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No podía, no quería responder. ¿Qué noticias tenía para compartir? ¿Que me había vuelto loca de dolor debido en parte a su traición? ¿Que lo único que me producía placer era pensar en la venganza contra César?

Más tarde, le mostré en privado la carta a Dorotea de la Crema. Apretó los labios mientras leía; por fin, asintió.

– César se está apoderando de todas las tierras que desea -confirmó-, y también de todas las mujeres. He escuchado las últimas noticias; cuando conquista una nueva ciudad, se apodera de todas las damas nobles para su harén ambulante. Cada noche, escoge a una nueva mujer para humillar.

Tales noticias alimentaban mi odio, y me hacían soñar por la noche: empuñaría la espada clavada en mi corazón, y la utilizaría para golpear, como un relámpago de acero, y separar la cabeza de César de su cuerpo con un único golpe vengador. Sonreí mientras veía cómo la cabeza caía y rodaba lejos del cuerpo, que se desplomaba, al ver cómo la sangre más cruel que jamás había corrido por una vena fluía como el agua del Tíber.

En mi sueño, escuché la voz de mi hermano que repetía en tono alegre: «Has intentado matar al hombre equivocado».

Verano de 1501-Principios de invierno de 1503

***

Capítulo 36

El huevo se ha roto -dijo Alfonso. Vestía, como siempre, de satén azul claro; su expresión, de una severidad poco habitual, era una advertencia-. Esta vez no se puede reparar…»Una húmeda mañana de agosto me desperté con una exclamación y con el sonido de los gritos de Esmeralda en la antecámara. Corrí y la encontré acurrucada, con las manos aferradas al pecho, como si sufriese un tremendo y punzante dolor.

– ¡Esmeralda! -Corrí a su lado y sujeté sus carnosos brazos. Ahora era mayor, y estaba bastante rolliza; pensé de inmediato en el ataque de apoplejía de Ferrante y la ayudé a sentarse en una silla-. Siéntate, querida… -Me levanté, encontré la jarra de vino y le serví una copa, que acerqué a sus labios-. Ten, bebe. El guardia irá a buscar al médico.

Ella bebió un sorbo, tosió, y luego con un gesto de su mano, susurró:

– ¡No quiero un doctor! -Me miró, los ojos llenos de pesar, y dijo con voz angustiada-: ¡Oh, doña Sancha! Si esto fuese algo que un médico pudiese solucionar… -Respiró jadeante, y luego añadió-: No llames al guardia. Acabo de hablar con él. Me comunicó las noticias…

– ¿Qué ha pasado?

– Nuestro Nápoles dijo, y se enjugó las lágrimas con una punta de su amplia manga-. Oh, madonna, se me parte el corazón… tu tío, Federico, ha sido derrocado del trono y se ha marchado al exilio. El rey Fernando el Católico y el rey Luis han conspirado y unido sus ejércitos; comparten el gobierno de Nápoles. Hoy, las banderas francesa y española ondean juntas en el Castel Nuovo. Fernando es ahora el regente de la ciudad.

Solté una larga exhalación mientras me arrodillaba a su lado. La muerte de Alfonso me había robado la razón y la felicidad, pero siempre había quedado la débil y distante ilusión de que algún día podría regresar a casa: al palacio real, con Federico y sus hermanos, y con la familia que había conocido. Ahora eso también me había sido arrebatado.

La real casa de Aragón ya no existía.

Estaba demasiado atónita para hablar. Doña Esmeralda y yo permanecimos en silencio y sufrimos durante unos momentos hasta que dije con todo conocimiento, con mis labios temblando de odio:

– César Borgia… cabalgó con el ejército del rey Luis hasta la ciudad.

Ella me miró, asombrada.

– Sí, madonna… ¿cómo lo sabes?

No respondí.

Volví a caer en una aturdida desesperación, de la que ni Esmeralda ni la pócima del médico podían sacarme. Mi único descanso llegaba durante mis paseos con doña Dorotea; ella llevaba todo el peso de la conversación mientras yo escuchaba, muda y desinteresada.

Un día, me trajo noticias de Lucrecia, que había regresado a Roma aquel otoño en respuesta a la imperiosa orden de su padre. Dorotea relató el encuentro entre el Papa y su hija. En la sala del trono papal, en presencia de las damas de Lucrecia, los servidores del Papa y el chambelán, Su Santidad le dijo a Lucrecia que César y él habían considerado a los pretendientes de su mano. Habían escogido a uno: Francesco Orsini, duque de Gravina. Orsini había propuesto matrimonio a Lucrecia unos años atrás pero le habían rechazado en favor de mi hermano. Ahora, Alejandro la informó de que se convertiría en la duquesa de Gravina. Desde el punto de vista político, esta era la mejor opción.

No, le dijo Lucrecia a su padre. No quería tener ninguna relación con aquel hombre.

Sorprendido, Alejandro le había preguntado la razón.

«¡Porque todos mis maridos han sido muy desafortunados!», había replicado Lucrecia furiosa, y se había marchado de la sala sin pedir el permiso de Su Santidad.

La noticia se propagó por toda Roma. Cuando el duque de Gravina se enteró de su negativa, se mostró muy ofendido (o quizá consideró ciertas las palabras de Lucrecia), y retiró su propuesta de inmediato.

Poco tiempo después, al atardecer y llevada por la inquietud, salí a caminar por los pasillos. Se acercaba el invierno, y mantenía mi capa bien ceñida de camino hacia la logia, para respirar el tonificante aire nocturno.

Incluso antes de salir del rellano, escuché las campanas de San Pedro que repicaban el toque de difuntos.

Asomada al balcón, pálida como el armiño blanco que la abrigaba, había una mujer pequeña y delgada, acompañada por guardias que se mantenían a una respetuosa distancia. Tan distraída estaba por las campanas, que casi tropecé con ella antes de advertir su presencia.

Era una de las más hermosas criaturas que había visto, más hermosa incluso que la antigua amante del Papa, la delicada Julia. Tenía la piel de alabastro, el pelo dorado, los ojos azules más brillantes que cualquier gema; en su porte había una particular dignidad y gracia, y en su mirada una profunda tristeza. Comprendí de inmediato por qué César había querido poseerla.

– Caterina Sforza -susurré.

Ella volvió sus sorprendentes facciones hacia mí y me miró. No había hostilidad en su mirada, ninguna condescendencia, solo un dolor rayano en la locura.

Se apartó un poco, para dejar espacio. Era una clara invitación, por lo que entré en el balcón para ponerme a su lado.

Continuó en silencio con la mirada puesta de nuevo en la plaza delante del enorme edificio de piedra de San Pedro, donde una comitiva fúnebre iluminada con antorchas salía poco a poco de la catedral. Por el número de participantes, supuse que el difunto debía de ser una persona de cierta importancia. Por fin, doña Caterina suspiró.

– Otro cardenal, sin duda -dijo, con una voz más fuerte y resonante de la que había esperado-, muerto para financiar las guerras de César. -Hizo una pausa-. Cada vez que escucho el toque de difuntos, rezo para que sea por el Santo Padre.

– Yo rezo para que sea por César. Es un candidato mucho más digno para la muerte.

Ella inclinó su preciosa cabeza y me observó sin reparos.

– Verás, es mejor si Alejandro muere primero -me explicó-. Porque si su hijo lo precede, él no tendrá más que buscar a otro César, pero que mande a su ejército y continúe con el terror Borgia. Es un juego que juegan juntos: el Papa solo finge que no es capaz de controlar la crueldad de César, cada mano sabe lo que hace la otra en todo momento. Pero si Alejandro muriese… -Se acercó un poco más y bajó la voz en tono conspirador-. Sin duda, te dije hace mucho tiempo aquello que el embajador veneciano me comentó sobre César…

Mantuve una sonrisa cortés.

– Nunca hemos hablado, madonna. -No podía culparla por su confusión; yo misma no estaba en pleno poder de mis facultades mentales.

No pareció escuchar mis palabras.