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César me llevó por el pasillo, lejos del ruido y los invitados. Cuando se aseguró de que nadie podía escucharnos, dijo con su habitual tono controlado:

– Quizá ahora te das cuenta de la vida que has rechazado. -Me observó con atención-. No es demasiado tarde para un cambio.

Solté una exclamación que acabó en una carcajada de incredulidad.

– ¿Te estás declarando?

De inmediato, su voz y su expresión se hicieron todavía más cautelosas.

– ¿Qué pasa si lo hago?

Aparté mi mano de la suya; mantenía mis labios tan apretados que no pude responderle. Hubo un momento, antes de que asesinase a Juan, en el que me habría sentido abrumada de alegría al saber que él aún me amaba. Ahora solo sentía rechazo.

Se dio cuenta de mi reacción; cuando habló de nuevo, su tono era de burla:

– Pero por supuesto, todavía eres leal a Jofre. Veo que, como una buena esposa, has hecho caso omiso de que ya se haya marchado para estar en los brazos de una cortesana.

Sonreí con frialdad, y decliné responder a sus dardos.

– He oído decir que cada vez te pareces más a tu hermano Juan. Ninguna mujer en la Romaña está a salvo de tus no deseados afectos; y Caterina Sforza menos que ninguna.

Me dedicó una sonrisa cruel.

– ¿Estás celosa, madonna?

Una parte de mí lo estaba; sin embargo, la mayor parte solo sentía repulsión. No pude contener la lengua.

– ¿Celosa, capitán general? ¿De la marca que intentas ocultar debajo de la barba? ¿Del obsequio que las putas francesas te hicieron? Estoy segura de que tu nueva esposa estará encantada cuando se entere del regalo que le has traído de tus viajes.

Yo estaba lo bastante cerca para advertir las cicatrices y las llagas rojas en sus mejillas. Los napolitanos lo llamábamos «el mal francés»; los franceses intentaban, naturalmente, acusar a las prostitutas que habían frecuentado en Nápoles. Me consoló un poco saber que la enfermedad reduciría su vida; los años finales lo arrastraría a la locura.

La furia brilló en sus ojos; había conseguido asestarle un golpe bajo. Me volví, satisfecha, y me reuní con mis damas.

Desde detrás llegaron unas suaves, pero en absoluto cariñosas palabras:

– Lo he intentado una última vez, madonna. Ahora sé dónde estoy; ahora sé qué camino tomar.

No me molesté en responder.

Por fortuna, pasamos de la primavera al verano sin incidentes; el rey Luis no hizo ningún movimiento hacia Nápoles, y la vida dentro de la casa Borgia transcurrió con normalidad.

Con la excusa de urgentes preocupaciones por el ejército y por cuestiones políticas, César se ausentó de todas nuestras cenas con el Papa. No hablé con él de nuevo después de aquella primera noche de su regreso, y apenas lo vi, excepto de pasada; las miradas que intercambiábamos eran frías. Doña Esmeralda me informó que cuando no estaba con su padre o los representantes franceses, urdiendo complots, César pasaba las noches con cortesanas o con la desdichada Caterina Sforza, a la que hacía llevar de su celda en el castillo de Sant'Angelo a sus aposentos. Los guardias decían que era hermosa, susurró Esmeralda, con el pelo más claro que la paja, y la piel lechosa que resplandecía por la noche como el ópalo. Antes de la captura era un poco rolliza, pero los abusos de César la habían convertido en una mujer delgada.

Nunca la vi en persona, pero había ocasiones en las que me parecía intuir su triste y escandalizada presencia en los mismos pasillos que una vez yo había recorrido de camino a los aposentos privados de César. Sentía celos hacia ella; pero la emoción que predominaba era la de la solidaridad. Sabía qué era ser violada y sentirse indefensa y amargada.

César no hacía ningún gesto en público o en privado para mostrar a Alfonso o al bebé la menor consideración. En cualquier caso, a pesar del obvio desprecio de César por la casa de Aragón, Su Santidad continuó tratándonos con gran afecto personal, y se preocupó de darle a Alfonso un lugar destacado en todas las ceremonias. Yo creía que Alejandro, en su corazón, apoyaba de verdad a Nápoles y a España, y detestaba a los franceses, pese a su aparente alegría ante la boda de su hijo mayor con Carlota de Albret. Pero también recordé cómo Lucrecia, embarazada del hijo de su hermano, había llorado horrorizada mientras confesaba que incluso el Papa temía a César. La pregunta era si Su Santidad tenía la fuerza de voluntad para continuar con su papel de defensor de Nápoles.

A principios de verano, Alejandro cayó víctima de un leve ataque de apoplejía que lo dejó débil y lo mantuvo en cama durante varios días.

Por primera vez, pensé en cuál sería el destino de todos nosotros después de la muerte de Rodrigo Borgia. Todo dependía de si César tenía la ocasión de erigirse como gobernante secular de Italia. Si lo hacía, Alfonso y yo seríamos apartados en el mejor de los casos, y asesinados en el peor; si no era así, entonces todo dependía de quién saldría elegido nuevo Papa en el consistorio de cardenales. Si tenía simpatías hacia Nápoles y España -y todo indicaba que las tendría-, entonces Alfonso podría retirarse con Lucrecia a Nápoles sin ningún temor, mientras que Jofre y yo podríamos regresar al principado de Squillace, que parecía mucho más deseable que nuestras actuales circunstancias. Además, César sería declarado persona non grata en Italia. Tendría que depender del favor del rey Luis para que le permitiese regresar junto a su esposa.

Confieso que, por primera vez en años, muchas veces me dirigí a Dios durante los días de la enfermedad del Papa; mis oraciones aquellas semanas fueron oscuras e interesadas.

«Por favor, si la muerte salva a Alfonso y al bebé, entonces llévate a Su Santidad ahora.»Alejandro, por supuesto, se recuperó muy pronto.

Dios me había desilusionado una vez más; pero pronto habló con vehemencia, de una manera inesperada.

El penúltimo día de junio -el día de San Pedro, que conmemoraba al primer Papa- Alejandro nos invitó a todos, incluido al pequeño Rodrigo, a visitarlo en sus aposentos.

Era un día de mucho calor, y había negros nubarrones que muy pronto ocultaron el cielo. El viento comenzó a soplar. Mientras nosotros -Lucrecia, Alfonso, Jofre y yo caminábamos con nuestras damas y asistentes desde el palacio hacia el Vaticano, una súbita racha de aire frío hizo que se me pusiera la carne de gallina en los brazos y el cuello; con ella llegó un fuerte trueno.

El pequeño Rodrigo -que entonces contaba ocho meses, y tenía fuerza y un buen tamaño para su edad- chilló aterrorizado ante el sonido, y se removió con tanto vigor en los brazos de su ama de cría que Alfonso tuvo que cogerlo. Apresuramos el paso, pero no logramos escapar del aguacero; una lluvia helada, acompañada de granizo, nos castigó mientras subíamos corriendo la escalinata del Vaticano. Alfonso ocultó la cabeza de su hijo debajo de sus brazos, y se encorvó, para protegerlo lo mejor que podía.

Empapados, pasamos por delante de los guardias y cruzamos las grandes puertas para buscar refugio en el vestíbulo. Mientras Alfonso sujetaba al bebé lloroso, Lucrecia y yo nos ocupamos del pequeño; utilizamos las mangas y los dobladillos de nuestras túnicas para secarlo.

Otro terrible trueno sacudió las pesadas puertas y el suelo debajo de nuestros pies; todos nos sobresaltamos, y el bebé comenzó a chillar con desesperación.

Alfonso y yo nos miramos asustados, al recordar los horrores que habíamos presenciado en Nápoles, y susurramos al mismo tiempo la palabra: «Cañones».

Por un instante, tuve la loca idea de que los franceses estaban atacando la ciudad; pero eso era imposible. Habríamos tenido alguna advertencia; hubiésemos recibido informes del avance de su ejército.

Entonces, desde las profundidades del edificio, escuchamos los frenéticos gritos de los hombres. Yo no entendía las palabras, pero la histeria se había desatado.