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– Fue hace tiempo, antes de que asesinase al último marido de Lucrecia. César estaba muy ocupado en enfrentar a España contra Francia y a Francia contra España, a la espera de ver qué alianza le ofrecía más ventajas. -Se rió-. Era tan inconstante… llegó al extremo de ir a ver al embajador de Venecia y le juró alianza a Venecia. Dijo que no confiaba ni en Francia ni en España para protegerlo si algo le ocurría al Santo Padre. El embajador le respondió con la mayor sinceridad: «Sin duda necesitarás ayuda, es verdad; porque si algo le ocurre alguna vez a Su Santidad, tus asuntos no durarán una semana». -Se rió de nuevo, y dirigió su atención otra vez a las antorchas que se movían en silencio por las oscuras calles de Roma.

Seguí su mirada y contemplé las minúsculas llamas, las pequeñas siluetas negras de los acompañantes que se perdían en la noche. Nacido de la locura o no, el fantasma de mi hermano había dicho la verdad: había intentado matar al hombre equivocado.

Por primera vez desde que había llegado al castillo de Sant'Angelo, pensé en la canterella no como un medio para acabar con mi vida, sino como la solución a los problemas que afrontaba toda Italia. Regresé a mis habitaciones y continué pensando durante horas. Poseía el arma, pero no el suficiente conocimiento de su uso; tampoco tenía los medios de llegar hasta el objetivo. Me vigilaban a todas horas: no podía ir al Vaticano y ofrecerle a Su Santidad un vaso de vino. Esmeralda, también, era vigilada de cerca; ya no tenía la libertad para ponerse en contacto con un asesino a sueldo.

«Estoy preparada -le susurré a la bruja en la oscuridad-. Pero si debo cumplir con mi destino, debes enviarme ayuda. No puedo hacer esto sola.»

Al atardecer del día siguiente, cuando me encontraba en la antecámara con doña Esmeralda a la espera de que trajesen la cena, las puertas se abrieron sin la habitual llamada de cortesía. Nos volvimos; los dos guardias que vigilaban la entrada se inclinaron primero ante doña María, y luego ante la propia Lucrecia.

Doña Esmeralda se levantó y miró con furia a las dos mujeres, los brazos cruzados sobre el pecho en un silencioso rechazo a nuestras visitantes.

Yo no dije nada, pero me levanté para mirar a Lucrecia. Vestía unas faldas de seda azul verdosa, con un corpiño de terciopelo y mangas a juego; en su cuello resplandecían las esmeraldas, y los diamantes brillaban en la redecilla de oro que cubría su pelo. Vestía con todo lujo, al estilo romano, mientras que yo había vuelto a vestir el negro napolitano sin adornos.

Pero toda la indumentaria y las joyas no podían disimular la palidez, o poner una chispa de vida en aquellos ojos hundidos y angustiados. La pena la había consumido; cualquier belleza que alguna vez hubiera poseído había desaparecido.

Al verme, me dedicó una sonrisa titubeante y abrió los brazos.

No le di la bienvenida. La miré con firmeza, mis brazos a los costados, y vi cómo la sonrisa se convertía en una expresión del velado dolor y culpa.

– ¿Por qué has venido? -pregunté. No había rencor en mi tono, solo rudeza.

Ella hizo un gesto a doña Esmeralda y a doña María para que saliesen al pasillo; luego, ordenó a los guardias que cerrasen las puertas para darnos intimidad.

Una vez segura de que nuestras palabras no tendrían testigos, respondió:

– He venido a Roma, pero no me quedaré mucho tiempo. -Su voz era suave, con un leve tono de vergüenza-. Necesitaba ver por mí misma cómo estabas. Oí decir que no te encontrabas bien, y me preocupé.

– Todo lo que has oído es verdad -respondí con voz monótona-. Me desquicié. Pero de vez en cuando recupero la razón.

– También es verdad lo que dicen de mí -manifestó Lucrecia, con un rastro de ironía-. Me obligan a casarme de nuevo.

No tenía respuesta para tal anuncio; no cuando el fantasma de Alfonso estaba entre nosotras, en un silencioso reproche.

La mirada de Lucrecia no se fijaba en mí, sino en un punto distante en el pasado, como si su explicación fuese una disculpa a mi hermano, y no a mí. Su rostro se volvió tenso, lleno de desprecio y autorreproche hacia sí misma.

– Rehusé al principio, pero soy un bien político demasiado valioso como para tener mi propia opinión. Mi padre y César… no necesito decirte la presión a la que me sometieron. -Un leve rubor coloreó sus mejillas, cuando un recuerdo provocó su furia; se rehízo, y por fin me miró a la cara-. Pero los convencí para que me dejasen elegir y ellos dar la aprobación final. Escogí, y ellos solo lo aprobaron. -Respiró-. Escogí a un D'Este de Ferrara.

– Un D'Este -susurré. Mis primos en la Romaña. César nunca se había atrevido a atacarlos; su ejército era demasiado poderoso. El me había dicho hacía mucho tiempo que preferiría hacerlos sus aliados.

– César está de acuerdo porque cree que conseguirá más soldados -explicó Lucrecia-. Se me pidió que los visitase, para que el viejo duque, mi posible suegro, pudiese asegurarse de que yo era una «madonna de muy buen carácter». -Me dirigió una fugaz sonrisa irónica-. Pasé el examen del viejo Er- cole. Pero lo que no le dije a padre o a César es que los D'Este nunca se dejarán convencer para luchar por el papado. Son buenos católicos, pero son prudentes: no confían en el papa Alejandro o en su capitán general. El duque Ercole insiste en que vaya a Ferrara para casarme con su hijo, y que viva allí, algo que he aceptado con ansias. Nunca más regresaré a Roma. Me quedaré con mi nuevo esposo, rodeada por una fuerte familia y un poderoso ejército que no se someterá a la voluntad de los Borgia. -Su voz se cargó de emoción-. Su nombre es Alfonso.

Tardé un momento en comprender que había dicho el nombre de su futuro marido: Alfonso d'Este, el primo de mi hermano.

– Ya lo ves -añadió-, este puede ser nuestro último encuentro, Sancha. -Me miró con triste afecto-. Si hay algo que pueda hacer por ti para ayudarte en estas circunstancias…

– Lo hay -respondí en el acto-. Puedes hacer por mí un último acto de bondad.

– Lo que sea. -Esperó ansiosa, expectante.

– Puedes decirme qué cantidad de canterella hace falta para matar a un hombre.

Se quedó atónita un instante. Luego se recuperó y permaneció muy quieta. A través de la mirada distante, por su expresión, adiviné que viajaba de regreso al convento de San Sixto, cuando estaba embarazada de César y se sentía tan desesperada que había pensado en acabar con su vida.

Vi que recordaba la desaparición del frasco de veneno.

De nuevo me observó con atención; nuestras miradas se cruzaron, ambas firmes. En aquel silencioso intercambio compartimos la complicidad en una conspiración tan firme y explícita como cualquiera elaborada por su hermano y su padre. «Para matar a un hombre», había dicho. Ella sabía, por la firmeza en mi actitud, por la manera de alzar la barbilla, que no tenía la intención de utilizar yo misma el contenido del frasco.

Nunca como en ese momento había estado tan segura de su lealtad, o su gratitud.

– Solo una pequeña cantidad -respondió-. Es muy potente. Un tanto amarga, así que échala en la comida; algo dulce, como la miel o la mermelada, o en el vino. De este modo, la víctima no lo notará.

– Gracias.

En el instante siguiente, fue como si nunca hubiésemos hablado de tales cosas; su expresión cambió sin más. Una mirada de nostalgia apareció en sus ojos, una súplica. Me apresuré a responder antes de que ella pudiese formular la pregunta.

– No pidas mi perdón, Lucrecia, porque nunca te lo daré.

Se apagó la última luz de esperanza en sus ojos, como se apaga una llama.

– Entonces rogaré a Dios para que me lo dé -manifestó con voz solemne-. Solo te pido que me recuerdes.

Cedí. Me adelanté para abrazarla con fuerza.

– Eso puedo hacerlo.

Ella me rodeó con sus brazos.

– Adiós, Sancha.

– No -respondí con voz triste, mi mejilla contra la suya-. Hasta nunca.