– Italia ya sufre -le respondí en voz baja, pero sufría a manos de César, no por las de Dios.
Dejé estar a Esmeralda. Me desvestí yo misma y me fui a la cama, donde escuché sus angustiadas plegarias durante toda la noche.
Me desperté el primer día del año nuevo para encontrarme con que el mundo no había sido consumido por el fuego y el azufre, como habían avisado los sacerdotes, en cambio, era un fresco día de invierno. Una malhumorada doña Esmeralda me vistió con mis mejores galas, porque se me requería aparecer en público. Alfonso, Jofre, Su Santidad y yo viajamos en una carroza a una respetuosa distancia detrás de Lucrecia y cruzamos el puente de Sant'Angelo para entrar en la ciudad. Ella cabalgó hasta la iglesia de San Juan de Letrán, precedida por una comitiva de cuatro docenas de jinetes, que despejaban las calles.
Una vez en las escalinatas de la iglesia, vestida de satén blanco recamado de perlas y una larga capa de armiño, y con los dorados rizos que caían sobre la espalda, Lucrecia soltó bandadas de palomas blancas al cielo. Era una visión deliciosa, los brazos abiertos en un gesto de súplica, el rostro enrojecido por el frío, alzado hacia el cielo cubierto de nubes.
Rezó para pedirle a Dios que concediese un favor especial a aquellos que hacían la peregrinación a Roma.
En cuestión de semanas, los agotados viajeros comenzaron a llegar. El puente del castillo de Sant'Angelo estaba lleno con una multitud de cuerpos en movimiento en su camino de ida y vuelta a San Pedro. Aquellos que no se podían permitir las comodidades de una posada -o que no habían podido encontrar habitación, debido al enorme número de viajeros-, llevaron mantas y durmieron en las escalinatas de la basílica. Cada vez que cruzábamos la plaza, o íbamos a misa, los encontrábamos, y muy pronto nos acostumbramos tanto a verlos que ya no advertíamos su presencia.
La voluntad del Papa era mostrarle a su hija un favor especial; su manera, creo, de distraer a Lucrecia para que creyese que todo iba bien con su pequeña familia. Alejandro le dio muchas nuevas propiedades, incluida una finca que pertenecía a la familia Caetani de Nápoles; la misma familia a la que había pertenecido mi amor de juventud, Onorato.
Si ella tenía alguna preocupación por el bienestar de Alfonso, la olvidó gracias a una aventura amorosa platónica y cortesana con el poeta Bernardo Accolti de Arezzo, quien se refería a sí mismo con mucha arrogancia como «el Único».
Había muy poco de único en la poesía de Accolti. Le enviaba páginas y páginas a Lucrecia, donde proclamaba su eterna pasión por ella; presentaba a Lucrecia como su Laura y a él mismo como el sufriente Petrarca.
Lucrecia me mostró los poemas, con cierta timidez. Cuando vio que yo no ocultaba mi desdén, se rió conmigo; pero yo veía que se sentía halagada. Esto la inspiró a escribir sus propias poesías, que me dio a leer con idéntica timidez.
Le dije -y fui sincera- que ella era mucho mejor poetisa que Accolti. Al menos, era mucho menos dada a babear, a las lágrimas y a suspirar en verso.
Mientras Lucrecia se ocupaba en su nueva distracción, tuvo lugar la segunda batalla por Milán. El duque Ludovico plantó cara a las fuerzas francesas; fue hecho prisionero y condenado a permanecer preso durante el resto de su vida, Tampoco su hermano, el cardenal Ascanio Sforza, logró escapar.
Con la casa de Sforza derrotada, los franceses miraron hacia el sur, hacia Nápoles, aquella resplandeciente gema sobre el mar que tanto habían deseado.
Las garantías de Su Santidad quedaron ahogadas por las voces de todos los demás italianos, que resonaban sin cesar en mis oídos, un grito silencioso: los franceses iban a tomar Nápoles. Solo era cuestión de tiempo.
Yo no dudaba que César Borgia cabalgaría con ellos.
Al mes siguiente, César regresó a casa en un gran despliegue presenciado por toda Roma. En un toque magistral, decidió no alimentar los rumores respecto a su arrogancia y ambición y se preocupó de evitar una pomposa entrada triunfal.
Observé el paso del desfile desde la logia de nuestro palacio. Comenzó con no menos de cien carruajes, los caballos y los carros llevaban telas negras. Muy pronto quedó claro que se trataba de una procesión fúnebre, que indicaba el duelo de la casa Borgia por la pérdida de uno de sus miembros, el cardenal Giovanni el Menor, que había muerto tan rápida y misteriosamente en su viaje para «felicitar» a César.
Ningún heraldo anunció el regreso del capitán general; las trompetas permanecieron en silencio. No había color, ni fanfarria; no redoblaron los tambores, no sonaron los pífanos. Los soldados -centenares de ellos, vestidos de negro- marcharon en un silencio únicamente roto por el retumbar de las ruedas y los golpes de los cascos.
Siguiendo la procesión iba Jofre, a caballo, y después, Alfonso, forzado a tomar parte en esa solemne parodia.
El último era César; de nuevo vestido con sencillez y elegancia con un traje de terciopelo negro.
En un hueco en la procesión, iban los miembros menores de la familia y la nobleza.
El desfile acabó en la fortaleza del castillo de Sant'Angelo, donde ya estaba encerrada la prisionera Caterina Sforza. Allí, el tono apagado del desfile se rompió de pronto cuando se lanzaron al aire fuegos de artificio desde lo alto de la torre.
La exhibición, que se reflejaba en el cercano Tíber, fue deslumbrante. Los fuegos de artificio estaban calculados para que las explosiones -si se utilizaba la imaginación- formasen la cabeza, el tronco y los miembros de un hombre. (César había intentado representar a un guerrero, como me informó Jofre más tarde aquella misma noche.)Los fuegos de artificio continuaron durante un buen rato; cada nuevo lanzamiento era más ambicioso que el anterior, y provocaba mayores gritos de entusiasmo de la multitud.
Desde su habitación en el castillo de Sant'Angelo, Caterina sin duda también contemplaba la exhibición.
Luego llegó el golpe de gracia: dos docenas de cohetes disparados a la vez. Las explosiones fueron tan violentas que me tapé los oídos; las persianas abiertas se sacudieron con tanta fuerza que temí que cayesen al suelo.
César Borgia había regresado, y quería que todo Roma lo supiese.
Aquella noche se celebró una fiesta en honor al capitán general en la Sala de las Artes Liberales. Las obligaciones familiares me forzaron a asistir; por fortuna, el número de visitantes era extraordinario, y conseguí evitar a César durante gran parte de la velada. En un aparente arranque de celos hacia su hermano, Jofre se emborrachó muy pronto y dedicó sus atenciones a una de las mujeres contratadas para entretener a los invitados masculinos. Me dolió; había esperado que con el paso del tiempo me acostumbraría a las infidelidades de mi marido. Pero como consideraba que no estaba bien que una esposa regia mostrase celos en tales asuntos, los evité a ambos.
En cambio, presenté mis respetos a Su Santidad, a la mayoría de los cardenales del consistorio y a los nobles. Me sorprendí al ver a Vannozza Cattanei, porque nunca antes la había encontrado en ningún acto en la residencia papal. Nos saludamos con afecto, como si fuésemos viejas amigas.
Cuando llegó el momento oportuno, me despedí de Alejandro y me dirigí hacia la puerta, agradecida de haber conseguido marcharme sin tener que ver al huésped de honor. Le hice una seña a doña Esmeralda y a mis otras damas para que me acompañasen, y llamé a los guardias para que nos escoltasen a través de la plaza abarrotada.
Pero en cuanto salí al pasillo, me sujetaron de la muñeca, suavemente pero con firmeza. Vi a César, en el momento en que hacía un gesto a doña Esmeralda y a las otras damas para que nos dejasen un momento a solas.
Mi corazón se aceleró. Ya no sentía ninguna emoción al contacto de su carne; ahora solo sentía odio, y el deseo de dar rienda suelta a mis emociones, cosa que pondría todavía más en peligro a Alfonso y Nápoles.