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Cuando transcurrieron las dos semanas, abracé a mi hermano menor con tanta fuerza que ambos nos quedamos sin aliento.

– Alfonso, debemos jurar que nunca volveremos a separarnos de nuevo -manifesté cuando por fin recuperé la voz-. Incluso cuando nos casemos, debemos quedarnos en Nápoles, cerca el uno del otro, porque sin ti, me volvería loca.

– Lo juro -dijo Alfonso-. Pero, Sancha, tu mente es perfectamente lúcida. Con o sin mí, nunca deberás temer a la locura.

Me tembló el labio inferior cuando le respondí:

– Soy muy parecida a nuestro padre: fría y cruel. Incluso el abuelo lo dijo: soy dura como él.

Por primera vez, vi la verdadera furia brillar en los ojos de mi hermano.

– No eres en absoluto cruel; eres bondadosa y amable. El rey está equivocado. No eres dura, solo empecinada.

– Quiero ser como tú -repliqué-. Tú eres la única persona que me hace feliz.

A partir de aquel momento, nunca le di a nuestro padre motivo para castigarme.

Finales de primavera de 1492

***

Capítulo 2

Habían pasado poco más de tres años. Había llegado el año 1492, y con él un nuevo Papa: Rodrigo Borgia, que tomó el nombre de Alejandro VI. Ferrante estaba ansioso por establecer buenas relaciones con él, dado que los anteriores pontífices habían mirado con malos ojos a la casa de Aragón.

Alfonso y yo ya éramos demasiado mayores para compartir el cuarto de los niños y nos trasladaron a habitaciones independientes, pero solo estábamos separados a la hora de dormir y cuando las diferencias en nuestra educación lo requerían. Yo estudiaba poesía y danza mientras Alfonso practicaba la esgrima. Nunca hablábamos de nuestra principal preocupación; ahora yo tenía quince años, edad casadera, y muy pronto iría a vivir a otra casa. Me consolaba pensando que Alfonso se convertiría en un gran amigo de mi futuro esposo y me visitaría diariamente.

Por fin llegó la mañana en la que fui llamada a la sala del trono. Doña Esmeralda apenas podía disimular su nerviosismo. Me vistió con una modesta túnica negra de corte elegante y fina seda, y con un corsé de brocado de satén abrochado tan prieto que casi no podía respirar.

Escoltada por ella, por donna Trusia y por doña Elena, crucé el patio del palacio. El sol quedaba apagado por una espesa niebla; goteaba sobre nosotros como una suave y lenta lluvia, salpicaba mi vestido y cubría mi rostro y mis bien peinados cabellos con rocío.

Por fin llegamos a las estancias de Ferrante. Cuando se abrieron las puertas de la sala del trono, vi a mi abuelo sentado regiamente sobre los cojines rojos; junto al trono había un extraño: un hombre de aspecto aceptable y físico robusto. A su lado estaba mi padre.

El tiempo no había suavizado a Alfonso, duque de Calabria. Mi padre se había vuelto más temperamental; más cruel. No hacía mucho, había pedido un látigo y azotado a una cocinera por servirle la sopa fría; castigó a la pobre mujer hasta que ella perdió el conocimiento. Solo Ferrante era capaz de contener su mano. También despidió de la casa, con muchos insultos y gritos, a un viejo sirviente por no haberle lustrado bien las botas. Para citar a mi abuelo: «Allí donde va mi hijo mayor, el sol, asustado, se oculta detrás de las nubes».

Su rostro, si bien todavía apuesto, era un retrato de la desdicha; sus labios temblaban con una mal reprimida cólera indiscriminada y sus ojos mostraban un sufrimiento que él se empeñaba en compartir. Ya no podía soportar el sonido de las risas infantiles; Alfonso y yo debíamos mantener silencio en su presencia. Un día me olvidé y solté una risita. El me pegó con tanta fuerza, que me tambaleé y casi caí. No fue el golpe lo que me dolió sino comprender que él nunca le había levantado la mano a ninguno de sus otros hijos; solo a mí.

Una vez que Trusia creía que yo estaba distraída, le confió a Esmeralda que había ido una noche a las habitaciones de mi padre y las había encontrado en la más absoluta oscuridad. Cuando buscaba a tientas una vela, la voz de mi padre sonó en la oscuridad: «Déjalo así». Cuando mi madre caminó hacia la puerta, él le ordenó: «¡Siéntate!». Así que se vio obligada a sentarse ante él, en el suelo. Cuando ella comenzó a hablar, con su voz suave y gentil, él le gritó: «¡Contén tu lengua!».

Él solo quería silencio y oscuridad, y saber que Trusia estaba allí.

Me incliné graciosamente ante el rey, a sabiendas de que cada una de mis acciones era evaluada por el extraño de cabellos castaños y aspecto vulgar que estaba junto al trono. Ahora era una mujer, y había aprendido a convertir mi tozudez y mis ganas de travesuras en orgullo. Otros podrían llamarlo arrogancia; pero desde el día en que mi padre me había herido, había jurado no permitirme mostrar nunca ninguna señal de debilidad o dolor. Estaba siempre alerta, inconmovible, fuerte.

– Princesa Sancha de Aragón -dijo Ferrante, en tono formal-, este es el conde Onorato Caetani, un noble de buen carácter. Ha pedido tu mano, y tu padre y yo se la hemos concedido.

Incliné la cabeza con mucha modestia y espié por segunda vez al conde por debajo de mis párpados entrecerrados. Un hombre vulgar de unos treinta veranos, y solo era un conde mientras que yo era una princesa. Me había preparado para dejar a Alfonso por un marido, pero no por alguien tan poco distinguido. Estaba demasiado inquieta para que una rápida y apropiada réplica acudiese a mis labios. Por fortuna, Onorato habló primero.

– Me habéis mentido, majestad -dijo con una voz profunda y clara.

Ferrante se volvió, sorprendido; mi padre pareció estar dispuesto a estrangular al conde. Los cortesanos del rey contuvieron una exclamación ante la audacia hasta que él habló de nuevo.

– Dijisteis que vuestra nieta era preciosa. Pero tal palabra no hace justicia a la exquisita criatura que está ante nosotros. Me había creído lo bastante afortunado para ganar la mano de una princesa del reino; no sabía que también estaba ganando la obra de arte más preciosa de Nápoles. -Apoyó la palma contra su pecho y luego extendió la mano mientras me miraba a los ojos-.

Alteza, mi corazón es vuestro. Os ruego que aceptéis tan humilde regalo, aunque pueda ser indigno de vos.

«Quizá -pensé-, este tal Caetani no será tan mal marido después de todo.»

Onorato, que por lo que me enteré era muy rico, continuó hablando sin tapujos de mi belleza. Su actitud con Alfonso era cálida y jovial, y no tenía duda que él daría la bienvenida a mi hermano en nuestra casa cada vez que yo lo desease. Mientras nuestro cortejo avanzaba rápidamente, él me sorprendía con regalos. Una mañana mientras estábamos en la terraza contemplando la bahía en calma, él se movió como si fuese a abrazarme pero en cambio deslizó un collar por encima de mi cabeza.

Me eché hacia atrás ansiosa por contemplar ese nuevo obsequio y descubrí, colgado en un cordón de satén, un rubí pulido del tamaño de la mitad de mi uña.

– Por el fuego en tu alma -dijo, y me besó. Cualquier resistencia que hubiese quedado en mi corazón se derritió en aquel momento. Había visto suficientes riquezas, me había acostumbrado a su constante presencia, para sentirme impresionada por ella. No era la joya, sino el gesto.

Disfruté de mi primer abrazo. La bien recortada barba rubia castaña de Onorato me acarició agradablemente la mejilla; olía a agua de rosas y vino. Yo respondí a la pasión con la que él apretaba su fuerte cuerpo contra el mío.

Sabía cómo complacer a una mujer. Estábamos prometidos, así que se esperaba que cediésemos a la naturaleza cuando estábamos solos. Después de un mes de cortejo, lo hicimos. Era experto en encontrar el camino debajo de mi vestido, mi enagua. Utilizó los dedos; luego el pulgar se deslizó entre mis piernas, y acarició un punto que provocó en mí una reacción que me sorprendió. Esto lo hizo hasta que llegué a un espasmo del más asombroso deleite; después me enseñó cómo atenderlo a él. No sentí ninguna incomodidad, ninguna vergüenza; es más, pensé que en realidad era una de las mayores alegrías de la vida. Mi fe en las enseñanzas de los sacerdotes se debilitó. ¿Cómo podía alguien considerar que semejante milagro fuese un pecado?