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– ¡Sancha! ¡Sancha!

Me derrumbé sobre ella y lloré; me abrazó con infinita ternura.

– Intenté ser una asesina -jadeé contra su suave y ancho hombro-, y en cambio, maté a mi propio hermano.

– Calla -me ordenó Esmeralda-. Calla. No has cometido ningún crimen.

– Dios me está castigando…

– Eso es una tontería -insistió Esmeralda. No podía verle el rostro en la noche, pero mi mejilla estaba apoyada contra su clavícula, y notaba la vibración de su firme voz dentro de su pecho, la solidez de su convicción-. Dios amaba a Alfonso. El sabe que no es justo que tu hermano muriese mientras César vive. El juicio está a punto de llegar para los Borgia, madonna. No llores. -Me calmé al escuchar sus palabras; ella hizo una pausa, y después habló con sinceridad-: Savonarola tenía razón… este Papa es el Anticristo. Alejandro siempre tuvo la intención de permitir que César matase a Alfonso; lo sabía incluso cuando vino a la Sala de las Sibilas y juró otra cosa. Es tan culpable como su hijo; quizá más, porque hubiese podido detener esta maldad en cualquier momento.

Me llevó a la cama, me acostó, vestida como estaba, y luego se tumbó a mi lado.

– Ya está. No me apartaré de ti. Si tienes miedo, no tienes más que abrazarme. Estaré aquí. Dios está con nosotros, madonna. No nos ha abandonado.

Ella se quedó dormida, y yo me senté en la cama, aterrada, convencida de que era de nuevo una niña en Nápoles, y que la oscuridad ocultaba las momias del museo de mi abuelo. Temblaba debajo de las mantas mientras una imagen se formaba ante mí: el burlón Robert, con sus resplandecientes ojos de mármol pintados y un mustio mechón de cabello castaño que pendía de su cráneo arrugado, hacía un gesto ampuloso.

«Bienvenida, alteza…»

Lloré. No quería una bienvenida; no quería entrar en el espantoso reino de los locos y los muertos de Ferrante.

En cuanto empezó a clarear, salí al balcón y recuperé leí frasquito de canterella. Lo oculté con mis joyas, antes de que despertase Esmeralda. Pronto, me dije a mí misma. Pronto, sería lo bastante fuerte para usarla.

Permanecí en un estado de constante crepúsculo. Durante el día, seguida a una cortés distancia por un guardia, paseaba por los inmensos jardines hasta conseguir agotarme. Por la noche, me sentaba en una silla en el balcón y miraba fijamente la oscuridad; en algunos momentos me dominaba el terror porque no podía ver el Vesubio. Le dije a Esmeralda que dormiría sentada en mi silla, pero no dormía en absoluto; mi mente pensaba con la temible claridad y la rapidez de un loco.

Un día, cuando paseaba frenética por los jardines, escuché el repique de las campanas de San Pedro… y de inmediato, las palabras de doña Esmeralda invadieron mi febril mente y no me soltaron. En aquel momento, recibí una revelación divina, el conocimiento de cómo hacer que la justicia cayese sobre los Borgia. Pero era necesario el subterfugio. Me detuve y esperé a que mi jadeante guardia me alcanzase.

– Ahora subiré a la logia -dije con voz dulce-. Quiero echar una ojeada a la ciudad.

Regresé a paso rápido al edificio y subí la escalera hasta llegar a la gran logia que daba al puente del castillo de Sant'Angelo. La ancha calle estaba abarrotada de peregrinos y mercaderes, todos ellos lo bastante apiñados para que pudiesen coger cualquier cosa que les arrojase, todos estaban al alcance de mi voz.

– ¡Ciudadanos de Roma! -grité, asomada a la balaustrada-. ¡Peregrinos de la Ciudad Santa! ¡Escuchadme! Soy Sancha de Aragón; mi hermano Alfonso fue asesinado por Su Santidad, Alejandro VI, a manos del capitán general, César Borgia. ¡Este Papa es el Anticristo, tal como Savonarola dijo: es un adúltero y un asesino! Mató a su propio hermano para conseguir la tiara, permitió el asesinato de su propio hijo, Juan, y ahora ha matado a Alfonso, duque de Bisciglie, esposo de Lucrecia…

Un guardia me sujetó por la muñeca e intentó sacarme del balcón; me reí, y con la fuerza de una loca, me solté.

– ¡Peregrinos! ¡Romanos! ¡Dios os llama para que depongáis a Alejandro! ¡Id ahora! ¿Cuántos más deben morir? ¿Cuántos más deben ser asesinados antes de que sea castigado por sus crímenes?

Los hombres y las mujeres en la calle se detuvieron, y me miraron con asombro. Una vieja monja, con su hábito blanco de verano, se persignó y murmuró una plegaria; un joven sacerdote vestido de negro hizo un gesto a su compañero y me señaló. Los plebeyos se detuvieron, algunos con el entrecejo fruncido; otros riéndose.

¿Por qué no actuaban?, me pregunté. ¿Por qué no corrían de inmediato hacia el palacio papal, y sacaban a Alejandro a rastras a la calle? Mi mensaje era claro, irrebatible…

Continué con mi discurso durante un rato; por fin, un par de soldados consiguieron sujetarme. Los miré a los ojos, dolorida, asombrada.

– ¿No habéis escuchado mis palabras? ¿Es que no veis la maldad? ¡Tenéis armas, usadlas!

Pero ellos no empuñarían las armas contra el Papa; en cambio, me arrastraron a mi habitación sin hacer caso de mis puntapiés y maldiciones. Después, recuerdo vagamente el rostro preocupado de doña Esmeralda y el de un médico, y que me forzaron a beber una pócima que me hizo dormir.

Cuando desperté, apareció Jofre. A partir de aquel día, me visitaba cada tarde; con más frecuencia que cuando mi presencia en el Vaticano era bienvenida. Me traía pequeños regalos: joyas, recuerdos… Una noche, me trajo un retrato en miniatura de Alfonso; había pertenecido a Lucrecia, y no le habían permitido llevárselo con ella a Nepi.

Doña Esmeralda se mantuvo a mi lado a todas horas. Ya no se me permitía salir al balcón de noche, y estaba obligada a permanecer en mi cama junto a ella después de beber el amargo somnífero. También se me obligó a comer por lo menos un poco de comida cada vez que me la traían; de ese modo mejoré ligeramente. Aprendí a comportarme amablemente con Esmeralda y Jofre cuando era necesario, y a mantener cuando estaba con ellos una apariencia de cordura, incluso si no la poseía del todo.

Así pasaba mis ociosos días, entretenida paseando por los jardines acompañada por un guardia. Solo entonces, lejos de mi esposo y Esmeralda, daba rienda suelta a mi locura. Murmuraba por lo bajo con cada paso, mantenía largas conversaciones con Alfonso, con mi padre y, sobre todo, con la traicionera bruja.

«El corazón atravesado por una sola espada.» Esto era ahora lo que poseía, pero mis esfuerzos para empuñarla contra César habían fracasado. Sentía aquella espada en mi interior como se siente una espina. Me pinchaba y torturaba. «¿Por qué no se me permitió matarlo?», le preguntaba a la bruja, pero la única respuesta que recibía, una y otra vez, era: «En el momento apropiado…».

Por la noche -a pesar del somnífero- soñaba: pesadillas en las que veía el cuerpo blanco y apuñalado de Alfonso y cómo se lo llevaban unos soldados que reían a carcajadas.

Pasaron los meses. El desdichado verano dio paso al otoño y luego llegó el invierno. Jofre me envió algunos de mis mejores vestidos para que pudiese escoger y asistir a la misa de Nochebuena con él en San Pedro, como si no fuese una prisionera de la casa Borgia. Pasé junto al Papa y César, aunque ninguno de los dos respondió a mi desafiante mirada o reconoció mi presencia. Después de la misa, no fui invitada a la cena familiar, a la que Jofre estaba obligado a asistir, sino que se me envió de regreso a mis aposentos.

Era como si no estuviese viva ni muerta, sino en una especie de purgatorio: como miembro de la casa de Aragón se me consideraba demasiado peligrosa para vivir entre los Borgia y conocer sus secretos; al mismo tiempo, al ser la esposa de Jofre, que sabía muy pocos de tales secretos, no llegaba a representar una amenaza que justificase matarme.