El rostro de mi hermano solo mostró tristeza ante la pérdida de un amigo.
– Mi querido capitán -manifestó-, me entristezco por nosotros, dado que os echaremos de menos, pero me siento feliz por vos. Habéis pasado demasiados años lejos de vuestra esposa e hijos al servicio de Su Santidad.
De Cervillón aceptó sus palabras con un gesto.
– Le he solicitado al rey Federico servir con él.
– Entonces Nápoles tiene a un rey afortunado -dije-. El Papa ha perdido a uno de sus mejores hombres. -A pesar de todos mis esfuerzos, no pude ocultar del todo mi desilusión. De Cervillón la advirtió.
– Ah, alteza, lamento mucho haberos entristecido.
– Me siento a un tiempo triste y feliz, como vos decís. -Me obligué a sonreír-. Os echaré de menos, pero no es bueno para ningún hombre estar lejos de su familia. Además, estoy segura de que nos volveremos a encontrar; vos visitaréis Roma y yo algún día visitaré Nápoles.
– Eso es verdad -admitió De Cervillón.
Mi hermano se levantó, y en un eco de nuestro último encuentro en Nápoles, dijo:
– Que Dios sea con vos, capitán.
– Y con vosotros -respondió De Cervillón.
Se inclinó de nuevo, y se marchó. Lo miramos alejarse sin decir palabra.
– Nunca volveremos a verlo -señaló Alfonso, dando voz a mis pensamientos.
Las palabras de mi hermano fueron proféticas, pero no del modo que yo había imaginado. Este es el relato tal como lo contó Esmeralda:
Aquella misma noche, antes de su partida fijada para la mañana siguiente, el capitán asistió a una fiesta organizada por su sobrino. Mientras iba de regreso a casa, un tanto atontado por el vino y por el pensamiento de regresar al hogar, se le acercaron unos hombres.
Si hubo testigos, nunca se presentaron: su cuerpo ensangrentado, atravesado varias veces por una espada, fue encontrado en la calle. El ataque había sido fulminante; estoy segura de que quien atacó a De Cervillón era conocido, incluso un amigo, porque la espada del capitán no salió de la vaina.
Como con las otras víctimas de los Borgia, los agentes de la Iglesia se apoderaron del cadáver. De nuevo, no se permitió ver al difunto; De Cervillón fue enterrado menos de una hora después de haber sido descubierto.
Durante todo un día lloré por él y no quise comer ni beber. Lloré por todos nosotros.
invierno-principios de verano de 1500
Capítulo 31
En la víspera del año 1500, se celebró una gran fiesta en la Sala de los Santos; la familia y muchos poderosos cardenales y nobles asistieron. Habían instalado una enorme mesa para acomodar a los invitados y se sirvieron un sinfín de exquisiteces; se sirvió vino especiado en tal cantidad como para llenar el Tíber. Yo me había vuelto inmune a las excesivas grandezas del palacio papal, pero esa noche, todo parecía de nuevo impresionante, incluso mágico. El mantel y la mesa estaban adornados con guirnaldas y cajas de perfume de azahar, que desprendían un dulce olor; en las paredes y los dinteles había cintas de brocado dorado. Habían encendido la gran chimenea, junto con más de un centenar de velas, que llenaban el lugar con un cálido resplandor que hacía que nuestras copas doradas, los techos con pan de oro y los suelos de mármol pulido reverberasen con la luz; incluso el cabello rubio de santa Catalina resplandecía.
Su Santidad estaba de un humor extraordinario, a pesar de su fragilidad. Había envejecido mucho en los últimos tiempos; tenía los ojos amarillos por la ictericia y su pelo había pasado del gris al blanco. Le colgaban las pieles debajo de la débil barbilla, y sus mejillas y su nariz estaban enrojecidas por las venas reventadas. Sin embargo, estaba resplandeciente con su capa de brocado dorado y blanco tachonada con diamantes, y un capelo tejido con hilo de oro, diseñados para la ocasión.
Cuando alzó la copa, su mano mostró un leve temblor.
– ¡Por el año 1500! -brindó, y la gran asamblea sentada a la mesa brindó con él-. ¡Por el año del Jubileo!
Sonrió, el orgulloso patriarca, mientras nosotros repetíamos sus palabras. Luego se sentó y nos invitó a todos con un gesto a hacer lo mismo.
Dado que esa era una ocasión especial, Alejandro se sintió impulsado a dar un breve discurso.
– El Jubileo cristiano -anunció, como si nosotros no conociésemos el término- fue instituido hace doscientos años por el papa Bonifacio VIII. Procede de la antigua tradición israelita de observar un año sagrado cada cincuenta; un momento en que son perdonados todos los pecados. No deriva -añadió, con cierta pedantería- de la palabra romana jubilo, «gritar», como la mayoría de los eruditos latinos creen, sino del hebreo jobel, el cuerno de carnero utilizado para marcar el comienzo de una celebración. -Separó las manos-. Bonifacio amplió el plazo de cincuenta años a cien… y aquí estamos, a solo unas horas de un acontecimiento que ninguno de nosotros podrá experimentar de nuevo.
Su tono se volvió orgulloso.
– Todo el duro trabajo que emprendimos el año pasado: la ampliación de las calles, la restauración de puertas y puentes, la reparación de los daños en la basílica de San Pedro, ahora dan sus frutos. -Aquí, hizo una pausa mientras los cardenales, muchos de los cuales habían participado en la supervisión de las obras, lo aplaudían-. Roma está preparada, como todos nosotros, para un tiempo de gran alegría y perdón. He promulgado una bula por la que todos los peregrinos que visiten Roma y San Pedro durante este año santo recibirán el perdón de todos sus pecados. Esperamos que más de doscientas mil almas hagan el viaje.
Escuché, sonriente, sentada junto a mi hermano y Lucrecia, porque era difícil no sentirse arrastrada por el sentimiento de entusiasmo que embargaba a la multitud, pero mi alegría estaba moderada por la preocupación y mi deseo de perdonar afectado por el dolor. No sabía qué podría deparar el año, porque en ese mismo momento, César Borgia luchaba junto a los franceses en Milán. Miré a Alfonso a mi lado, y él me cogió la mano y la apretó como un modo de manifestarme su apoyo.
En cuanto a Lucrecia, ella no advirtió mi preocupación o la de Alfonso. Escuchaba a su padre con una expresión de arrobado entusiasmo; ahora que tenía a su marido y a su hijo, era totalmente feliz. Creo que no se permitía considerar la posibilidad de que su hermano pudiese interferir; le habían negado durante tanto tiempo una vida normal que no pude culparla por su deseo de permanecer en la ignorancia. Su felicidad se mostraba aquella noche en su aspecto: nunca la había visto tan hermosa como durante aquellos días con Alfonso.
Por fortuna, el discurso del Papa fue breve, y muy pronto comenzamos a cenar. Después de comer y de que hubiesen retirado los platos, no me quedé mucho más para disfrutar de las festividades, solo lo que imponía la cortesía.
Regresé a mi dormitorio, donde encontré a doña Esmeralda de rodillas delante de su imagen de san Genaro.
– ¡Esmeralda! ¿Qué ha pasado?
Ella me miró, con su rostro moreno, enmarcado por los cabellos grises debajo de un velo negro, surcado por las lágrimas.
– Rezo a Dios por que no venga el fin del mundo.
Exhalé un largo suspiro y me calmé, un tanto enfadada por su supersticiosa actitud. Muchos curas campesinos habían vaticinado que el año 1500 -una fecha creada por el hombre- era de tanta importancia para Dios que la había escogido para el Apocalipsis. Ya había escuchado a otros sirvientes susurrar entre ellos con mucho temor sobre esa posibilidad.
– ¿Por qué Dios iba a hacer semejante cosa? -pregunté. Mi tono era duro; me pareció que no serviría de nada fomentar el injustificado terror de Esmeralda.
– Es una fecha especial. Lo siento en mis huesos, doña Sancha; Dios no retrasará mucho Su juicio. Hace casi dos años, el Papa asesinó a Savonarola… y ahora ha llegado el momento de que Alejandro sea castigado, y toda Italia sufrirá con él.