La solución, decidí, era contratar a un asesino; buscar a alguien a quien no se pudiera relacionar conmigo.
Ni siquiera se me ocurrió pedir la ayuda de Jofre. Por celoso que pudiese estar de su hermano mayor, él no tenía el coraje suficiente y era incapaz de contener su lengua. Tampoco se lo pedí a Lucrecia, aunque ella sin duda tenía tales contactos; una cosa era proteger a su marido, y otra pedirle que matase a su hermano. No quería poner a prueba su lealtad hasta ese punto.
Había alguien que conocía a más personas que todos nosotros, que estaba vinculada a una red que podía conseguir el más íntimo conocimiento de cualquier acontecimiento o individuo; y ella era la única en cuya integridad yo confiaba tanto como en la de Alfonso. Decidí que sería el primer eslabón de mi cadena.
Aquella noche, mientras Alfonso y Lucrecia dormían muy juntos, me levanté y di unos pocos pasos hasta el pequeño jergón donde doña Esmeralda dormitaba.
Me arrodillé a su lado y susurré su nombre al oído; sus ojos se abrieron al tiempo que soltaba una exclamación y daba un respingo. Apoyé una mano sobre su boca para hacerla callar.
– Debemos hablar en el exterior -le dije con voz suave y señalé hacia las puertas que se abrían a un pequeño balcón.
Somnolienta y confusa, obedeció y salió al balcón, donde esperó mientras yo cerraba las puertas con gran sigilo-¿Qué ocurre, madonna? -murmuró.
Me acerqué a ella tanto, que mi boca rozó su oreja mientras susurraba, tan quedamente que apenas debía de oír mis palabras.
– Tenías razón en que César es malvado, y ha llegado el momento de detenerlo. Hoy, me ha dicho sin más que pretende llevar a cabo su crimen, matar a Alfonso.
Ella se echó hacia atrás y soltó un suave sonido de angustia; me llevé un dedo a los labios para pedirle silencio.
– Debemos mantener la más absoluta calma al respecto. Estoy segura de que conoces a algún sirviente que se pueda poner en contacto con alguien… un hombre cuyos servicios podamos contratar.
Sus ojos se abrieron como platos; se persignó.
– No puedo ser cómplice de un asesinato. Es un pecado mortal.
– La culpa será toda mía. Te ordeno que lo hagas; Dios sabe que tú no tienes culpa alguna. -Hice una pausa-. ¿No lo ves, Esmeralda? Al fin estamos cumpliendo la misión de Savonarola. Estamos deteniendo el mal. Somos la mano vengadora de Dios contra los Borgia.
Ella se quedó muy quieta mientras lo pensaba.
Le di un momento, y luego insistí:
– Lo juro ante Dios. Esta sangre caerá solo sobre mi cabeza, y sobre la de nadie más. Piensa en los pecados que César ha cometido: cómo asesinó a su propio hermano, cómo ha violado a Caterina Sforza, ha abusado de Italia y ha traicionado a Nápoles… nosotros no somos los criminales. Somos los instrumentos de la justicia.
De nuevo ella permaneció en silencio. Por último, su expresión se endureció; había tomado una decisión.
– ¿Cuando se debe cometer, madonna?
Yo sonreí en la oscuridad.
– Cuando Alfonso esté lo bastante recuperado para huir. Probablemente dentro de un mes a partir de este mismo día; no más tarde. -Sabía que César estaba ligado por las mismas restricciones; si atacaba de nuevo a mi hermano demasiado pronto, incluso si lo hacía por medios secretos, todos sabrían que era el culpable. Entonces Nápoles y España protestarían de tal modo que Alejandro no podría hacer caso omiso.
– Entonces, un mes -dijo ella-. Que Dios nos mantenga a todos sanos y salvos hasta entonces.
Transcurrieron dos semanas; julio dio paso a agosto. Durante ese tiempo, doña Esmeralda hizo los arreglos necesarios, aunque no compartió conmigo ningún detalle, para mi protección. Una doncella de confianza sacó una joya de mis habitaciones; se utilizaría para pagar a nuestro asesino desconocido.
A pesar del húmedo calor romano, Alfonso no sufrió ninguna infección ni fiebre; fue el resultado de los muchos cuidados que recibió de mí y de Lucrecia. Con el tiempo, la profunda herida en el muslo cicatrizó lo suficiente para permitirle recorrer distancias muy cortas; solía andar de un extremo al otro del balcón, donde contemplaba los magníficos jardines vaticanos. Llegó el momento en que sacamos al balcón sillas tapizadas y otomanas para apoyar la pierna herida; allí se sentaba a menudo y tomaba el sol.
Una tarde, estábamos sentados manteniendo una tranquila conversación; Lucrecia había cedido a la tensión y al cansancio y dormía a pierna suelta en su colchón en el fondo del dormitorio. El sol se ponía entre las columnas de nubes que resplandecían con un color coral oscuro.
– Fui un tonto al regresar a Roma -admitió Alfonso en tono amargo. Su alegría natural era cosa del pasado; en esos días, cada vez que hablaba, había dureza en su tono, un sentimiento de derrota-. Tú tenías razón, Sancha, tendría que haberme quedado en Nápoles y haber insistido en que Lucrecia se reuniese allí conmigo. Ahora estamos todos en peligro por mi culpa.
– Lucrecia no -repliqué con cansancio-, ni el pequeño Rodrigo. El Papa nunca permitirá que alguien de su propia sangre sufra daño.
Alfonso me miró con una expresión desapasionada.
– El Papa ya no controla a César. Olvidas que él no pudo evitar que matase a Juan.
Guardé silencio. No le había contado que había puesto en marcha un plan contra la vida de César; él nunca lo hubiese aprobado. Solo Esmeralda y yo compartíamos el secreto.
Uno de los guardias -con mucha discreción, consciente de que Lucrecia dormía- salió al balcón y se inclinó ante nosotros.
– Doña Sancha -dijo-. Tu marido, el príncipe de Squillace, ha pedido permiso para visitarte. Está esperando en la puerta de los aposentos.
Titubeé, insegura, y miré a Alfonso.
Durante todo ese tiempo mi marido no se había comunicado conmigo. Sabía que no había apoyado la acción de César; sin duda la reprobaba. Pero también sabía que por naturaleza no quería provocar la ira de su hermano mayor.
– Cacheadlo -ordenó Alfonso.
– Ya nos hemos tomado la libertad, duque -respondió el soldado-. No lleva armas. Dice que solo desea que se le permita la entrada para hablar con su esposa.
Me levanté al tiempo que le hacía una seña a mi hermano para que permaneciese donde estaba.
– Yo hablaré con él.
Dejé a Alfonso y crucé en silencio el dormitorio para ir a la antecámara. La habitación ya no estaba abarrotada como lo había estado en los primeros días después del atentado contra la vida de Alfonso. Los embajadores de España y Nápoles se habían marchado y habían dejado atrás a sus representantes, pero los médicos napolitanos descansaban aquí, siempre alerta a cualquier llamada.
Cuando me acerqué a las puertas abiertas, los guardias se apartaron y vi a Jofre.
– Sancha, por favor -dijo, con expresión triste-. ¿Puedo verte unos momentos?
– ¿Debo salir? -pregunté. Alfonso era el objetivo; yo no tenía miedo de mí misma.
Mi pregunta hizo que Jofre se mostrase muy nervioso.
– No -dijo-, estaremos mucho más cómodos allí. -Señaló la antecámara.
Lo pensé. Por un instante, creí que César había enviado a su hermano menor en el papel del asesino menos sospechoso del mundo; luego deseché esa idea. Conocía el corazón de Jofre; a menudo era débil, pero era totalmente incapaz de cualquier malevolencia.
– Dejadle pasar -dije a los guardias.
Jofre entró y me abrazó de inmediato. Su abrazo era de auténtica pasión y dolor mientras susurraba a mi oído:
– Perdóname. Perdóname por no haber venido antes. César amenazó con matarme si venía e incluso padre me prohibió visitarte. Lo intenté antes, sin éxito, pero estaba decidido a verte.
Me aparté un poco y lo miré. En su voz, en su rostro, en todos sus gestos no había otra cosa que sinceridad, y le creí.
Le creí, que no era lo mismo que confiar en él. Tenía buenas intenciones, pero no era lo bastante fuerte para permitirle acceder a mis secretos. Decidí no decirle nada de nuestros planes para llevarnos a Alfonso a Nápoles lo antes posible, o nuestra correspondencia secreta con el rey Federico. Desde luego, nunca le revelaría mi terrible conspiración contra César. Pero la preocupación en sus ojos me hizo llevarlo más adentro, lejos de los ojos y oídos de los guardias y los representantes de los embajadores, más allá de la dormida Lucrecia, al balcón donde estaba sentado Alfonso.