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– Don Alfonso -dijo Jofre al verlo-. Querido cuñado, perdóname por los pecados de mi hermano. Se ha dicho con harta frecuencia que no soy un verdadero Borgia; no, no protestes, Sancha, he oído todos esos rumores. Ninguno de mis hermanos ha sido conocido por su bondad, y me han insultado sin piedad por no serlo. Pero quizá todo sea para bien, porque no quiero tener en mis venas una sangre capaz de cometer un crimen tan horrible.

Alfonso lo había mirado con desconfianza antes de comenzar su discurso, pero una vez que mi hermano hubo escuchado las palabras de Jofre, su expresión se suavizó y le tendió la mano. Jofre se la estrechó con firmeza, y luego se volvió hacia mí.

– Sancha, te he echado mucho de menos. No me gusta estar separado de ti. No puedo soportar verte a ti o a tu hermano prisioneros dentro de tu propia casa.

Sacudí la cabeza con tristeza.

– ¿Qué podemos hacer?

– César no escucha los consejos de nadie, por supuesto. No siente más que desprecio hacia mí. He intentado hablar con padre, pero no ha servido de nada. En realidad… -Bajó la voz-. He venido a avisarte.

Alfonso se rió con sarcasmo.

– Somos muy conscientes de los peligros que nos amenazan.

– Contén la risa -le dije-. Escuchemos lo que mi marido ha venido a decir.

– No deseo saber nada de vuestros planes, ni escuchar una sola palabra de ellos -nos dijo Jofre-. Solo he venido a decirle a Sancha que la quiero y que haré cualquier cosa por ella, y he venido a comunicarte a ti, Alfonso, lo que he escuchado que le decía mi padre al embajador veneciano.

La expresión de Alfonso se volvió de inmediato sombría.

– ¿Qué has escuchado?

Venecia era amiga de Nápoles y enemiga de Francia.

– Durante una audiencia con Su Santidad, el embajador mencionó que había escuchado los rumores de que César era responsable del ataque contra ti -respondió Jofre-. «¡Vaya! En fin, somos Borgia. La gente siempre está creando falsos rumores acerca de nosotros.»

»A esto el embajador veneciano replicó: "Eso es verdad, santidad. Pero siento curiosidad por saber si creéis que es solo un rumor… o un hecho".

»El rostro de mi padre se transformó en aquel momento, y replicó: "¿Estás acusando a mi hijo de atacar a Alfonso?".

»El veneciano se defendió: "Solo estoy preguntando si el capitán general lo atacó o no".

»Fuera de sí, mi padre le gritó: "¡Si César atacó a Alfonso, entonces no hay duda de que Alfonso se lo merecía!".

Consideramos todo esto durante un largo momento.

Por fin, mi hermano manifestó en voz baja:

– Muy bien. Ahora sabemos cuál es la posición de Su Santidad.

Sentí un temor helado. Si el Papa apoyaba en secreto a César y solo fingía ayudar a Lucrecia con el propósito de manipularla, entonces quizá no podíamos retrasar más el asesinato de César. Claro que si lo asesinábamos entonces, el Papa bien podía tomar represalias contra mi hermano… Parecía una situación imposible.

– Quería que lo supieses -afirmó Jofre.

A pesar de mi miedo, estaba impresionada por la lealtad de Jofre.

– Lo que has hecho requiere muchísimo coraje -le dije. Y allí mismo, en el balcón, le di un beso de agradecimiento.

Él no podía quedarse; comprendí que su vida podía estar en peligro. Le cogí de la mano y lo escolté hasta la puerta, donde nos susurramos adiós.

– Solo quiero estar de nuevo contigo -manifestó Jofre.

No quise herirlo diciéndole la verdad: que yo no lo echaba de menos, que añoraba Nápoles y que nunca volvería a respirar tranquila hasta que César estuviese muerto y que Alfonso y yo nos encontrásemos de nuevo en nuestra verdadera casa junto al mar.

Alfonso le confió a regañadientes a su esposa lo que Jofre nos había dicho respecto de su padre. La noticia la inquietó mucho al principio; pero después, admitió que no le sorprendía la inconstancia de Alejandro.

Muy pronto, nuestros discretos arreglos con el rey Federico de Nápoles fueron confirmados: en las horas previas a la madrugada, Alfonso y Lucrecia serían conducidos por un contingente de nuestros soldados hasta una entrada lateral que se usaba muy poco y que comunicaba a un callejón. Los guardias papales en aquella entrada -hombres al servicio del Papa, que podían dar la alarma- habían acudido a nuestros aposentos llamados por Lucrecia, y habían visto las increíbles joyas de su colección, tesoros que serían suyos siempre y cuando contuviesen sus lenguas y cooperasen. A la niñera a cargo del pequeño Rodrigo -que pasaba las noches en sus habitaciones, lejos de sus padres- se le permitió escoger entre las gemas de Lucrecia, y eligió un precioso rubí. A cambio, ella llevaría al niño a sus padres la noche señalada.

Una vez que Alfonso, Lucrecia y el niño estuviesen fuera del Vaticano, un grupo de dos docenas de napolitanos bien armados los estarían esperando con caballos y un carruaje, y los escoltarían fuera de Roma antes de que César o el Papa descubriesen su desaparición.

Yo ya había decidido ir con ellos y llevarme a doña Esmeralda conmigo, aunque no le había dicho nada de eso a Jofre.

La fuga tendría lugar al cabo de una semana; siempre que Alfonso continuase mejorando.

Por desdichada que me sintiese, confinada en una pequeña habitación en el Vaticano, rodeada de guardias y siempre temerosa por la vida de mi hermano, saber que nuestro encierro muy pronto se acabaría alegró mi ánimo. El humor de Lucrecia también comenzó a mejorar, a medida que se acercaba el momento, sobre todo cuando quedó claro que Alfonso estaría lo bastante fuerte para viajar.

A menudo miraba los retratos de las sibilas, en particular aquella con el resplandeciente pelo dorado. Su expresión era fiera, su impresionante mirada fija en un lejano y terrible futuro.

En el ínterin, nos visitó el embajador de Venecia en persona, que confirmó la historia que Jofre nos había relatado. Nos ofreció con toda generosidad su ayuda; se lo agradecimos y le dijimos que lo llamaríamos si surgía la necesidad.

Sin duda su presencia en nuestras habitaciones despertó el interés en Su Santidad, porque Lucrecia muy pronto fue llamada a una audiencia con su padre.

Regresó de ella temblorosa pero decidida. Alfonso le formuló la pregunta con una mirada.

– Mi padre me ha hablado de su conversación con el embajador -dijo Lucrecia-. Dice que perdió la paciencia por el tono agresivo de las preguntas del hombre, y que lo malinterpretó. -Esto no me sorprendió en absoluto, porque el Papa estaba enterado de la visita del veneciano-. Lamenta su afirmación de que Alfonso merecía el ataque de César. Incluso me ha pedido que os transmitiese sus disculpas personales.

– Si Su Santidad desea disculparse -replicó Alfonso con frialdad-, ¿por qué no lo hace en persona?

Lucrecia miró a su esposo, y vi un destello de angustia en sus ojos. A pesar de su cólera ante el intento de asesinato contra su marido, una parte de su ser -aquella que ansiaba el afecto natural de un padre- deseaba creer las palabras de su progenitor. Sentí una punzada de desconsuelo.

– Quizá está avergonzado de César -manifestó Lucrecia-. Quizá no ha venido porque se siente avergonzado.

– Lucrecia… -comenzó Alfonso, pero ella lo interrumpió en el acto.

– Me recordó que estamos protegidos por sus soldados y que no hemos sufrido ningún daño en todo este tiempo. Le duele saber que creemos que dio su apoyo a un ataque contra ti. Nos ha ofrecido toda la ayuda que deseemos.

– No puedes confiar en él, Lucrecia -dijo Alfonso con ternura.