Lucrecia también parecía indefensa. Con el amor de mi hermano había florecido; cuando él estuvo herido, ella encontró en sí misma una voluntad y una fuerza que ninguno de nosotros había adivinado que poseía. Ahora, todo aquello había muerto en su interior, y no tenía ánimos de venganza. No hacía más que llorar día y noche. Ni siquiera se preocupaba por el pequeño Rodrigo. Llegó la mañana, y la niñera apareció en la puerta, de la mano del robusto pequeño.
– Ha estado llorando, madonna, y pregunta por vos -le dijo a Lucrecia, pero la madre yacía en la cama, el rostro vuelto hacia la pared, y ni siquiera hizo caso del niño-. Hoy no os ha visto ni a vos ni a su padre, y está preocupado.
Sus suaves sollozos me despertaron de un estado más profundo y oscuro que el de dormitar. Parpadeé y me levanté… luego me arrodillé y abrí los brazos, y por primera vez, solté la zapatilla de Alfonso.
– Rodrigo, cariño… tu madre está cansada esta mañana y necesita descansar un poco más. Pero la tía Sancha está aquí, y se siente muy feliz al verte. -Alguna inesperada gracia me permitió sonreír; alegre, el niño corrió hacia mí y lo envolví en mis brazos. Mientras hundía mi rostro en sus cabellos, comprendí a Lucrecia un poco mejor; en aquel momento, lo hubiese sacrificado todo por aquel niño.
Pero debería haber existido el modo de evitar el sacrificio de alguien tan precioso: Alfonso.
De nuevo asomaron las lágrimas. ¡Cómo se parecía a mi hermano, con los rizos y los ojos azules! Por el bien de Rodrigo, contuve las lágrimas y mantuve la sonrisa en mi rostro.
– ¿Quieres que salgamos? ¿Vamos a jugar? -Le gustaban mucho las carreras, al igual que a su tía y a su madre; sobre todo le gustaba correr contra mí, porque yo siempre le dejaba ganar.
Los guardias fueron amables; nos permitieron salir, y uno de ellos nos acompañó a cierta distancia. Llevé al niño a los jardines, donde jugamos al escondite en los setos; en la bendita compañía de mi sobrino, encontré un alivio momentáneo. Pero cuando llegó el momento de que el niño volviese a sus aposentos, yo regresé al palacio y al implacable dolor. Encontré la zapatilla de mi hermano donde la había dejado caer, y de nuevo la apreté contra mi pecho.
Durante dos días permanecí con Lucrecia en sus habitaciones, ambas sometidas a una constante vigilancia. Durante ese tiempo, Su Santidad no fue a consolarla, ni se molestó en enviar sus condolencias. No escuché ni una sola palabra de Jofre.
El segundo día después de la muerte de Alfonso, Lucrecia fue citada a reunirse con su hermano César en el Vaticano.
No fue una llamada casual, ni una sencilla reunión familiar; César se sentó a la mesa con su hermana en una gran sala, rodeados por no menos de cien de los guardias armados del capitán general.
Esto fue todo lo que Lucrecia quiso decirme del encuentro; y solo lo reveló poco a poco, en el transcurso de varias horas. Regresó conmovida hasta tal punto que no se atrevía ni siquiera a llorar. Mandó que trajesen al pequeño Rodrigo de sus estancias a sus aposentos de forma permanente. No tenía ninguna duda de que César había vuelto a amenazar la vida del niño, si Lucrecia hacía público cualquier detalle del asesinato o hacía cualquier apelación a su padre en favor de Nápoles y no de Francia que era la elección de César.
Un día después de aquel terrible encuentro con César, reaparecieron las lágrimas de Lucrecia. Rechazó las invitaciones de su padre a cenar y también a las audiencias, donde él quería que se sentase en un pequeño cojín un escalón por debajo de su trono, como había hecho en el pasado.
Lucrecia se negó a todo. Había cooperado para salvar a su hijo, pero su dolor era demasiado grande, su ira demasiado profunda, para fingir que no se había producido el asesinato de Alfonso. Permaneció en el lecho e hizo caso omiso de las llamadas de su padre.
Alejandro no tardó en enfurecerse, hasta el punto de enviarle una carta a Lucrecia donde decía que ya no la amaba.
Lucrecia ni pestañeó; la desaprobación de su padre ya no despertaba en ella la desesperada voluntad de complacer. En respuesta, anunció que se encerraría, junto con su hijo, en una finca rural que poseía en Nepi, al norte de Roma.
Habló como si fuese a permanecer allí para siempre. Nadie se atrevió a decirle lo que toda Roma sabía: que el Papa y César ya preparaban su próximo matrimonio; estaban buscando una alianza que aportase las mayores ventajas políticas a la casa Borgia. Mientras tanto, doña María se ocupaba de empaquetar la mayoría de las pertenencias de Lucrecia; excepto las hermosas túnicas doradas y recamadas con joyas que lucía en las ocasiones felices. En Nepi, no habría ceremonias, ni fiestas: solo se vestiría de luto.
Lucrecia deseaba tener mi compañía a todas horas; yo me preguntaba el motivo, dado que no podía ofrecerle el cariño sin límites que le había demostrado antes de su complicidad en la muerte de mi hermano. Tampoco podía ofrecerle consuelo; estaba perdida en mi propio dolor, incapaz de salir de él por nadie excepto por mi sobrino. Quizá ella quería mi presencia para estar cerca de alguien que le recordase a Alfonso, quizá lo hacía por sentimiento de culpa.
Con independencia de sus razones, me invitó a acompañarla a Nepi. Acepté solo porque iba el pequeño Rodrigo; doña Esmeralda se ocupó de preparar las cosas que necesitaría durante mi larga ausencia de Roma.
Como los soldados armados permanecían frente a las puertas abiertas de la antecámara (desde la muerte de Alfonso, a mí me vigilaban abiertamente a todas horas; a Lucrecia de una manera más sutil), me senté en mi dormitorio y supervisé la tarea de doña Esmeralda. Había pasado más de un mes desde que había vuelto a entrar en las habitaciones que durante tanto tiempo habían sido mi hogar. En mi ausencia, se habían llevado muchas cosas: las finas cortinas, los candelabros de plata, las alfombras de pieles y la manta de brocado de mi cama.
Una vez más, deseé muy poco de Roma; no quise los suntuosos vestidos, solo las sencillas prendas negras que había llevado conmigo como flamante esposa, que eran las más adecuadas para el duelo. Quería mi manoseado ejemplar de Petrarca, la zapatilla que había caído del pie de mi difunto hermano, y poco más.
Dejé a Esmeralda ocupada con el equipaje, y fui donde tenía mis alhajas, ocultas en un compartimiento secreto de mi armario, con la idea de que quizá podía llevarme algunas de las más valiosas; no porque deseara enjoyarme de nuevo, sino con la idea de una posible fuga de Nepi, en caso de que pudiera convencer a Lucrecia de llevar al niño con nosotras a Nápoles. Necesitaría sobornos para los guardias, y dinero para ocuparme de la servidumbre.
Con eso en mente busqué en mi cofre, y escondí las mayores y más valiosas en mis pechos. Fue entonces cuando vi aquel frasco de vidrio de aspecto inocente, pequeño y verde entre las resplandecientes gemas.
La canterella.
Mi corazón dio un vuelco. Aún vivía bajo las sombras del más oscuro dolor, y sabía que continuaba junto a Lucrecia solo por la tolerante actitud de Su Santidad hacia su hija. Una vez que César convenciese a Alejandro, yo sería encarcelada o asesinada. No tenía ningún deseo de vivir como prisionera de los Borgia; y no estaba dispuesta a darle a César el placer de ser quien me quitase la vida. Preferiría pasar la eternidad en el infierno como una suicida. Guardé el frasco en mi corpiño, en el bolsillo que antes ocupara mi confiscado estilete. Encajaba a la perfección.
Dios había dispuesto que así pudiese hacerlo; no había terminado de esconder el frasco cuando oí pasos en el corredor, al otro lado de mi puerta.
Me levanté y me mostré muy compuesta y tranquila cuando me enfrenté a los soldados de César, dirigidos nada menos que por don Micheletto.
– Bien -dije-. Por fin habéis venido a por mí.
Final del verano de 1500-Primavera de 1501