César se volvió hacia mí, inseguro; no le ofrecí la mano y en cambio le dediqué una inclinación de cabeza.
– Yo también rezaré -dije, aunque no aclaré cuáles serían mis súplicas.
– Gracias -respondió César, y fue hacia la cuna.
Me apresuré a llegar yo primero, y sujeté al pequeño Rodrigo en mis brazos mientras su tío se inclinaba para darle un beso.
Al final, mis oraciones, y no las de Lucrecia, fueron atendidas.
César cabalgó hacia el norte y regresó sano y salvo a su campamento; pero antes de que pudiese llegar a las puertas de Pesaro, el rey Luis llamó a su ejército francés. El duque Ludovico había reunido fuerzas suficientes para intentar recuperar Milán (un hecho que sin duda debió de dar a la hermosa prisionera de César, Caterina Sforza, muchos motivos de felicidad).
Sin esas tropas, y mientras maldecía por lo bajo a los franceses, César se vio obligado a abandonar sus esfuerzos para tomar Pesaro.
Durante la cena, Su Santidad enrojeció de furia mientras lo relataba, y maldijo las deslealtades del rey francés.
Necesité toda mi voluntad para reprimir una sonrisa de satisfacción ante la noticia.
Finales de invierno de1499
Capítulo 30
Desde el campo de batalla llegó la noticia de que César se había visto forzado a negociar una tregua con Giovanni Sforza en Pesaro, y regresaba a casa, escoltado por el ejército papal y acompañado por su bella prisionera, Caterina Sforza, que quedaría encerrada tras los muros del castillo de Sant'Angelo. Temía su llegada.
Doña Esmeralda traía nuevos y preocupantes cotilleos. Por toda Roma, se había puesto de moda una nueva expresión: «el terror Borgia». Se utilizaba para describir el estado mental de aquellos que eran lo bastante desafortunados como para servir a los Borgia y conocer sus secretos, porque el precio se hacía cada vez más obvio.
Era de conocimiento público -aunque la familia hacía oídos sordos- que César había asesinado a su hermano Juan llevado por la ambición de conquistar toda Italia para él mismo. Era el destino, no una coincidencia, que llevase el nombre de los gobernadores imperiales de la antigua Roma.
Por lo tanto, nadie se sorprendió cuando el comandante español de los guardias -un hombre que una vez había recibido la confianza y el honor de César, pero que había perdido el favor de su amo- fue encontrado flotando en el Tíber. Sus manos estaban atadas a la espalda, y su cuerpo en el interior de un saco de arpillera.Nunca hablé de estas cosas con Lucrecia o Jofre, ni tampoco Su Santidad las mencionó durante sus audiencias o en nuestras ahora ocasionales cenas, ni siquiera para negar los terribles cargos contra su hijo preferido. Era como si el incidente con el pobre comandante nunca hubiese ocurrido, como si ese hombre nunca hubiese existido.
Había otras muertes de las que Esmeralda también habló: dos de ellas ocurridas en extrañas circunstancias en el campamento de César.
La primera había sido el misterioso fallecimiento del obispo Ferdinando d'Almaida. Se rumoreaba que D'Almaida era tan malvado y ambicioso como cualquier Borgia, y que seguía a César desde el instante en que se había casado con Carlota de Albret hasta el campo de batalla en la Romaña. Muchos sospechaban que era un espía del rey Luis.
Un día, César dijo a sus hombres que D'Almaida había sufrido un golpe mortal «durante el transcurso de la batalla» pero no se le permitió a nadie ver el cadáver, que fue enterrado sin demora.
Los sirvientes que lavaron el cuerpo informaron que el obispo no presentaba ni una sola herida; la causa de la muerte, en cambio, era la «fiebre Borgia», una enfermedad causada por un polvo azul acero.
Canterella: otra nueva palabra que se puso de moda, y que se susurraba por toda Roma.
Algún tiempo después cayó otra víctima, el cardenal Giovanni Borgia, conocido como «el Menor». Este cardenal era un joven primo de los Borgia, de una rama distinta a la de la familia del cardenal Giovanni Borgia de Monreale, «el Mayor», que había asistido a mi noche de bodas.
Quizá el desdichado joven Giovanni supiera algo que justificara el peligro. Pero de una cosa estaba segura: estaba muy endeudado, y muy cerca de sus poderosos parientes. Había salido de Roma para encontrarse en privado con César en la Romaña; al parecer con el propósito de felicitarlo por sus recientes conquistas en Imola y Forli.
Pero antes de que Giovanni pudiese llegar al campamento de César, sufrió un súbito maclass="underline" sin duda la fiebre Borgia; los síntomas de la canterella eran una fiebre muy alta y una diarrea sanguinolenta. El cardenal murió poco después.
Su cuerpo fue enviado de regreso a Roma, donde fue sepultado de inmediato en la iglesia de Santa Maria del Popolo. La tumba no llevaba identificación.
Una noche, durante la cena, Jofre comentó que la muerte del cardenal había sido una pena.
Su Santidad dejó el tenedor con tanta fuerza sobre la mesa que todos nos sobresaltamos; aparté la mirada de mi plato y lo vi con el rostro enrojecido y ceñudo.
– No vuelvas a mencionar ese nombre nunca más -le reprochó Alejandro a su hijo, con una ira que nos dejó a todos mudos.
– ¿Os he dicho lo que el pequeño Rodrigo ha hecho hoy durante la comida? -preguntó Lucrecia con voz alegre para romper el incómodo silencio.
Esto tranquilizó a Su Santidad; se volvió hacia su hija y le sonrió, expectante.
– Es tan fuerte…, no deja de mover los brazos y las piernas, y sé que es muy pequeño, pero hoy ha tirado con tanta fuerza de mi brazo que creí que se sentaría solo.
El humor de Alejandro se volvió indulgente en el acto.
– Eras un bebé muy fuerte -manifestó con orgullo paternal-. Tú y César. Ambos os levantasteis y comenzasteis a caminar muy pronto; apenas tenías dos años cuando te subí en la montura conmigo.
Lucrecia le devolvió la sonrisa, tranquila al ver que el mal humor de Alejandro había pasado.
Al final de la cena, Lucrecia se acercó a su padre y le dijo en voz baja:
– Debéis perdonar a Jofre. Sé que no quiere molestaros con tristes pensamientos.
La expresión del Papa se volvió de nuevo muy seria; la miró con los ojos entrecerrados.
– Hablar de la muerte durante la comida -replicó- es malo para la digestión.
No mucho después del bautismo del pequeño Rodrigo, Alfonso y yo recibimos del capitán Juan de Cervillón la petición formal de una audiencia. Me alegró mucho concederla, porque él había sido muy bondadoso con nosotros, y de gran servicio.
Lo recibimos en la antecámara de Alfonso una brillante mañana de invierno, y no pude menos que recordar el encuentro que habíamos tenido el verano anterior, en Nápoles. Esperaba que las noticias que trajese fuesen buenas, porque mientras Alfonso y yo tuviésemos a De Cervillón por amigo sabía que siempre trabajaría en nuestro favor para mantener las mejores relaciones posibles entre Nápoles y el Papa.
Se presentó cié nuevo vestido con mucha elegancia, la espada sujeta a la cadera, el pelo oscuro salpicado de plata, y se inclinó ante nosotros mientras nos sentábamos.
Sonreí y le ofrecí mi mano para que la besara.
– Capitán, se os ve muy alegre esta mañana. Espero que traigáis buenas noticias.
– Felices y tristes a la vez -respondió, pero con una alegría que no podía disimular del todo, a pesar de sus modales militares.
– Hablad, mi querido amigo -le dijo Alfonso, curioso.
– Altezas, quiero presentar mi despedida formal antes de partir hacia Nápoles.
– ¡Ah! -exclamó Alfonso-. ¿Vais a visitar a vuestra familia para Navidad?
– No es una visita -dijo De Cervillón-. Su Santidad me ha dado permiso permanente para regresar a mi ciudad natal.
Sentí dos emociones encontradas: un sincero pesar al ver que se marchaba el buen capitán, y un miedo egoísta. Sin De Cervillón, ¿quién nos protegería?