Alfonso no tendría que soportar la vergüenza añadida de que su propio padre estuviera presenciando el proceso; me pregunté si el cardenal haría algún comentario sobre rosas.
Unas pocas semanas después del matrimonio, a César se le concedió lo que había soñado durante años: la oportunidad de presentar su caso ante el consistorio de cardenales y pedirles que lo librasen de una vocación para la que nunca había sido llamado. A cambio, juró que se entregaría al servicio de la Iglesia y que iría de inmediato a Francia, donde haría todo lo necesario para salvar a Italia de otra invasión de un rey francés.
No había ninguna duda de que a César se le concedería su petición como tampoco había habido duda de que Lucrecia sería declarada virgo intacta.
César consiguió su deseo. En cuanto se le concedió, de inmediato comenzó a buscar a la esposa adecuada. Me preparé para lo peor, a la espera de recibir otra llamada a su despacho: para mi asombro, Lucrecia me informó que había escogido a Carlota de Aragón; mi prima, la hija legítima de mi tío Federico, el rey de Nápoles.
Me sentí extasiada; creí que había subestimado a César. Lucrecia había dicho que él se interesaba por mí, y quizá por eso no había querido coaccionarme ni causarme ningún daño. Tal vez incluso su elección de esposa hacía que la posición de Alfonso, como príncipe de Nápoles, fuese más segura en la casa Borgia.
Carlota se encontraba en aquel momento en Francia, para recibir educación en la corte de la muy católica y partidaria de los Borgia la reina Ana de Bretaña, la viuda del re Petito, Carlos VIII, que había muerto aquella primavera. César se vistió con sus mejores prendas, y, montado en su caballo blanco con arreos de plata, emprendió su viaje al norte. Estaba seguro de conseguir la mano de Carlota, porque el nuevo rey, Luis XII, deseaba el divorcio de su lisiada y estéril esposa, la reina Juana, para poder casarse con Ana, a la que amaba.
César era la persona que, como hijo del Papa, podía dejar la resolución de divorcio en manos de Luis, por un precio.
Con un suspiro de alivio le observé partir, convencida de que los problemas de mi país por fin se habían acabado.
Otoño-Invierno de 1498
Capítulo 25
Un verano ardiente dio paso por fin al otoño, y después a un suave invierno. Mi vida en Roma nunca había sido más agradable; Juan estaba muerto, César ocupado con la política y el cortejo en Francia, y yo me encontraba en compañía de mi marido, mi hermano, Lucrecia y Alejandro.