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– Los tres, el duque, don Tomaso y yo, íbamos desde el Vaticano hacia el palacio de Santa María. Esto nos obligó a pasar por delante de San Pedro, donde muchos peregrinos ya dormían en las escalinatas. No nos preocupamos por ellos, madonna; quizá yo tendría que haber estado más alerta por el bien del duque… -La culpa apareció en sus rudas facciones-. Pero pasamos junto a lo que parecía ser un grupo de vulgares mendigos; creo que eran seis, todos vestidos con harapos. Creí que habían hecho voto de pobreza. Como digo, no les hicimos caso; el duque y don Tomaso conversaban, y yo, lo admito, no estaba alerta.

»De pronto, los pordioseros en las escalinatas se levantaron de un salto; todos esgrimían espadas. Habían estado esperando al duque, porque oí que uno de ellos llamaba a los demás cuando pasábamos.

»Nos rodearon en el acto. Era obvio que se trataba de soldados preparados. Por fortuna, como bien sabéis, doña Sancha, nosotros también estamos entrenados en el estilo de esgrima napolitano. Vuestro hermano, vuestro marido, doña Lucrecia, era el más hábil y el más valiente de todos nosotros. A pesar de vernos superados en número, don Alfonso combatió tan bien que contuvo a los enemigos durante un tiempo.

»Don Tomaso también luchó con gran valentía y demostró un admirable coraje a la hora de proteger al duque. En cuanto a mí, hice todo lo posible, pero se me parte el corazón al ver al noble duque tendido allí tan pálido e inmóvil.

»A pesar de todos nuestros esfuerzos para protegerlo, el duque resultó herido. Sin embargo continuó luchando, pese a que le sangraran la pierna y el hombro. No fue hasta que recibió el último golpe en la cabeza cuando cayó.

»En aquel momento, los atacantes se centraron en él. Otros hombres, vestidos de oscuro y cuyos rostros no reconocí, habían traído caballos, y los atacantes intentaron llevarse a don Alfonso hacia ellos.

»Don Tomaso y yo renovamos nuestros esfuerzos, porque comprendimos que si se llevaban a nuestro amo, sin duda significaría su fin.

»Gritamos pidiendo ayuda; dirigimos nuestros gritos primero hacia el palacio de Santa María, y a los guardias apostados allí. Levanté a mi amo en brazos y comencé a llevarlo hacia el palacio, mientras don Tomaso, con gran valentía y terribles golpes de espada, contenía a los atacantes que aún quedaban; tres en aquel momento.

»Entonces fue cuando vi a otros dos hombres que esperaban delante del palacio, e impedían el acceso a los guardias en la reja. Uno era un asesino a pie, con la espada desenvainada y a la espera, y el otro montado a caballo…

Aquí, la voz del joven Miguelito se redujo a un susurro, y después guardó silencio. En un primer momento, creí que el cansancio y la pérdida de sangre le habían producido un súbito debilitamiento, sobre todo después del esfuerzo de hablar; le insistí en que bebiese más vino.

Entonces vi la mirada en sus ojos; no era el cansancio, sino el miedo lo que contenía su lengua.

Dirigí una mirada a Lucrecia, y luego me volví hacia el escudero.

– El caballo -pregunté con voz pausada-. ¿Era blanco, con herraduras de plata?

Me miró, asombrado, y después miró a Lucrecia.

– Tu amo ya ha nombrado a César como su atacante -dijo Lucrecia, con una entereza que admiré-. Aquí estás entre amigos de Nápoles, y estoy en deuda contigo por salvar la vida de mi marido. Te juro que no sufrirás ningún daño por decirla verdad.

El joven escudero asintió a regañadientes, y después admitió con voz ronca:

– Sí. Era don César, el duque de Valencia, en su caballo. Temí por mi amo, así que me dirigí en dirección opuesta, de nuevo hacia el Vaticano, mientras don Tomaso mantenía a los asesinos a raya. Los dos gritamos hasta que los guardias papales abrieron las rejas y nos admitieron; en aquel momento, nuestros asaltantes escaparon.

– Gracias -le dijo Lucrecia en un tono áspero que nunca hasta entonces había escuchado; el sonido de su verdadera voz, sin miedo ni afectaciones-. Gracias, Miguelito, por decir la verdad.

Durante los siguientes días, la habitación en los aposentos de los Borgia -vigilada a todas horas por los soldados y los hombres de más confianza de Alfonso- se convirtió en una fortaleza. Colocamos biombos, para dividir la Sala de las Sibilas con sus brillantes frescos en una habitación interior y otra exterior, de forma que dispusiéramos de más intimidad. Se trajeron muebles, y con la ayuda de nuestros asistentes, incluida doña Esmeralda, montamos un primitivo campamento en aquel lujoso lugar, como si estuviésemos en guerra.

Apenas una hora después de haber sido llamado, llegó el médico del Papa. Examinó a Alfonso, y, para gran alivio de Lucrecia y mío, afirmó que, dada la juventud y la fuerte constitución de mi hermano, sobreviviría, «siempre que sus heridas sean atendidas a conciencia».

Que serían atendidas de esa manera era seguro porque no había enfermeras en el mundo mejor dispuestas que Lucrecia y yo. Limpiamos y vendamos las heridas con nuestras propias manos; bajo la supervisión de doña Esmeralda, preparé yo misma los platos preferidos de Alfonso, y Lucrecia se ocupó de darle de comer. Nuestro cariño por él nos unía de tal modo que sabíamos lo que necesitaba la otra sin necesidad de palabras.

Alfonso comenzó a recuperarse deprisa, aunque sus heridas eran graves y habrían matado a un hombre más débil. Se despertó hacia la medianoche de aquel primer terrible día, y preguntó con mucha coherencia por el estado de su escudero, Miguelito, y de don Tomaso Albanese. Suspiró agradecido al saber que ambos habían sobrevivido.

– Lucrecia -dijo con súbita urgencia (aunque estaba demasiado débil incluso para sentarse) -, Sancha; ninguna de las dos debéis quedaros aquí conmigo. No es seguro. Soy un hombre condenado.

Las mejillas de Lucrecia enrojecieron; con una vehemencia que nos sorprendió, manifestó:

– Juro ante Dios que aquí estás a salvo de César. Aunque tenga que estrangular a mi hermano con mis propias manos, no dejaré que sufras ningún daño. -Vi cómo se esforzaba, para no preocupar más a Alfonso, en contener las lágrimas.

La abracé y, mientras la acunaba y le palmeaba la espalda como se hace con un niño, le expliqué a Alfonso todas las precauciones que su esposa había tomado, la presencia de los embajadores de España y Nápoles, que se encontraban en ese mismo momento en la antecámara, y vigilancia en las puertas a cargo de más de una veintena de soldados.

En respuesta, él sujetó la mano de Lucrecia, débil como estaba, la besó y luego forzó una sonrisa. Ella a su vez se separó de mis brazos y le sonrió lo mejor que pudo. Resultaba doloroso ver cómo intentaban mostrarse valientes por el bien del otro.

Ambos estaban aterrorizados; sabían que el improvisado dormitorio en la Sala de las Sibilas era el único lugar iluminado en la oscura y sombría Roma, donde César Borgia acechaba, dispuesto a atacar de nuevo.

El segundo día, Alfonso se recuperó lo suficiente para comer un poco; al tercero, ya se sentó y habló largo y tendido. Al cuarto, llegaron los médicos de Nápoles: don Clemente Gactula, el médico del rey, y don Galeano da Anna, el cirujano. Saludé a los dos hombres con mucho afecto, porque los conocía desde mi infancia; ellos habían atendido a mi abuelo, Ferrante. Lucrecia les preguntó en cuánto tiempo Alfonso podría caminar, luego montar a caballo, y después cabalgar: no lo dijo con todas las palabras, pero todos la comprendimos: cuanto antes Alfonso pudiese viajar y escapar de Roma para buscar la seguridad de Nápoles, mejor. Por la actitud de Lucrecia hacia su hermano y su padre, no dudé que en esta ocasión ella no permitiría que su esposo la dejase atrás.

Alfonso continuó en franca mejoría, y en ningún momento tuvo fiebre. Lucrecia y yo nos alternábamos para no dejar ni un momento la habitación, y muchas veces, estábamos las dos allí; dormíamos en el suelo, a un palmo de la cama de Alfonso, y los tres comíamos juntos.