Los miré, sorprendida.
Un guardia papal, acompañado por otros cinco de su batallón, se acercó a Alejandro. Era un joven de no más de dieciocho años; su expresión era aturdida y tenía el rostro pálido por el miedo. El protocolo exigía que se inclinase y pidiese permiso para dirigirse a Su Santidad; el muchacho abrió la boca, pero fue incapaz de hablar.
En sus brazos, laxo y pálido como la muerte, estaba mi hermano. De inmediato pensé en la imagen de la Virgen que acunaba al martirizado Cristo.
La sangre manaba de la frente de Alfonso, teñía de rojo sus rizos dorados y oscurecía la mitad de su rostro. La capa que había vestido aquella noche había desaparecido -arrancada- y su camisa estaba cortada en aquellos lugares donde no se pegaba a la carne con la sangre. Una de las perneras de sus calzones también estaba empapada en sangre.
Tenía los ojos cerrados, la cabeza caída sobre los brazos del soldado. Creía que estaba muerto. No podía hablar, no podía respirar; mi mayor temor se había hecho por fin realidad. Mi hermano había muerto ante mis ojos; ya no tenía razón para vivir, ya no tenía ningún motivo para respetar la moral de los hombres decentes.
Al mismo tiempo, vi la profundidad de mi locura en un destello: siempre había sabido, en lo más profundo de mi corazón, que César intentaría matar a mi hermano, ¿no era así? Era la mayor venganza que podía cobrarse por haberlo rechazado; más grande, desde luego, que arrebatarme mi propia vida.
¿No había sido esa su amenaza en nuestro último encuentro a solas?
«Ahora sé dónde estoy; ahora sé qué camino tomar.»Lucrecia se levantó de un salto, pero inmediatamente se desmayó.
La dejé en el suelo y corrí hacia mi hermano. Acerqué un oído a su boca abierta, y casi también me desvanecí con atormentada gratitud al escuchar el sonido de su respiración. «Dios -juré para mis adentros-, haré lo que Tú me pidas. No seguiré escapando de mi destino.»Él estaba vivo; vivo pero muy mal herido, si es que la herida no era mortal.
A mi espalda, Alejandro había bajado de su trono e intentaba reanimar a su hija.
Creo que la voluntad y comprender que se la necesitaba con desesperación, hizo que Lucrecia volviese en sí casi en el acto.
– ¡Estoy bien! -gritó, furiosa consigo misma ante esa muestra de debilidad en tal momento-. ¡Dejadme ver a mi marido! ¡Soltadme!
Se apartó del abrazo de su padre, se acercó a mí y juntas observamos las heridas de Alfonso. Yo quería gritar, desmayarme como había hecho Lucrecia. Por encima de todo, quería estrangular a Su Santidad mientras estaba allí, con aquella fingida expresión de inocencia, porque no tenía ninguna duda de que él tenía pleno conocimiento del ataque.
Contemplé el hermoso e inerte cuerpo de Alfonso; como su esposa, me forcé a mí misma a mantener una calma sobrenatural. En mi mente, recordé las palabras de mi abuelo. «Los fuertes debemos cuidar de los débiles.»-No podemos moverlo -dijo Lucrecia.
– Necesitamos una habitación aquí -señalé-, en estos aposentos.
Lucrecia miró a su padre; no con su habitual adoración e interés, sino con una fuerza poco común. En sus ojos grises había una clara amenaza si su orden no se cumplía. Alejandro cedió en el acto.
– Por aquí -dijo, y le hizo un gesto al soldado que llevaba a Alfonso para que lo siguiese.
Nos llevó hasta la cercana Sala de las Sibilas, donde el guardia dejó a Alfonso con mucho cuidado sobre un banco tapizado. Lucrecia y yo lo seguíamos tan de cerca, que nos apretábamos a cada lado del soldado.
– Llamaré a mi médico -añadió Alejandro, pero sus palabras no se oyeron porque Alfonso tosió de pronto.
Mi hermano parpadeó, luego abrió los ojos. Al vernos a Lucrecia y a mí, que estábamos casi tocándolo, susurró:
– Vi a los atacantes. Vi quién los mandaba.
– ¿Quién? -lo apremió Lucrecia-, ¡Mataré a ese asesino con mis propias manos!
Adiviné la siguiente palabra de mi hermano antes de que abriese los labios.
– César -dijo, y de nuevo perdió el conocimiento.
Solté una maldición.
Lucrecia hizo una mueca, se llevó las manos al estómago y se inclinó hacia delante, como si ella misma hubiese sido atravesada por una espada; le sujeté el brazo, convencida de que se caería de nuevo.
No lo hizo. En cambio, se controló y no mostró ninguna sorpresa ante esa terrible revelación; se dirigió a su padre con un tono seco, como si fuese un sirviente.
– Podéis llamar a vuestro médico. Pero mientras tanto, enviaré a llamar al médico del rey de Nápoles. También hay que llamar de inmediato a los embajadores de España y Nápoles.
– Que traigan agua y vendas -añadí-. Debemos hacer lo que podamos antes de que llegue el médico. -Como mi hermano continuaba sangrando, me desabroché las mangas en los hombros y me las quité; luego apreté el grueso terciopelo contra la herida abierta en su frente. Apelé a la frialdad de mi padre, a su falta de sentimientos, y por primera vez, agradecí encontrarlas en mí misma.
Lucrecia siguió mi ejemplo; ella, también, se quitó una de las mangas y la utilizó para tapar la herida en el muslo de Alfonso.
– ¡Mandad llamar a los sirvientes de Alfonso y a mis damas! -ordené. De pronto no quería otra cosa que la reconfortante presencia de doña Esmeralda y la compañía de nuestras personas más leales de Nápoles.
En nuestra desesperación, Lucrecia y yo no nos dimos cuenta de que el propio Papa había tomado nota de la mayoría de nuestras peticiones y había corrido para transmitírselas a los sirvientes. Uno o dos de los guardias papales intentaron marcharse para seguir nuestras órdenes, pero les eché una mirada que no admitía réplicas.
– ¡Quedaos aquí! No podemos quedarnos sin vuestra protección. La vida de este hombre está en juego, y tiene enemigos dentro de su propia casa.
Lucrecia no me contradijo. Cuando su jadeante padre regresó, le dijo:
– Necesito un contingente de por lo menos dieciséis guardias armados en la entrada de estas habitaciones a todas horas.
– ¿No creerás…? -comenzó su padre.
Ella lo miró con frialdad, su expresión mostraba que sin duda sí creía.
– ¡Los quiero!
– Muy bien -aceptó Alejandro, con voz apagada; quizá por el sentimiento de culpabilidad al ver el dolor que había permitido que César causara a Lucrecia. Por primera vez, el Papa demostró públicamente lo cobarde que era: su inconstancia no era tanto el resultado de las intrigas políticas como la consecuencia de que sus consejeros y sus hijos tiraran de él.
Muy pronto nos vimos rodeadas en nuestro santuario por los embajadores de Nápoles y España, el médico del Papa y el cirujano, los sirvientes de Alfonso y los míos, junto con un pelotón de guardias armados. Insistí en que trajesen un colchón; no me alejaría de Alfonso ni un instante, ni tampoco Lucrecia. También pedí un puchero para la chimenea. Conociendo la existencia de la canterella, tenía la intención de preparar todas las comidas de mi hermano con mis propias manos.
Varias horas más tarde, Alfonso volvió en sí el tiempo suficiente para decir los nombres de los hombres que le habían acompañado cuando se produjo el ataque; su escudero, Miguelito, y un caballero, Tomaso Albanese.
Lucrecia llamó a los dos hombres de inmediato.
Albanese todavía estaba siendo atendido por el cirujano y no se podía mover, pero Miguelito, el escudero, acudió casi al instante.
El escudero preferido de Alfonso todavía era un mozo, pero era alto y musculoso. Tenía el hombro vendado y el brazo derecho en cabestrillo. Se disculpó por no haber acudido antes a interesarse por su amo, pero la palidez y la debilidad dejaron claro que sus propias heridas eran graves. En realidad, se tambaleaba tanto que insistimos en que se sentara; se apoyó en el respaldo de la silla con un suspiro de agradecimiento y descansó la cabeza contra la pared.
Lucrecia mandó que le sirviesen una copa de vino; él la bebió a sorbos mientras nos hacía el relato que ella y yo insistimos en escuchar.