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En todo momento, yo estaba vigilante, a la espera del siguiente intento para acabar con la vida de mi hermano.

Una tarde, mientras estaba inclinada sobre el hogar como una fregona, asando un trío de faisanes en la parrilla, escuché las voces agudas de hombres en la antecámara.

Lucrecia estaba sentada junto a la cama, leyendo poesía a su marido; los tres miramos hacia la puerta alertados por la conmoción, a tiempo para ver cómo César Borgia -escoltado por una pareja de sus guardias de confianza- entraba en el dormitorio.

Lucrecia arrojó el pequeño libro encuadernado en cuero al suelo y se levantó de un salto, el rostro desfigurado por la cólera.

– ¡Cómo te atreves! -gritó. Al principio, creí que se dirigía a su hermano, hasta que ella continuó-: ¡Cómo has podido permitirle nada menos que a él entrar aquí!

– Él insistió, madonna -respondió uno de los guardias con voz sumisa-. Lo cacheamos en busca de armas, pero no lleva ninguna.

– ¡No importa! -La voz de Lucrecia temblaba de furia-. ¡No debes dejarle entrar aquí nunca más!

César escuchó las duras palabras de su hermana con total indiferencia; ni siquiera la expresión de odio en el rostro de Alfonso lo inquietó. Me levanté para colocarme entre César y mi hermano.

– Lucrecia -dijo César con voz amable-, comprendo tu ira. Créeme cuando digo que la comparto, y que me angustió mucho, don Alfonso, enterarme del atentado contra tu vida. Pero he sido maliciosa e injustamente acusado por tu escudero Miguelito Herrera, ¿no se llama así el muchacho? Te lo aseguro, soy del todo inocente. Me duele la insinuación de que soy capaz de herir a un familiar. Deseo realizar una investigación para limpiar mi nombre y recuperar tu confianza.

Cuando César acabó su descarado discurso, siguió un incómodo silencio.

– Idiota -susurró Alfonso.

Me volví. Los ojos de mi hermano resplandecían de odio.

– Idiota -repitió Alfonso, y su voz se hizo más fuerte con cada palabra-. ¿Crees que, porque estaba caído, no te reconocí allí, montado en tu precioso semental blanco, con sus preciosas herraduras de plata?

La expresión de César se ensombreció en una clara señal de peligro.

– Te vi -afirmó Alfonso, colérico-, y también don Tomaso; y él está ahora en un lugar seguro y muy bien protegido. Como ves, no tiene ningún sentido que asesines a Miguelito, todos te vimos, y todos los presentes lo saben.

– Intentaba hacer las paces -declaró César en voz baja, y se volvió.

Los guardias lo escoltaban cuando Lucrecia le gritó, en un tono cargado de inquina:

– ¡Sí, vete, asesino!

Pero Alfonso no había acabado de dirigirse a su cuñado, a pesar de que César ya se encontraba en la antecámara.

– ¡Así que ahora tendrás que matarnos a todos! -le gritó Alfonso-. ¡A los embajadores, a los doctores, a los sirvientes y a los guardias, a todos nosotros!

Seguí a César hasta las puertas de la antecámara; mi odio hacia él me atraía como un imán.

En el momento en que los guardias iban a apartarse para dejarlo pasar, pronuncié su nombre.

Se volvió hacia mí, expectante, inseguro.

Por un momento, pensé en empuñar mi estilete y matarlo en el acto, pero sabía que no tendría ninguna oportunidad. Me detendrían él o alguno de los guardias antes de que pudiese hacerle ningún daño… y siempre se podía decir que yo había actuado por instigación de mi hermano. El hacerlo no significaría ningún bien ni para Alfonso ni para Nápoles.

En cambio, le escupí a la cara. El escupitajo se enganchó en el borde de su barba y chorreó sobre la fina seda negra de su bien cortada túnica. Él se inclinó sobre mí, de una forma tan brusca que dos de nuestros guardias desenvainaron sus espadas. En sus ojos oscuros brilló el instinto asesino. De haber estado a solas, me habría matado allí mismo y habría disfrutado haciéndolo.

Se inclinó para acomodarme un mechón de pelo suelto detrás de la oreja al tiempo que me susurraba:

– Lo que fracasó en la comida tendrá éxito en la cena. Se apartó con una sonrisa tierna y malvada al ver la reacción que sus palabras habían provocado en mí.

Luego se volvió sin más y se marchó, con paso confiado, entre las filas de guardias.

Capítulo 33

Tras la marcha de César, me quedé en la antecámara, demasiado atónita y furiosa por su clara amenaza. Aunque mi cuerpo permanecía inmóvil, mi mente estaba más activa que nunca. Sabía más allá de toda duda que a menos que se tomasen severas medidas, César mataría a mi hermano. Ya no podía seguir cerrando los ojos a la verdad y soñar con un final feliz.

Sus palabras tuvieron también un terrible efecto en mis sentidos: vi mi entorno con excepcional claridad, y, por primera vez, comprendí su significado.

Aquella era la Sala de las Sibilas. En las paredes delante de mí, representados en vivos colores rojos, lapislázuli y oro, estaban los profetas del Antiguo Testamento; la mayoría con barbas blancas, con los rostros elevados hacia el cielo y con las manos reclamando un juicio que acabase con los hombres.

Debajo de ellos estaban las sibilas que, con sus fieros ojos, miraban hacia el mismo terrible final.

Recordé a Savonarola en el pulpito, cuando acusaba al papa Alejandro de ser el Anticristo. Pensé en doña Esmeralda de rodillas delante de san Genaro, llorando a lágrima viva porque ese era el año del Apocalipsis.

El rostro de una de las sibilas en particular -de cabellos dorados y piel blanca, en vez de morena y con velos- llamó mi atención. En aquel instante, todas las palabras de la profecía de la bruja volvieron a mí como si las acabase de repetir, a través de los labios de la Sibila: «Porque en tus manos se hallan los destinos de hombres y naciones. Estas armas dentro de ti (el bien y el mal) deben utilizarse con sabiduría, y unirse en el momento adecuado, porque ellas cambiarán el curso de los acontecimientos».

Yo había gritado: «¡Nunca recurriré al mal!». Había intentado convencerme de que el peor mal al que debía enfrentarme -y que ya había rechazado- era casarme con César Borgia.

La bruja había replicado con toda calma: «Entonces condenarás a muerte a aquellos a los que más amas».

También había señalado mi destino de nuevo con mucha claridad la segunda vez que había ido a verla. Ya había empuñado una de las armas, me dijo; ahora solo debía empuñar la otra. Yo siempre había comprendido el mensaje, pero no había querido admitirlo.

De pie en la Sala de las Sibilas, comprendí que tenía una alternativa. Podía confiar en la diplomacia, en la buena voluntad del Papa, en la suerte, en la poco probable esperanza de que la amenaza de César no se cumpliera y no volviera a atacar.

Pero entonces Alfonso moriría.

O podía aceptar que el destino había puesto en mis venas la sangre fría y calculadora de mi padre y del viejo Ferrante. Podía aceptar que yo era fuerte, capaz de asumir tareas que aquellos con corazones más tiernos no podían.

Entonces tomé mi decisión: por amor a mi hermano, decidí asesinar a César Borgia.

Pasé el resto del día en un estado de frío distanciamiento, realicé mis tareas de enfermera, sonreí y hablé con mi hermano y Lucrecia mientras en secreto pensaba en la mejor manera de atacar al capitán general.

No había duda de que cualquier intento que se pudiese relacionar con nosotros, los napolitanos, quedaba descartado. Un ataque tan poco tiempo después del sufrido por Alfonso haría que el Papa se apresurase a culpar a mi hermano y aprovechase esa excusa para hacerlo ejecutar. Si mi intento fallaba, el propio César haría los honores. Por mucho que deseara cometer el asesinato con mi propio estilete, por mucho que deseara que la venganza llegase cuanto antes, la sutileza era esencial. Tendríamos que esperar. Lo mejor sería atacar cuando Alfonso estuviese lo bastante recuperado para escapar a un lugar seguro.