En aquellos primeros momentos, mi mente se negaba a aceptar lo que acababa de suceder. Aturdida, no derramé ni una sola lágrima mientras nos sacaban de allí. Tras dejar los aposentos Borgia, y mientras caminábamos por un pasillo que llevaba fuera del Vaticano, vi en el suelo algo que me destrozó el corazón: una zapatilla de terciopelo azul oscuro; Alfonso la había usado durante su mes de convalecencia. Había caído de su pie cuando los soldados se lo llevaban. Me agaché, la recogí y después la apreté contra mi pecho como si fuese una reliquia sagrada; para mí lo era, porque mi hermano tenía el corazón de un santo.
Los guardias tuvieron la prudencia de no quitármela.
Con la zapatilla de Alfonso, salí tambaleante a un paisaje que carecía de sentido y me resultaba desconocido por el dolor. Las voces de los peregrinos apiñados en la plaza de San Pedro eran una jerigonza dura e incomprensible; sus cuerpos en movimiento, un vertiginoso relámpago. Los jardines, exuberantes y verdes en el calor húmedo del verano, parecían burlarse, como también lo hacía la hermosa entrada de mármol del palacio de Santa María. Me sentí agraviada: ¿cómo se atrevía el mundo a exhibir su belleza cuando había ocurrido el peor de los acontecimientos posibles?
Me tambaleé, y en varias ocasiones estuve muy cerca de caer: creo que doña Esmeralda me sujetó. Yo solo era consciente de que junto a mí había un cuerpo vestido de negro y unos brazos suaves. Los soldados hablaban; no les comprendía. Solo sé que, en algún momento, me encontré no en mis propias habitaciones, sino en las más lujosas de Lucrecia. Ella estaba allí, y lloraba junto con doña María; doña Esmeralda estaba sentada a mi lado, y, de vez en cuando, me hacía preguntas que yo no respondía. De haber tenido mi estilete en aquellas primeras horas terribles, me hubiese cortado la garganta. No me hubiese importado haber cedido a la cobardía como había hecho mi padre: nada tenía ya importancia. Una negrura se había abatido sobre mí, mucho más profunda que aquella de la habitación de mi padre en Mesina.
En mi mente, era una petulante niña de once años que maldecía a mi padre por haberme castigado al separarme de Alfonso. No era justo, le había dicho, porque mi hermano también sufriría.
Mi padre me había respondido con una sonrisa cruel -cruel como la de César Borgia- y me había provocado. «¿Qué sientes, Sancha? ¿Cómo te sientes al saberte responsable de herir a quien más quieres?»Porque mis esfuerzos por salvar a Alfonso con el asesinato de César habían llevado a la muerte a mi hermano.
«Lo he matado -me dije con amargura-. Yo y César.» De no haberme permitido enamorarme de César, de no haber rechazado su oferta de matrimonio, quizá mi hermano todavía estaría vivo.
«Me mentiste -le dije a la bruja, quizá en voz alta o para mí misma, no lo sé-. Me mentiste… tú dijiste que si empuñaba la segunda espada, él estaría seguro. Yo solo intentaba cumplir con mi destino…»En mi imaginación, la bruja apareció ante mí: alta, con su porte orgulloso, velada. Como las sibilas en los magníficos aposentos Borgia, ella permaneció en silencio. «¿Por qué? -susurré, con la misma ira que le había mostrado a Lucrecia-. ¿Por qué? Solo intentaba salvar a la mejor y más amable de las almas…»Por fin la conmoción inicial del suceso desapareció y me dominó la brutal realidad de la muerte de mi hermano. César y mi padre se entrelazaron en mis pensamientos, como el hombre cruel de cabellos oscuros que se había llevado a Alfonso; un hombre cruel al que había amado hasta lo más profundo, y al que también me había visto forzada a odiar.
De niña lloré cuando mi padre me separó de mi hermano; después juré que nunca más permitiría que un hombre me hiciese llorar. No lloré cuando mi padre se colgó, cuando Juan me violó, cuando César me rechazó. Pero el dolor que se acumulaba dentro de mí al saber que Alfonso y yo estábamos ahora separados para siempre era demasiado enorme, demasiado profundo, demasiado violento para ser negado. Me sacudieron unos sollozos involuntarios; apreté mi rostro contra las rodillas y lloré con una fuerza que me provocó incluso dolor físico. Durante varias horas derramé las lágrimas que había contenido durante la mayor parte de mi vida hasta que mis faldas quedaron empapadas; incluso entonces continué llorando. Esmeralda me alzaba el rostro y me lo limpiaba con un paño fresco, y después ponía una toalla sobre mis rodillas para que absorbiese la humedad.
Alfonso, solo mi querido Alfonso, tendría mis lágrimas.
Al cabo de horas, acabé agotada; solo entonces escuché el sonoro llanto de Lucrecia. La miré con una mezcla de piedad y odio virulento; ella era como Jofre, débil; mucho más de lo que había creído. En su lugar, yo hubiese buscado una solución para salvar a mi esposo y a mi hijo.
Pero quizá ella nunca lo había deseado. Quizá su amor por César era mayor que el mío.
Pero todo esto me era indiferente; me habían arrebatado todo lo que daba sentido a mi vida. Ya no tenía el corazón o la fuerza para preocuparme por las dificultades de Lucrecia. Cuando se acercó a mí, con lágrimas piadosas, e intentó abrazarme al tiempo que suplicaba mi perdón la aparté con decisión aunque no con dureza. Había acabado con la casa Borgia y su duplicidad.
Había anochecido cuando advertí que doña Esmeralda había ido hasta la puerta de la antecámara y hablaba con los guardias.
– Por favor -dijo-, doña Sancha acaba de perder a un hermano, y doña Lucrecia a un marido. No les neguéis la oportunidad de ver el cadáver y asistir a su funeral.
Los guardias eran jóvenes y habían jurado obedecer a sus amos, pero no estaban complacidos con la injusticia de nuestra situación. Había uno que parecía muy angustiado por nuestro pesar.
– Perdonadme -replicó-. No podemos acceder. Tenemos órdenes muy claras de no permitir a nadie que salga de estas habitaciones. Nadie de la casa debe ver el cadáver o asistir al entierro. -Luego se sonrojó un poco, al comprender que quizá había dicho más de lo que deseaba su comandante, y guardó silencio.
– Por favor -rogó doña Esmeralda.
Insistió hasta que el guardia acabó cediendo.
– Entonces que vayan rápidamente a la logia. Podrán ver el paso de la procesión.
Al escuchar esas palabras, Lucrecia se levantó. Con gran fatiga, yo hice lo mismo y seguí a los soldados para salir al tibio aire nocturno.
Sombras es todo lo que recuerdo. Quizá veinte antorchas que rodeaban a un féretro llevado a hombros por unos pocos hombres, y las siluetas de dos sacerdotes. Sabía que el cuerpo de mi hermano había sido tratado como las demás víctimas de los Borgia: lavado a toda prisa y metido en un cajón de madera.
Alfonso merecía un gran funeral, con centenares de asistentes; con su bondad se había ganado las más hermosas plegarias, con desfiles del Papa, emperadores y cardenales, pero fue enterrado en la oscuridad por hombres que no lo conocían.
Decidí entonces que Dios, si existía, era el más cruel de todos -más traidor que mi padre, que el papa Alejandro, que César- porque solo El era capaz de crear a un hombre lleno de amor y bondad, y luego matarlo y disponer de su cuerpo de aquella despiadada forma. Una cosa era cierta en la vida: no había justicia para los malvados o los buenos.
Lucrecia y yo miramos cómo la pequeña procesión se dirigía no hacia San Pedro, como merecía mi hermano, sino hacia una pequeña y oscura capilla cercana, Santa Maria della Febbre. Allí, como me enteré más tarde, Alfonso fue enterrado en el suelo, sin ninguna ceremonia, con solo una pequeña lápida para indicar el lugar.
Doña Esmeralda me trajo recado de escribir, y suavemente me animó a redactar una carta a mi tío Federico para relatarle el asesinato de Alfonso; nunca supe qué fue de ella, porque de inmediato descendí de nuevo a la oscuridad. No dormía, ni comía ni bebía; pasaba las horas entregada al llanto, demasiado abrumada para hacer otra cosa que sentarme y mirar los jardines desde el balcón.