Final del verano de 1500-Primavera de 1501
Capítulo 35
Fui escoltada al castillo de Sant'Angelo. Don Micheletto caminaba a mi lado, y los soldados se mantenían a cierta distancia por delante y por detrás de nosotros, como si estuviesen allí exclusivamente para ocuparse de mi seguridad.
La marcha tenía un aire irreal, como si fuese un sueño; todo parecía falso, ilusorio, excepto por un único detalle: Alfonso estaba muerto.
No obstante, intenté recordar que yo era una persona de la realeza perteneciente a la casa de Aragón, y caminé con gracia y orgullo pese a estar rodeada por mis captores. Los guardias impedían que se acercasen los asombrados peregrinos y empujaban a los más curiosos mientras caminábamos a través de la plaza de San Pedro, y luego atravesábamos el gran puente que llevaba a la imponente fortaleza de piedra de Sant'Angelo.
No miré atrás hacia el palacio de Santa María; mi vida allí se alejaba, junto con mi cordura, como una mano que se quita un guante. Estaba desnuda, indefensa. Alfonso había desaparecido, el pequeño Rodrigo había desaparecido, la confianza que había depositado en Lucrecia había desaparecido. Incluso mi marido -que en algún momento me había impresionado con su aparente lealtad- me había abandonado.
Caminamos por el puente encima del Tíber, con su corriente lenta y sucia con los cuerpos invisibles de las víctimas de los Borgia. Recé para poder muy pronto unirme a ellas.
A mi lado, Micheletto hablaba, en tono amable y respetuoso:
– Su señoría cree que un cambio de escenario podría ayudaros a aliviar vuestro pesar, alteza. Os hemos preparado nuevos aposentos, que espero encontréis adecuados.
El odio desfiguró mi rostro.
– Decidme, señor, ¿eso que tenéis en la mano es una mancha de sangre?
En un movimiento automático, levantó las manos con los dedos separados, y se las miró; después de observar mi expresión de severo placer las bajó e intentó disimular su vergüenza por haber interpretado mi pregunta al pie de la letra.
– Eso me pareció -añadí-. ¿César os ordenó que matarais vos mismo a mi hermano, para asegurarse de que el crimen se hiciese correctamente?
Su sonrisa se esfumó; ya no hizo ningún otro intento de conversar hasta que llegamos a nuestro destino.
Nunca había visitado el castillo de Sant'Angelo y solo sabía de su infamia como prisión. Sospechaba que me encerrarían en una asquerosa mazmorra con un jergón de paja y cadenas en las paredes desnudas, y oxidados barrotes de hierro en lugar de puertas.
Don Micheletto y yo pasamos por unos muy bien cuidados jardines hasta una entrada lateral; allí indicó a todos los guardias, excepto a dos, que permaneciesen en el exterior. Me llevaron por unos pasillos que me recordaron el palacio donde había residido durante tanto tiempo.
Por fin mi guía abrió unas puertas con soberbias tallas que daban a mi «celda». Eran mis nuevos aposentos; en la antecámara, vi una silla que se habían llevado de mi habitación en el palacio de Santa María; los suelos estaban cubiertos con mis alfombras de piel. En la habitación interior, sobre mi lecho, estaba mi cubrecama de brocado, y mis cortinas, y mi candelabro de plata sujeto a la pared. Más allá había un pequeño balcón que daba a otros jardines.
Observé la estancia sin ánimos, sin hacer ningún comentario. Hubiese preferido un entorno mucho más inhóspito, que reflejase mi pesar. No encontraba ningún consuelo en ese lujo, en estar rodeada de cosas conocidas.
Al volverme vi que Micheletto sonreía.
– Doña Esmeralda se reunirá con vos, por supuesto -manifestó-. Ella está recogiendo algunas pertenencias más. Por favor, sentíos libre de solicitar lo que necesitéis. Dados los terribles acontecimientos, todo lo que pedimos es que, si queréis pasear por los jardines, o visitar a vuestro esposo en Santa María, pidáis una escolta.
– ¿Quién dispuso todo esto?
Una de las comisuras de la boca de Micheletto se alzó todavía más.
– En la más estricta confianza: don César. Lamenta las exigencias de la política y cualquier dolor que puedan haberos causado. No tiene el menor deseo de provocaros más sufrimiento.
«Sé bueno con Sancha», le había dicho Lucrecia. César, afirmaba ella, aún me amaba.
Pero yo no quería su bondad. Solo quería una cosa: venganza, y si ello no era posible, entonces el olvido, si podía encontrar dentro de mí misma el coraje para buscarlo.
Doña Esmeralda y un grupo de sirvientes llegaron cargados con otras de mis pertenencias, tal como se me había prometido; soporté el revuelo en silencio. Mientras tanto, decidí quitarme la vida con la canterella aquella misma noche, en protesta por la muerte de mi hermano; aun a sabiendas de que me separaría de él para siempre, si es que las historias de la vida en el más allá eran verdad. Sin duda él se encontraba en el círculo superior del cielo, mientras que yo, una suicida, estaría confinada en el infierno.
No sabía la cantidad de veneno que necesitaría, ni a cuántos hombres el veneno que contenía en mi pequeña botella era capaz de matar; por lo tanto, decidí beber todo el contenido. Quizá de ese modo moriría en el acto, sin tener que pasar por todo aquel legendario sufrimiento que el veneno provocaba. Tendría que esperar a que doña Esmeralda estuviese distraída, y yo pudiese ocultarme de la mirada de ella y de los guardias saliendo al balcón.
Pasé el resto del día sentada en la silla de la antecámara, acariciando el suave terciopelo azul de la zapatilla de mi hermano, mientras los sirvientes ponían mis habitaciones en orden. Al anochecer, trajeron una excelente cena a mi puerta. No pude comer, a pesar de las insistencias de doña Esmeralda; ella comió lo que quiso de mi ración y de la suya, y luego los sirvientes se llevaron el servicio.
Pero pedí vino, y dejé la jarra y una copa a mi lado. Como había hecho cada noche desde la muerte de Alfonso, Esmeralda me suplicó que me fuese a la cama; como siempre, me negué, y respondí que me acostaría cuando estuviese cansada. Por fortuna, ella sí lo estaba después de todo el día de trabajo, y se durmió temprano. Cuando escuché su rítmica respiración, supe que había llegado mi oportunidad.
Llené la copa y me levanté con toda tranquilidad, atenta a la presencia de los guardias al otro lado de la puerta; luego, crucé el dormitorio donde dormía Esmeralda. Ella había dejado una vela encendida; me la llevé al balcón, y la coloqué en la balaustrada para tener luz y poder realizar mi última tarea.
También dejé la copa; luego, con dedos temblorosos, busqué el frasco de canterella oculto en mi corpiño. Lo saqué, y lo sostuve a la luz. El vidrio verde brilló como una esmeralda; lo miré por un momento, traspuesta, superada por la gravedad de lo que me disponía a hacer. Entonces una imagen se formó dentro del cristal, pequeña pero perfecta y con todo detalle.
Era el cadáver de mi padre, colgado del fajín sujeto al candelabro.
Grité. Arrojé el frasco; golpeó contra el suelo sin romperse, y rodó. Todo a mi alrededor giró: agité los brazos en busca de equilibrio, me desplomé, y al hacerlo la vela cayó por encima de la balaustrada; de pronto, me encontré sumida en la más total oscuridad.
En aquella negrura, el cadáver de mi padre se hizo más grande que en la vida real. Se balanceaba ante mí, allí en el balcón; sus heladas y rígidas piernas rozaban mis hombros, mi rostro, y yo me aparté a gatas, con grandes sollozos.
Cuando llegué a un rincón, me encogí e intenté protegerme con las manos. «¡Tú me lo prometiste, Alfonso! -grité-. ¡Hicimos el solemne juramento de nunca volver a separarnos… porque sin ti, me volvería loca!»Ante mí estaba mi hermano, tal como lo vi el día cié su llegada a Roma para casarse con Lucrecia: joven, apuesto y sonriente, vestido en satén azul claro. «Pero Sancha, tu mente está perfectamente lúcida. -Su tono era desapasionado-. Con o sin mí, nunca debes temer a la locura. Solo has intentado matar al hombre equivocado.»Volví a gritar, y corrí tambaleante al dormitorio a oscuras; una robusta figura me detuvo. Me debatí para liberarme hasta que comprendí que era doña Esmeralda, que me gritaba: