Me encogí de hombros.
– Quizá no lo haga. A Ferrante no le importó en absoluto. -Hice una pausa, y después añadí con bravuconería-: Además, ¿qué hará padre? ¿Encerrarme en mi habitación? ¿Dejarme sin cenar?
– Si lo hace -susurró Alfonso-, yo iré contigo, y podremos jugar en silencio. Si tienes hambre, yo te llevaré comida.
Sonreí y apoyé la palma en su mejilla.
– El caso es que no debes preocuparte. No hay nada que padre pueda hacer que me hiera de verdad.
¡Qué equivocada estaba!
Doña Esmeralda esperaba fuera del gran salón para llevarnos al cuarto de los niños. Alfonso y yo estábamos de muy buen humor, sobre todo cuando pasamos delante del aula donde, de no haber sido por la festividad, habríamos estado estudiando latín bajo la aburrida tutela de fray Giuseppe Maria. Fray Giuseppe era un monje dominico de rostro triste del cercano monasterio de San Domenico Maggiore, famoso por ser el lugar donde un crucifijo le habló a Tomás de Aquino dos siglos atrás. Fray Giuseppe era tan corpulento que Alfonso y yo lo habíamos bautizado en latín fra Cena. Cuando pasamos frente al aula, comencé a recitar con voz solemne la declinación de nuestro verbo preferido.
– Ceno -dije.
Alfonso acabó en voz baja:
– Cenare. Cenavi. Cenatus.
Doña Esmeralda puso los ojos en blanco, pero no dijo nada.
Solté una risita a costa de fray Giuseppe, pero al mismo tiempo recordé una frase que había usado en nuestra última lección para enseñarnos el caso dativo. Deo et homnibus peccavit.
El ha pecado contra Dios y los hombres.
Pensé en los ojos de mármol de Robert, que me miraban. «Quería saber que me estaban escuchando.»Una vez en el cuarto de los niños, la doncella se unió a Esmeralda para desvestirnos mientras nosotros nos movíamos impacientes. Después nos vistieron con unas prendas menos ajustadas; una amplia túnica para mí, y una sencilla túnica y calzas para Alfonso.
Se abrió la puerta de la habitación, y al volvernos vimos a nuestra madre, donna Trusia, acompañada por su dama de compañía, doña Elena, una noble española. Esta última traía a su hijo, nuestro compañero de juegos favorito: Arturo, un chico huesudo y de miembros largos que destacaba en las persecuciones y trepando a los árboles, dos deportes que me gustaban. Mi madre se había quitado el negro formal para ponerse un vestido amarillo claro. Al ver su rostro sonriente, pensé en el sol napolitano.
– Pequeños míos -anunció-, tengo una sorpresa. Nos vamos de merienda.
Alfonso y yo gritamos de entusiasmo. Cada uno de nosotros sujetó las suaves manos de donna Trusia. Salimos de la habitación y caminamos por los pasillos del castillo. Doña Elena y Arturo nos seguían.
Pero antes de alcanzar la libertad, tuvimos un desdichado encuentro.
Pasamos junto a mi padre. Debajo de su bigote negro azulado, sus labios estaban apretados con decisión, el entrecejo fruncido. Deduje que iba hacia el cuarto de los niños para disponer mi castigo. Dadas las circunstancias, también adiviné cuál sería.
Nos detuvimos bruscamente.
– Alteza -dijo mi madre con voz dulce, y se inclinó. Doña Elena la imitó.
Él respondió al saludo de Trusia con una escueta pregunta:
– ¿Adonde vais?
– Me llevo a los niños a una merienda.
La mirada del duque recorrió nuestro pequeño grupo, y después se posó en mí. Cuadré los hombros y levanté la barbilla, desafiante, dispuesta a no mostrar ningún signo de desilusión cuando hablase.
– Ella no.
– Pero, alteza, hoy es un día de fiesta…
– Ella no. Se ha comportado de manera intolerable. Debe ser solucionado en el acto. -Hizo una pausa y dirigió a mi madre una mirada que la hizo encogerse como un pimpollo al calor ardiente-. Ahora id.
Donna Trusia y Elena se inclinaron de nuevo ante el duque; mi madre y Alfonso me dirigieron miradas de pena antes de marcharse.
– Ven -dijo mi padre.
Entramos en silencio en el cuarto de los niños. Una vez dentro, llamaron a doña Esmeralda para que presenciara las palabras formales de mi padre.
– No debería desperdiciar ni un instante de mi atención en una niña inútil sin ninguna esperanza de ascender al trono; y mucho menos si esa niña es una bastarda.
Él no había finalizado, pero su despreciativo rechazo me dolió tanto que no pude evitar darle réplica.
– ¿Dónde está la diferencia? El rey es un bastardo -le interrumpí en el acto-, y eso hace que seáis el hijo de un bastardo.
Me abofeteó con tanta fuerza que las lágrimas asomaron a mis ojos pero luché por no derramarlas.
Doña Esmeralda dio un leve respingo cuando él me pegó, pero consiguió dominarse.
– Eres incorregible -afirmó él-. Pero no puedo permitir que me hagas perder más tiempo. No eres digna ni de un momento de mi atención. Imponer la disciplina corresponde a las ayas, no a un príncipe. Te he negado comida, te he encerrado en tu habitación; sin embargo, nada de esto ha servido para doblegarte. Y ya tienes casi edad suficiente para casarte. ¿Cómo te convertiré en una joven correcta?
Guardó silencio y pensó durante un rato. Después, vi cómo sus ojos se entrecerraban y luego brillaban. Una leve sonrisa helada apareció en su rostro.
– Te he negado las cosas equivocadas, ¿no es así? Eres una niña tozuda. Puedes pasar sin comida o sin salir durante un tiempo, porque si bien te gustan esas cosas, no son lo que más quieres. -Asintió, cada vez más complacido con su plan-.
Esto es lo que haré. No cambiarás hasta que se te niegue la única cosa que amas por encima de todo.
Sentí las primeras punzadas de verdadero temor.
– Dos semanas -dijo, y después se volvió para dirigirse a doña Esmeralda-. No tendrá contacto con su hermano durante las próximas dos semanas. No se les permitirá comer, jugar, ni hablar el uno con el otro; ni siquiera se les permitirá verse. Tu futuro dependerá de esto. ¿Lo has entendido?
– Comprendo a vuestra alteza -respondió doña Esmeralda, con voz tensa, con los ojos entrecerrados y la mirada desviada. Comencé a chillar.
– ¡No podéis quitarme a Alfonso!
– Está hecho. -En la dura y despiadada expresión de mi padre, detecté rastros de placer. Filius Patri similis est. El Hijo es como el Padre.
Busqué razones; las lágrimas en las comisuras de mis ojos estaban ahora en verdadero peligro de caer por mis mejillas.
– Pero… pero ¡Alfonso me quiere! Sufrirá si no puede verme, y él es el hijo bueno, el hijo perfecto. ¡No es justo; estaréis castigando a Alfonso por algo que no ha hecho!
– ¿Qué sientes, Sancha? -me preguntó mi padre suavemente-. ¿Cómo te sientes al saberte responsable de herir a quien más quieres?
Miré al hombre que me había engendrado; alguien que con extrema crueldad disfrutaba hiriendo a un niño. De haber sido un hombre, y no una niña, de haber llevado una daga, la furia me hubiese dominado y le hubiese rajado la garganta allí mismo. En aquel instante, supe qué era sentir un odio infinito e irrevocable por alguien a quien quería sin límites. Quería herirlo como él me había herido a mí, y disfrutar con ello.
Cuando se marchó, por fin lloré; pero incluso mientras derramaba lágrimas de furia, juré que nunca permitiría de nuevo que ningún hombre, y menos el duque de Calabria, me hiciera llorar.
Pasé las dos semanas siguientes en un tormento. Solo vi a los sirvientes. Aunque se me permitía salir a jugar si lo deseaba, me negué, de la misma manera que con mucha petulancia rechacé la mayoría de mis comidas. Dormía mal y soñaba con la espectral galería de Ferrante.
Mi humor era tan negro y mi conducta tan difícil que doña Esmeralda, que nunca me había levantado ni un dedo, me abofeteó dos veces llevada por la exasperación. Continuaba pensando en mi súbito impulso de matar a mi padre; me había aterrorizado. Me convencí de que sin la gentil influencia de Alfonso, me convertiría en una tirana cruel y medio loca como mi padre y mi abuelo, a los que me parecía.