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Lucrecia se volvió hacia el sonido y sus ojos se abrieron como platos.

– ¡Padre! -gritó, y luego se recogió las faldas y echó a correr.

La seguí, como hicieron Jofre y Alfonso, que antes devolvió su hijo a la niñera. Subimos los escalones de dos en dos; los hombres nos aventajaron, porque no tenían la traba de las largas faldas.

En el pasillo que llevaba a los aposentos privados de los Borgia, nos encontramos con una densa y oscura bruma que hacía arder los ojos y los pulmones; caminé detrás de Alfonso y Jofre, pero nos detuvimos con horrorizado asombro en la arcada que conducía a la Sala de la Fe, donde se suponía que Su Santidad nos esperaba sentado en el trono.

En el lugar donde había estado el trono solo había una pila de vigas de maderas, escombros y yeso, todo envuelto en una gran nube de polvo: se había desplomado el techo encima del trono, junto con las alfombras y los muebles que estaban en el piso superior.

Reconocí la alfombra y los muebles, porque los había visto muchas noches en la habitación de César. Sentí una punzada de perversa esperanza: si César y el Papa habían muerto, mis temores por mi familia y Nápoles habían terminado.

«¡Santo Padre!» «¡Santidad!» Los dos ayudantes del Papa, el chambelán Gasparre y el obispo de Padua, lo llamaban con desesperación mientras se inclinaban sobre los escombros e intentaban encontrar debajo de ellos señales de vida. Habían sido sus gritos los que habíamos oído, y ahora Lucrecia y Jofre añadieron sus voces.

– ¡Padre! ¡Padre, respondednos! ¿Estáis herido?

Ningún sonido llegó de la impresionante pila. Alfonso fue en busca de ayuda; regresó enseguida con media docena de trabajadores provistos con palas. Abracé a Lucrecia, que miraba asustada la pila, segura de que su padre había muerto; yo también lo creía y luchaba entre la culpa y el entusiasmo.

Muy pronto quedó claro que César no estaba en su aposento, porque no había rastro de él. Nada menos que tres pisos habían caído sobre el pontífice. La montaña de escombros era formidable; nos quedamos allí por espacio de una hora mientras los hombres trabajaban con denuedo bajo la dirección de Alfonso.

Por fin, Jofre, que cada vez estaba más desesperado, no pudo contenerse más.

– ¡Está muerto! -gritó-. ¡No puede haber ninguna esperanza! ¡Padre está muerto!

El chambelán Gasparre, otro hombre de emociones a flor de piel, repitió la frase mientras se retorcía las manos con desesperación.

– ¡El Santo Padre está muerto! ¡El Papa está muerto!

– ¡Silencio! -les ordenó Alfonso, con una dureza que no le conocía-. Silencio, o sumiréis a toda Roma en el caos.

No se equivocaba, debajo de nosotros sonaban las pisadas de los guardias papales que corrían para cerrar las entradas del Vaticano. También escuchábamos las voces de los sirvientes y los cardenales mientras repetían el grito.

«¡El Papa está muerto! ¡Su Santidad ha muerto!»

– Ven -le dije a Jofre, y lo aparté de los escombros-, Jofre, Lucrecia, ahora debéis ser fuertes y no aumentar la angustia de los demás.

– Es verdad -admitió Jofre en un tímido intento de reunir coraje; sujetó la mano de su hermana-. Ahora debemos confiar en Dios y en los trabajadores.

Los tres entrelazamos los brazos y nos obligamos a esperar en calma el resultado, sin hacer caso de los frenéticos sonidos en el piso inferior.

De vez en cuando, los hombres dejaban de cavar, y llamaban al Papa; no recibieron ninguna respuesta. Desde luego había muerto, me dije a mí misma. En mi mente, yo ya estaba de regreso en Squillace.

Después de una hora, consiguieron abrirse paso entre los escombros, lo suficiente para descubrir un borde de la capa dorada de Alejandro.

«¡Santo Padre! ¡Santidad!»Seguimos sin oír ningún ruido.

Pero Dios solo nos estaba haciendo una jugarreta. Al final, después de haber apartado los maderos y los tapices dorados, encontraron a Alejandro, cubierto de polvo, mudo de terror, sentado rígido en el trono, con sus enormes manos agarrando los brazos tallados de las sillas.

Los cortes y rasguños eran tan pequeños que ni siquiera pudimos verlos.

Gasparre lo condujo hasta su cama mientras Lucrecia llamaba al médico. Le practicó una sangría; solo tenía unas décimas de fiebre, pero no quería ver a nadie excepto a su hija y a César.

Se abrió una investigación. En un primer momento se habló de que un noble rebelde había lanzado una bala de cañón, pero en realidad había sido un rayo, combinado con un fuerte viento, lo que había derribado el techo. El azar quiso que César dejara sus habitaciones unos momentos antes.

Era una advertencia divina, susurraron muchos, para que los Borgia se arrepintiesen de sus pecados y evitar que Dios nos llevase a todos con su caída. Savonarola había hablado desde más allá de la tumba.

Para César era una advertencia de que debía comenzar a actuar cuanto antes para asegurarse un lugar en la historia mientras su padre todavía respirase.

Verano de1500

***

Capítulo 32

Gracias a su fuerte constitución, Alejandro se recuperó sin problemas. El rayo de Dios dio a Su Santidad el sentido de mortalidad y un renovado aprecio por la vida; comenzó a pasar menos tiempo con César para ocuparse de las estrategias de conquista y más tiempo en compañía de su familia, que consistía en el pequeño Rodrigo, que crecía a pasos agigantados, Lucrecia, Alfonso, Jofre y yo. De nuevo, cenábamos cada noche en compañía del Papa, y en la mesa hablábamos de temas domésticos en lugar de política. Se estaba abriendo una grieta entre César y Alejandro en términos de lealtad; solo podía rogar para que el Papa fuese lo bastante fuerte para resultar vencedor.

Mi apocalipsis privado comenzó el 15 de julio, apenas dos semanas después de que se derrumbara el techo sobre el trono papal. Aquella noche cenábamos con Su Santidad, y Lucrecia y yo manteníamos una agradable conversación con él, cuando Alfonso se levantó para anunciar:

– Con vuestro permiso, santo padre, estoy cansado y deseo retirarme temprano.

– Por supuesto, por supuesto. -Entretenido en la conversación, Alejandro lo despidió solo con un cortés gesto-. Que Dios te conceda una buena noche de descanso.

– Gracias. -Alfonso se inclinó, besó la mano de Lucrecia y la mía, y se marchó.

No recuerdo de qué hablábamos, pero recuerdo haberlo mirado y haberme sentido conmovida por el cansancio en su rostro. Roma y sus perversas intrigas lo habían envejecido; la visión me trajo un lejano recuerdo: yo era una traviesa niña de once años en el palacio de Ferrante, y provocaba a mi hermano menor con el museo de los muertos de nuestro abuelo.

«¿Cómo puedes soportarlo, Alfonso? ¿No quieres saber si es verdad?»«No. Porque podría serlo.»Había muchas cosas que deseaba no haber descubierto; muchas cosas de las que deseaba haber podido proteger a mi hermano en Roma, y permitirle vivir en una bendita ignorancia. Pero eso había sido imposible.

Sentí un extraño deseo de abandonar mi conversación con Lucrecia en aquel momento y acompañar a Alfonso a sus habitaciones; pero hubiese sido una descortesía. En retrospectiva, no puedo menos que preguntarme cómo hubiesen cambiado nuestras vidas de haberlo acompañado. En cambio, le sonreí mientras él besaba mi mano; cuando se marchó, me olvidé de todos esos pensamientos por considerarlos una preocupación inútil.

Un par de horas más tarde, Lucrecia, el Papa y yo nos habíamos ido a conversar a la Sala de los Santos; nuestras voces resonaban en las paredes del amplio y casi desierto salón. Estaba cansada y pensaba en marcharme cuando escuchamos el ruido de unas fuertes pisadas y las voces alarmadas de hombres que se acercaban a nosotros. Antes de darme cuenta de qué pasaba, los soldados habían entrado en la habitación.