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Micheletto no reaccionó a la defensiva.

– Solo cumplo con mi deber, don Alfonso. Me han dicho que vos, junto con otros conspiradores, estabais planeando asesinar a César y a Su Santidad. Tengo que escoltaros a la prisión del castillo de Sant'Angelo.

– ¡Mi padre nunca apoyará esto! -protestó Lucrecia-. Ha garantizado la protección de don Alfonso; es más, ya ha declarado su oposición a César en este asunto, y se pondrá furioso al saber que estáis aquí, con la intención de arrestar a mi marido. ¡Si ponéis una mano sobre él, os costará la vida! ¡Yo misma me ocuparé de que así sea!

Micheletto consideró sus palabras con mucha seriedad; la incertidumbre apareció en su rostro.

– No tengo el deseo de desobedecer a Su Santidad, porque él es mi supremo comandante. Estoy dispuesto a esperar si queréis consultar con él. -Eso no era irrazonable, porque en ese momento Alejandro solo estaba dos puertas más allá-. Estoy dispuesto a marcharme sin mis prisioneros si él así lo ordena.

Lucrecia se encaminó hacia las puertas abiertas de par en par y sin vigilancia. Al pasar a mi lado me cogió por el codo.

– Ven -me ordenó-. Entre las dos, convenceremos a mi padre. Estoy segura de que vendrá y hablará con don Micheletto en persona.

Me solté de su mano, sorprendida por su ingenuidad. ¿Es que la astuta Lucrecia de verdad creía que era seguro dejar a Alfonso sin protección, armado solo con una daga y unos pocos sirvientes desarmados para defenderse a sí mismo contra un pelotón de los hombres de César?

– Me quedaré -insistí.

– No, ven -dijo ella-. Entre las dos podremos convencerlo.

Ella intentó de nuevo sujetar mi brazo.

«Está loca -pensé-. Loca, o es más tonta de lo que podía creer.» Me aparté de ella y manifesté:

– Lucrecia, si una de las dos no se queda con mi hermano, está perdido.

– Ven -repitió, y en esa ocasión, su tono sonó a hueco. Ella me cogió de nuevo, y esa vez, tras comprender el juego y dominada por la ira, busqué mi estilete.

Entonces sentí terror. La protección que Alfonso me había dado hacía tanto tiempo había desaparecido. Alguien -mientras yo dormía, o estaba distraída- me lo había robado, alguien que sabía que Corella vendría y que se produciría esa escena.

Pero solo tres personas sabían de la existencia del estilete: Alfonso, que me lo había dado, Esmeralda, que me vestía… y César que me había rescatado la noche que lo utilicé contra su padre borracho.

Miré a Lucrecia con una cólera indescriptible ante su traición; ella desvió la mirada.

Me lancé entre Micheletto y mi hermano. No podía hacer más que intentar proteger a Alfonso con mi propio cuerpo. De inmediato, un par de soldados se echaron sobre mí. Juntos, me empujaron hacia delante, más allá de don Micheletto y sus hombres, para sacarme al pasillo. Me tambaleé y caí con todo el peso sobre el frío mármol.

Enredada en mis faldas, intenté levantarme; solo lo conseguí después de que Lucrecia hubiese salido del aposento.

Las puertas se cerraron detrás de ella con un golpe que resonó por todo el largo pasillo vaticano.

Mientras se cerraban, Lucrecia se desplomó de rodillas, al mismo tiempo que el cerrojo se deslizaba al otro lado de la gruesa madera.

La miré, incapaz de comprender la monstruosidad de sus acciones, pero eludió mi mirada. Sus ojos, enfocados en algún lugar muy distante, se veían muertos; carentes de cualquier luz o esperanza.

Grité con tanta fuerza y furia que sentí como si se me quemasen los pulmones y mi garganta quedara en carne viva.

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Me lancé hacia delante y me agaché para ponerme a su nivel; de haber tenido mi estilete, la hubiese matado. En cambio, le di de puñetazos, aunque sin mucha fuerza, porque el dolor me había dejado sin energías y notaba mis miembros pesados y entumecidos.

Ella no reaccionó; como un cadáver, no hizo ningún movimiento para defenderse.

– ¿Por qué? -grité de nuevo.

Ella se volvió hacia mí como si lo hiciese desde muy lejos, y susurró:

– Rodrigo.

Tras decir esa única palabra, comenzó a llorar en silencio, sin expresión, como el hielo que se derrite.

Al principio, creí que se refería al Papa, y me aparté asqueada: ¿acaso era alguna conspiración que ella y su padre-amante habían planeado? Luego, al ver la pureza de su dolor, comprendí con súbito espanto que se refería a su hijo.

El niño. César debía de haberla amenazado con la única cosa que podía hacer que traicionara a su marido, porque solo había una persona en todo el mundo a quien Lucrecia amaba más que a Alfonso.

En aquel momento cuando la odiaba más que nunca, la comprendí mejor que nunca.

Grité a voz en cuello el nombre de mi hermano, levanté los brazos y golpeé en vano contra las pesadas puertas hasta que mis manos se lastimaron; mientras, Lucrecia lloraba.

Capítulo 34

Un largo y horrible silencio siguió desde el otro lado de la puerta cerrada, solo roto por mis gritos a Alfonso y los suaves sollozos de Lucrecia.

Por fin, se abrió la puerta y salió don Micheletto.

Me levanté con la intención de pasar a su lado y ver con mis propios ojos el inevitable resultado del regreso de mi hermano a Roma; pero los soldados me cerraron el paso y la visión.

– Doña Lucrecia -dijo Micheletto, con un tono suave y de pena-, ha ocurrido un desafortunado accidente. Vuestro marido se ha caído y se ha reabierto una de sus heridas. Lamento ser el portador de tan triste noticia, pero el duque de Bisciglie ha muerto de una súbita hemorragia.

Detrás de él, desde los frescos de Pinturicchio, las sibilas miraban mudas el más terrible de los crímenes.

– ¡Mentiroso! -grité, perdiendo el control-. ¡Asesino! ¡Sois tan malvado como vuestro amo!

Micheletto era tan contenido como César; no hizo caso de mis palabras, como si nunca las hubiese dicho; en cambio dirigió su atención a Lucrecia.

Ella no respondió, no reaccionó a la conmoción a su alrededor. Permaneció ensimismada, sentada en el suelo de espalda a Micheletto; las silenciosas lágrimas todavía rodaban por sus mejillas.

– ¡Qué terrible! -murmuró el comandante-. Está tan conmovida…

Fue a cogerle el brazo, para ayudarla a levantarse; me incliné y lo abofeteé en la cara.

Él se echó atrás sorprendido, pero tenía demasiada sangre fría para avergonzarse; se contuvo de inmediato.

– ¡No la toquéis, escoria! ¡No tenéis ningún derecho a tocarla con vuestras manos manchadas con la sangre de su esposo!

Él se limitó a encogerse de hombros y observó con calma mientras yo ayudaba a Lucrecia a levantarse. Lo hizo como un títere, sin voluntad propia; la de ella, después de todo, había sido anulada por su hermano y su padre.

Mientras tanto, los soldados se llevaron a los doctores detenidos, Clemente y Galeano, junto con los sirvientes de Alfonso. Los representantes de los embajadores fueron despachados con firmeza y cuando el napolitano en un primer momento se negó a marcharse, una espada en su garganta lo convenció.

Luego apareció un grupo de guardias papales; los del exterior intentaban ocultar a la vista lo que sus camaradas en el centro llevaban: el cadáver de mi hermano.

Lucrecia se volvió, pero yo avancé, dispuesta a ver a Alfonso por última vez; solo atisbé los rizos dorados manchados con sangre y un brazo que colgaba inerte. Intenté seguir a los hombres, pero un par de soldados se adelantaron para cerrarme el paso. Me obligaron a retroceder y a ponerme junto a Lucrecia; era obvio que habían recibido la orden de vigilarnos.

– ¡El rey de Nápoles se enterará de esto! -grité-. Habrá venganza.

Apenas sabía lo que decía; solo que no había palabras lo bastante fuertes para vengar el crimen cometido. Don Micheletto ni siquiera intentó fingir preocupación. Uno de los soldados se rió.

Doña Esmeralda y doña María se reunieron con nosotras; los guardias esperaron hasta que el cuerpo de Alfonso desapareció de nuestra vista, y después nos obligaron a movernos.